Estamos entrando en Grazalema. Desde la distancia, es una visión blanca recostada sobre la amplia vega que rodean los montes de la sierra de su nombre. El río Guadalete nos recibe aquí con su cauce seco hecho un jardín natural de adelfas. El Museo de Artesanía textil nos muestra su tradición lanera, que ha hecho famosos sus paños y mantas. Pero lo mejor en este pequeño y precioso pueblo, además del espléndido paisaje que se otea desde sus alturas, es recorrer sus estrechas callejuelas para gozar de su particular encanto y conocer su historia y sus costumbres en las placas informativas colocadas al efecto.
Nos llama la atención la referida a la vieja tradición del toro enmaromado y su relación con la división del pueblo en dos barrios rivales, cada uno representado en distinta cofradía mariana: el Bajo y el Alto; en el primero vivirían los “jopones” (cuyo nombre es un aumentativo del jopo o miembro reproductor del toro, en sentido figurativo), proletarios y rudos pero por lo que se deduce mejor dotados que los habitantes del segundo, los “jopiches”, más finos y aburguesados. Distinción que parece conservarse aún, aunque vaya perdiendo su carga social, religiosa, sexual y taurina. Y así será si ellos lo dicen. Abajo, al pie de la plaza principal, nos despiden el toro y sus toreros, estos esculpidos en negro.
Por carreteras locales que van al noroeste, nos salimos del territorio del Parque (y hasta del de Cádiz, para volver a entrar en él después de hacer algunos quilómetros por carreteras ya malagueñas) y llegamos a Setenil de las Bodegas (ya sin bodegas). Dicen que los cristianos fracasaron siete veces, de ahí la raíz numérica de su nombre latino, en reconquistar esta pequeña y original población entonces mahometana (también dicen que el siete es un número mágico: que se lo digan a la canarinha y a la armada balompédica germana, menudo siete). Y no es de extrañar, dado su emplazamiento en distintos desniveles sobre el profundo tajo de un río que la parte en dos y la protege entre sus altos roquedos de manera casi inexpugnable.
Esta vez caemos en la trampa que todos estos pueblos, y este en particular, tienen preparada al que osa penetrar su rompecabezas callejero. Nuestra intención, como siempre, es aparcar a la entrada y hacer la aconsejable visita a pie, pero al no encontrar plaza continuamos bajando y bajando hasta caer en la boca del lobo, tan estrecha a veces que el coche pasaba por los pelos con los retrovisores plegados. Y sin posible marcha atrás, literalmente. Gracias que los ánimos de una amable lugareña, que tuvo que apartarse para que pudiéramos pasar, vinieron en nuestra ayuda cuando ya estábamos a punto de salir del atolladero, en pleno centro; con ese gracejo sureño único en el mundo nos sonrió estas palabras: “Les queda muy poquito, pero al final está lo peor: no se me agobien”.
Toca, pues, relajarse haciendo ejercicio, subiendo y bajando entre el río y el Castillo y viceversa por pinas escaleras, plazas de piedra y miradores amurallados. Aunque lo que hace único a este pueblo, lo que no se puede perder, son sus viviendas-cueva, que no son verdaderas grutas sino amplios salientes rocosos cerrados por delante como habitáculos residenciales. Hoy ya casi nadie vive en ellos y la mayoría se dedican a bares, restaurantes y tiendas para el turismo. Así que en la terraza de uno de ellos, al lado del río, junto a las calles que llevan por nombre, cómo no, Cuevas del Sol y Cuevas de la Sombra, suavizamos el sofoco del estrés inicial y del calor reinante.
Después de habernos extasiado con estos pueblos montañeses que parecen brotar, verticales y limpios, de las profundidades calizas con su historia a cuestas y su brillante vestido de fiesta, nos vienen a la memoria los versos del poeta cantor: “Colgado de un barranco duerme mi pueblo blanco…” Y eso que aún nos falta el gigantesco y prodigiososo tajo rondeño. Así que al acabar la ronda salimos directamente para Ronda, vecina y malagueña.