Después de tantos kilómetros de hermoso pero fatigante recorrido por la sierra gaditana, de tanto sube y baja curvado y angosto, de tanto pueblo encaramado y laberíntico, entrar en esta ciudad malagueña de Ronda (el mayor de los llamados pueblos blancos), relativamente llana y abierta, produce un cierto alivio. Iglesias, conventos, palacios y museos se alternan con callejuelas y plazas llenas de arcos, columnas, artesonados y arabescos que hablan de su historia larga y variada.

Desembocamos en el Parque de la Alameda, con sus farolas y quioscos modernistas, sus jardines de árboles exóticos y centenarios y sus balcones-miradores sobre el tajo del Guadalevín, el profundísimo cañón en meandros con que este ríocorta la ciudad, y sobre  la fértil vega de huerta y dehesa que se extiende en medio de la Serranía rondeña. Como dicen los lugareños, mesetarios colgados sobre esa profunda depresión del terreno, aquí las aves vuelan a ras de suelo, como ahora bajo nuestros pies, y la lluvia cae hacia arriba. Por eso, lo primero que hace el visitante es asomarse a esta cornisa de vértigo y deleitarse con el imponente despeñadero urbano y con el prodigioso espectáculo natural que se abre a la vista.

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Y que continúa por la izquierda, donde el amplio paseo se convierte en estrecha pasarela por detrás del flamante Parador de Turismo, antigua sede del consistorio municipal, hasta alcanzar el Puente Nuevo, hoy símbolo por excelencia de la ciudad, gigantesco monumento vertical de piedra y arcos de medio punto, bajo el cual la hoz del río se hace abismo rocoso y refugio inaccesible de las aves entre la escasa maleza trepadora, con el agua apenas visible al fondo.

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Arriba, el puente sirve de calle y, al otro lado, continúa la inigualable panorámica del desfiladero y la visión del lejano río se pierde en curva hacia el este, permitiendo, antes de desaparecer, reconocer el Puente Viejo, de hechuras romanas, diminuto al fondo, y la Casa-Palacio del Rey Moro, una original mansión que cuelga sobre el acantilado fluvial en distintos niveles ajardinados y que contiene unas escaleras de bajada al río provenientes de una antigua captación de agua de origen andalusí. Más allá, podemos contemplar parte de las murallas medievales, con sus sólidas Puertas, y unos Baños Árabes muy completos y conservados.

Volviendo atrás, cruzamos de nuevo el puente grande y entramos en el centro más moderno, donde la piedra labrada del Barroco y la estética modernista se abren paso entre el blanco de las fachadas y el negro de las artísticas rejas. Desde la Plaza de Toros, orgullo de una de los pueblos de mayor tradición taurina, nos acercamos al edificio del Casino local, centro impulsor que fue del andalucismo político, para bajar luego al cercano Paseo peatonal de la Bola, la Carrera Espinel, una calle comercial (nos sorprende ver tantas tiendas de deporte juntas) muy larga y recta en cuyas inmediaciones exhibe su magnífica arquería la fachada del nuevo Ayuntamiento y con un gran ambiente a todas horas que se extiende a las calles aledañas, cuyo final anuncia el arranque del moderno ensanche urbano.

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Con la noche ya a la puerta, nos despedimos de esta ciudad de leyendas de guerrilla y bandoleros, importante centro comarcal y, a pesar de su carácter de interior, núcleo turístico de primer orden debido a su paisaje incomparable, a su protagonismo histórico, a su riqueza patrimonial y a que la moderna autovía la ha puesto a un tiro de piedra de las atiborradas playas de la Costa del Sol.

por Santiago

Santi Somoza, de estirpe asturiana en la desembocadura del Eo, allí donde ástures y galaicos se dan la mano, aferrado siempre a su clan galego-forneiro, hipermétrope enjuto, jubiloso jubilado, maestro de nada y aprendiz de todo, pacífico y socarrón, descreído, escéptico, indignado, viajero letraherido y maratoniano corredor de fondo, ave nocturna y perpetrador de tangos, amigo de sus amigos, amante del buen vino y la poesía y, por encima de todo, de sus tres queridísimas mujeres.

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