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Maratón de Nueva York: El mayor espectáculo del mundo (I)

Santiago 16 diciembre, 2013

*Esta es la primera parte de un artículo de dos. Para leer el resto, puedes hacerlo pinchando aquí.

Aunque nunca haya estado allí, todo el mundo conoce de alguna manera Nueva York. Primero la literatura y la prensa, luego la radio, el cine y la televisión, ahora Internet, todos los medios de comunicación han colaborado en la creación y difusión de esa idea de urbe modelo, a partir de unos elementos prototípicos que la han hecho familiar y han convertido a esa ciudad de ciudades (que no es la capital federal ni siquiera la de su propio Estado) en la capital del mundo.

Ello es gracias a la emblemática Estatua de la Libertad; la inmigración y la convivencia de todas las lenguas y culturas, de Harlem a Chinatown; los rascacielos, como el Empire State; los cabs amarillos y el subway que nunca duerme; los vistosos puentes, como el puente de Brooklyn; el dinero y las finanzas de Wall Street; la moda y el lujo en la Quinta Avenida; las compras bajo los luminosos de Times Square; la pista de hielo en el Rockefeller Center; el respiro de Central Park; la modernidad hecha arte en el Moma; las películas de Woody Allen; las novelas de Paul Auster; el periodismo del New York Times; los musicales de Broadway; las canciones de Frank Sinatra; las citas deportivas del Madison Square Garden; la reciente cicatriz de la Zona Cero; las mafias criminales, las pandillas callejeras, las escaleras en las fachadas, los llamativos vehículos, las terrazas con vistas… y tantos y tantos otros que ya nos resultan más o menos familiares.

Salvo uno de ellos que ha pasado desapercibido a pesar de ser una de las grandes demostraciones urbanas de masas y que este año de 2013 ha cumplido en la práctica su edición número 43 (en teoría sería la 44): el New York City Marathon, la carrera a pie con mayor número de participantes, finalistas y espectadores del planeta Tierra.

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Porque el mayor espectáculo del mundo, que trasciende lo meramente deportivo para convertirse en acontecimiento social, ocurre y discurre todos los años, el primer domingo de noviembre, por las calles neoyorquinas. Todos los años menos, precisamente, el pasado 2012, cuando tuvo que ser suspendido de manera repentina, por primera vez en su historia, a causa de los graves destrozos provocados por el huracán Sandy (acaso su crisis de los cuarenta).

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Si en su debut, allá por 1970, participaron solo 127 corredores, la última edición colocó en el asfalto ¡cerca de 51.000!, la inmensa mayoría aficionados, atletas populares que pagan por correr y encima se sienten afortunados (no solo es siempre muy caro el dorsal de entrada sino que, debido a la gran demanda, la admisión en la carrera es muy difícil, y este año, por lo ocurrido el pasado, mucho más: la mayoría entró por sorteo, muchísimos se quedaron sin plaza; si estás dispuesto a gastarte una pasta, eso sí, lo tienes fácil: ciertas ONG y las agencias oficiales de cada país te lo aseguran a cambio de un considerable encarecimiento). Más de 30.000 hombres y menos de 20.000 mujeres, de los cuales completó el recorrido un total de algo más de 50.000, sobreponiéndose a la dureza de la larguísima distancia, al viento otoñal en contra, al terrible madrugón, al frío de Halloween, a las interminables colas y los frecuentes controles, a los consabidos nervios previos y, peor aun, a los siempre caprichosos vaivenes físicos y mentales del cuerpo humano en plena carrera.

A cambio, han podido disfrutar del maratón más multitudinario del planeta (no el más antiguo: la solera la pone el de la vecina Boston, más que centenario), del más mítico y renombrado, con una organización casi perfecta, servicios completísimos, solícitos voluntarios, público ubicuo y entregado, seguridad probada y un itinerario que abarca los cinco distritos que componen la Gran Manzana.

La prueba parte del distrito de Staten Island, la isla sureña. Los adormilados participantes y demás personal de la carrera que llegan en el ferry (hay también acceso rodado por tierra, túnel submarino mediante), tempranísimo, bien escoltados por dos lanchas y un helicóptero de la policía, van desperezándose poco a poco con la contemplación nocturna del skyline manhattiano que van dejando atrás.

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Como dejan luego, a su derecha, el islote de Ellis Island (el viejo punto de encuentro de las primeras oleadas de pioneros con la dureza de la emigración), el de Liberty Island algo más abajo (con la famosa Estatua que, antorcha y corona, los saluda impasible, imponente sobre su sólido pedestal) y, tras ambos, los rascacielos y el puerto de Jersey City (en el Estado vecino de New Jersey, al otro lado del río Hudson), mientras a su izquierda queda Governors Island, la isla fortaleza que protege el fondo de la amplia bahía y tras la cual pugna por abrirse el día sobre los muelles y tejados del distrito de Brooklyn.

