Cada viaje es único y encierra siempre aprendizaje y enseñanzas. Tanto a nivel de experiencia viajera –poco a poco vas perfeccionando tu arte al viajar- como de experiencia personal –pueden ser un punto de unión o desencuentro con un amigo o pareja-. Por eso, solemos relacionar destinos viajeros a las personas con las que los visitamos, como hacemos cuando hablamos un nombre para un niño, que abrazamos o descartamos según sean las personas que conocemos con ese mismo nombre.

San Petersburgo fue en ese sentido uno de esos viajes diferentes, que te dejan huella. Puede que tuviera que ver con las expectativas, que no eran demasiado altas. De hecho, mi amiga y yo decidimos viajar allí en lugar de Estambul, donde por entonces había revueltas, porque habíamos oído siempre buenas referencias y porque era un viaje relativamente largo. Vamos, que fui más que nunca a la aventura. Y quizás me sorprendiera más por esa razón.

Así que os voy a contar cosas que aprendí de mí misma en mi viaje a San Petersburgo, o lo que es lo mismo: lo que esta ciudad me enseñó, tanto a nivel viajero como a nivel personal.

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Me gustan las iglesias

Soy atea confesa y reconozco que cuando entro en una iglesia, siempre estoy entre impresionada e incómoda. Siento que molesto y además, no me gusta pararme a pensar porque toda esa gente cree en lo que cree y malgasta su tiempo en cosas de las que no hay evidencias. No obstante, entro en iglesias habitualmente en los viajes; las catedrales en muchas ciudades europeas son visitas obligadas y además de su valor histórico/cultural/social, son bonitas.

Pero en este terreno, San Petersburgo juega en otra liga. No solo tiene iglesias preciosas e impresionantes, sino que al estar separadas por la ciudad, se convierten también en los monumentos más importantes de los distintos barrios. Vamos, que podrías hacerte una guía basada en iglesias y ni una sola te decepcionaría. Cada una de ellas es única y merece la pena. A saber: la Iglesia de la Sangre Derramada, Nuestra Señora de Kazán, San Isaac, la Catedral de San Pedro y San Pablo, San Nicolás, la Catedral de la Trinidad, el Templo de la Asunción y la Catedral de Vladimirsy.

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Yo las visité todas (aunque por tema de horarios y dinero, no entré en todas ellas) y aseguro que son impresionantes. Cuando acaba el viaje, puedes llegar a considerarte incluso “un caza iglesias”; ¡increíble!

Definitivamente, me encanta patear

Si me leéis alguna vez (no voy a pedir a menudo :P), sabréis que considero a patear la principal actividad turística. Quizás nunca me prepare demasiado los viajes; ni sepa mucho de Historia; ni haga visitas guiadas para conocer las tradiciones de los lugares; ni entre en muchos museos; pero sí me gusta quedarme con diferentes imágenes de una ciudad; y me gusta manejarme por ella cuando llevo ya unos días; y me gusta ver muchas cosas aunque no disfrute de mucho tiempo, pero a la vez haciéndolo de forma auténtica, intentando fijarme en cada detalle. Por eso creo que la mejor forma de conocer una ciudad es patearla a conciencia: ir a pata a los diferentes puntos de interés siempre que se pueda y abrir los ojos para conocer el día a día de estos lugares.

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El problema de San Petersburgo es que es inmensa: mezcla la esencia de su pasado imperial y soviético para dar sensación de que se pasea por calles de solera y edificios históricos pero que en cierta medida están desangelados, sin vida. Todo es vasto, imponente. Y sobre todo, las distancias son enormes. Un día tardamos más de una hora en visitar una iglesia y además el barrio no tenía nada de especial; cuando volví a casa consulté por curiosidad cuántos kilómetros habíamos hecho y me di cuenta de que fueron ¡más de 10!