La zona de salida es amplia y cómoda; la espera, larga; la mañana, fría. Gracias que hay de todo (información completa y continua, numeroso personal de ayuda, protección policial, desayuno frío y caliente, hidratación y refugio, atención médica, letrinas móviles, recogida de bolsas, áreas de descanso y calentamiento… y demás infraestructura) y que los atletas, previamente advertidos, van bien abrigados. Tanto que, mientras no llega la hora de la verdad, parecen más bien esquiadores o montañeros.

Y que cuentan también con un dispositivo de grandes contenedores distribuidos por todo el recinto, hasta la línea de salida, donde ir despojándose del exceso de ropa antes de empezar a correr. Cuando se acerca el momento del pistoletazo inicial, inmediato al himno cantado a coro y al respetuoso minuto de silencio (esta vez por las víctimas del atentado en el maratón de Boston, la pasada primavera), vuelan por todos lados las prendas sobrantes y se van acumulando a lo largo de ambas orillas de la calle hasta formar un inusitado ropero de desecho que luego será recogido por la organización y destinado a instituciones de asistencia social.

La salida oficial, en tres grandes grupos totalmente separados y en cuatro oleadas sucesivas (los primeros corredores salen hacia las ocho de la mañana; los últimos, camino de las once: cuando llegan los primeros, aún hay gente saliendo), se da justo a la entrada del gigantesco puente de Verrazzano (apellido del navegante florentino explorador de estas tierras), que une directamente la isla de partida con el suroeste de ese segundo distrito.

Cruzado el puente (en silencio y soledad, solo rotos por la aún no fatigosa respiración de los deportistas y el ruido de sus pisadas, más el de los vehículos de organizadores y policías, pues los puentes son los únicos puntos de la carrera sin acceso al público), se sigue Bay Ridge arriba, en paralelo a la bahía, y aquí empieza la verdadera fiesta. Miles de personas, familiares, aficionados o simples vecinos y transeúntes, se agolpan en las aceras, ventanas o donde sea y no dejan de animar a los participantes con sus pancartas, aplausos, saludos y gritos de empuje y reconocimiento en todas las lenguas del mundo.

 Aparte del eficaz servicio oficial de un ejército de voluntarios en los numerosos puntos de avituallamiento líquido y sólido, donde hay además atención médica y aseos, muchos espectadores anónimos colaboran a su manera: estirando la mano para que los corredores se la toquen a modo de celebración y recuerdo, sobre todo en el caso de los niños; o proporcionando ayuda complementaria, como bebidas varias, pañuelos de papel, alimentos energéticos… lo que caiga. Y así hasta la meta, lo nunca visto.

El entusiasmo y la emoción del público se unen a las fuerzas casi íntegras de los primeros kilómetros para impulsarte por la larguísima cuarta avenida de Brooklyn, a través de barrios abiertos de sabor inmigrante, primero europeo y luego (tras la unificación de los tres grupos en un único y aun más compacto pelotón al final de esa avenida, hacia el kilómetro 13, muy cerca de la actual sede de los Nets de la NBA) portorriqueño y, sobre todo, judío.

Con la ortodoxia paseando barbas, rizos, kipás y oscura indumentaria uniformada por las aceras: ellos con sus típicos abrigos de paño negro; ellas con la cabeza cubierta siempre; audiencia silenciosa y como de paso, que no parece ir con ellos la cosa (esa barahúnda de gentiles en paños menores, bueno, no tan menores, que la temperatura no lo aconseja y abundan las camisetas térmicas, los guantes, las mallas, los cubrecuellos y los gorros de lana, un prêt à porter deportivo con toda la gama inimaginable de colores, tamaños, marcas y diseños; como en todas las pruebas populares y festivas, algunos participantes corren con la equipación de su club de atletismo, con los colores de su bandera nacional, con los eslóganes de su ONG o iglesia, con la imagen y distintivos de sus personajes favoritos, con sus reivindicaciones políticas y sociales a cuestas o con lo que sea para llamar la atención; otros, disfrazados de personajes típicos o famosos: Superman, Batman, Spiderman, Elvis, pareja de novios, familia con bebé a bordo de su carricoche… o lo que caiga; y hasta hay algún osado, muy pocos, que corre con el torso desnudo desafiando a la más que potencial pulmonía y al pudor de los puritanos más recalcitrantes, qué tropa), cada uno a lo suyo y la hermosa sinagoga blanca presidiéndolo todo.

Imagen: Flickr

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About Author

Santiago

Santi Somoza, de estirpe asturiana en la desembocadura del Eo, allí donde ástures y galaicos se dan la mano, aferrado siempre a su clan galego-forneiro, hipermétrope enjuto, jubiloso jubilado, maestro de nada y aprendiz de todo, pacífico y socarrón, descreído, escéptico, indignado, viajero letraherido y maratoniano corredor de fondo, ave nocturna y perpetrador de tangos, amigo de sus amigos, amante del buen vino y la poesía y, por encima de todo, de sus tres queridísimas mujeres. View all posts by Santiago →

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