Otro aprendizaje de esto es que hay que tenerlo en cuenta para ir a los sitios. Un día que íbamos al teatro, confiamos en que no tardaríamos mucho y a pesar de sabernos bien el camino, llegamos tarde :S

Sonrío más de lo que creo

Otra de las preguntas que nos asaltan siempre cuando conocemos un lugar es: ¿Cómo será la gente local? Los rusos no tienen buena fama; el estereotipo es el de gente fría, algo loca, poco racional e incluso, corrupta. Yo no puedo decir cómo son, pues estuve una semana, pero sí tengo la impresión de que eso de que son secos se cumple. Incluso bordes yo diría. O por explicarme algo mejor (que en estos temas se tiende a caer en el prejuicio), me dio la impresión de que sonreír les cuesta. ¡Más que a mí!

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Soy de esas personas que creen que la sonrisa está sobrevalorada. No porque no sea algo positivo, que en muchos casos lo es, sino porque se tiende a asumir sin cortapisas que una persona que sonríe todo el rato es feliz; y yo creo que en muchos casos no lo es así. E incluso que hay que asumir que también hay momentos tristes, sin sonrisa, que de la misma forma, son parte de la vida. Y siempre digo que no suelo sonreír, aunque luego otros me respondan que sí lo hago –quizás no siempre sepamos juzgarnos de una manera objetiva a nosotros mismos-. Pero mira tú por donde desde mi viaje a San Petersburgo les puedo dar la razón: no sé si sonrío mucho, pero al menos, sonrío; lo hago y a menudo, aunque sea difícil determinar el grado. Comparándome con los rusos fue muy sencillo entender que sí sonrío.

Me gustan las ciudades de noche

Esta es una enseñanza que me enseñó mi compañera de viaje. Es una amiga de toda la vida pero con la que no había hecho antes un viaje importante, por lo que aunque gozábamos de gran confianza, sacamos una parte de nosotras que quizás no habíamos visto antes. A la magia que ya teníamos, se unió la magia de estas pequeñas impresiones que quizás solo se cuentan cuando uno está cansado pero también muy a gusto. No sé a qué vino el caso pero me comentó que había que apreciar también las ciudades de noche. Entonces –además, rápido, allí mismo, contemplando los canales de la ciudad sin distinguir el color del agua, una iglesia imponente en la oscuridad o la luna reflejada en el río Neva- comprendí que es cierto, que las ciudades por la noche respiran de otra manera y están tranquilas, como dormidas, y son tan bonitas como ver a alguien que quieres durmiendo.

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Yo antes consideraba la noche el momento para reponer fuerzas para el día siguiente. De hecho, por el tipo de viaje, en Perú o Tailandia, viajes que recuerdo con especial cariño, así había sido. Pero me parece que sobre todo en el modo urbanita, un paseo nocturno se hace imprescindible. Por ejemplo, ver la iglesia de la Sangre Derramada de noche es un espectáculo, así que imagino que en otras ciudades también es así. De hecho, ahora recuerdo también la Torre Eiffel en el anochecer.

Salir de fiesta, ¿por qué no?

Como os he contado, generalmente descarto vivir la noche de las ciudades. No siempre ha sido así porque también he viajado bastante con amigos y soy una persona que cede habitualmente. Pero teorizando o pensando en lo que deseo, prefiero dejar el tema de la fiesta en un segundo plano. Lo hago porque me da la sensación de que la fiesta es igual en todos los lados y que pierdo tiempo para el día siguiente.

Pero en San Petersburgo comprendí que quizás salir de fiesta sea una manera de acercarte a la gente local (en ese sentido reconozco que para mí el idioma es una barrera, ya que tengo un nivel muy básico de inglés), practicar otros idiomas –ya que me ahora me he puesto a tope con el inglés no me vendrá nada mal-, comparar con otros viajeros la experiencia (nos encontramos hasta tres grupos de españoles) y bueno, por qué no, pasártelo bien con una cerveza rusa en la mano.

Incluso en San Petersburgo, volvimos al día siguiente para conocer la zona –estaba repleta de bares- y descubrimos con asombro que habíamos estado en un bar que se llamaba Fidel y estaba en una zona de locales interesantes también para cenar. ¡Así que allí despedimos la ciudad al día siguiente!

por Irene

Periodista desde 2008. Inquieta y curiosa de toda la vida. Abierta a todos los planes; ¡no hay destino que no merezca la pena!

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