El Imperio Romano, en su expansión por el mundo hace más de dos milenios, explotó en el noroeste de Hispania el oro que los bateadores indígenas ya extraían de manera más rudimentaria. Y, en El Bierzo leonés, a orillas del río Sil, su mayor yacimiento: la Mina a cielo abierto de Las Médulas. Durante casi dos siglos, los romanos, aprovechando la mano de obra local, removieron millones de metros cúbicos de tierra y transformaron el paisaje en busca del preciado metal. La principal técnica utilizada fue la conocida como ruina montium, cuyo nombre habla por sí solo.

Desde las sierras circundantes (Teleno y Aquilianos), se trae el agua por canales kilométricos de muy costosa construcción y se almacena en grandes depósitos (trasvase fluvial Duero-Sil, el primero de España); se perforan galerías y túneles aquí, en la montaña dorada, para inyectarle el agua en grandes cantidades y provocar su hundimiento; el material resultante se conduce a lavaderos de madera, donde se limpia, se filtra y se le extrae el codiciado tesoro de polvo y pepitas. Una empresa de colosos y una infraestructura descomunal, a la vez milagro industrial e inmenso desastre ecológico, que cambió la geografía y la vida de la zona y que hoy (el tiempo todo lo arregla) se ha convertido en un paisaje de ensueño que atrae a turistas, viajeros y estudiosos de todo el mundo y ha sido declarado monumento natural y patrimonio de la humanidad. Allá vamos.

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El acceso más rápido y sencillo es la autovía del noroeste, A6, dejándola a la altura de Ponferrada, donde ya encontramos la correspondiente señalización. La nueva carretera de Ourense, N-120, nos lleva en seguida a la que va al pueblo de Carucedo. Aquí, una desviación indicada nos acerca al vecino pueblo homónimo, Las Médulas (el nombre recuerda el del Monte Medulio, la batalla definitiva de Roma contra los pueblos norteños de la Península, cuya ubicación es aún el mayor enigma histórico del noroeste), pequeño núcleo pegado a la antigua explotación minera, con amplia oferta hostelera y un Aula Arqueológica y un Centro de Recepción que ofrecen todo tipo de información y servicios turísticos. A dejar el coche y a caminar.

Hay diferentes opciones, según los objetivos y la distancia, y todas ampliables a gusto del consumidor. Nosotros elegimos la ruta de As Valiñas, circular, corta y suficiente para obtener una idea del conjunto, de los trabajos y del paisaje, pues discurre por el interior del sector principal de la obra. Todo el recorrido, de tierra pisada, verde y sombrío, cruza un frondoso bosque de robles, encinas, escobas, helechos y, lo que más destaca, castaños viejísimos que los romanos nos han dejado en herencia, algo es algo (habrá que volver en invierno para deleitarnos con un buen magosto de castañas bercianas, cómo no).

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Salpicando esa rica vegetación, aquí y allá, las caprichosas formaciones de arenisca roja que han quedado como testigos mudos de tanta destrucción y tanto trabajo: grutas, bocas de galerías y túneles, estilizados picuezos, gigantescos farallones. Dos de estos, hacia la mitad del recorrido, abren sus ciclópeas fauces de arcilla e invitan a adentrarse en su refrescante interior: son las cuevas de La Cuevona y La Encantada. A la entrada, un letrero alerta sobre posibles desprendimientos. Y no es broma: una fina lluvia de arenas y polvo cae intermitente y aumenta la impresión de peligro e impotencia que ya de por sí se siente ante tan descomunales promontorios, restos del naufragio montuno que se negaron a caer, quizá en señal de protesta contra la hecatombe hidráulica.

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La belleza del desastre reciclado en prodigio nos ha abierto el apetito. Que sofocamos en la rústica terraza al aire libre de la casa de comidas Arcadio Travieso, donde por un módico precio puede uno degustar los platos de la cocina local, servidos por personal joven, amable y también travieso, rematar con un digestivo licor de mandrágora y hasta disfrutar, si se tercia, que no es el caso, de una queimada galaica con conjuro a las meigas, que haberlas haylas.

Para completar la visión del conjunto, subimos luego al alto mirador de Orellán, el de las mejores vistas sobre el núcleo más pintoresco de la explotación, que venimos de patear por dentro. A nuestros pies, un amplio panorama inolvidable, un cuadro de verdes, sepias y azules pintado a medias por el ser humano y la Naturaleza, un exótico paisaje que parece de otro mundo. Al lado, visitamos por dos euros la Galería de Orellán, uno de los muchos canales de explotación excavados en el interior aurífero, cuya boca de salida cuelga como un balcón abierto al precipicio.

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Siguiendo a pie, ya por camino de tierra, llegamos al cercano Mirador de las Pedrices, nombre que alude a las murias o pedreiras,amontonamientos de piedras resultantes de la limpieza del conglomerado mineral. Volvemos sobre nuestros pasos y, desde arriba, la hoya de El Bierzo, viñedo, huerta y monte, se nos abre a la vista, Ponferrada y el humo de sus chimeneas térmicas presidiéndolo todo. Una vez abajo, cursamos visita relámpago a la Domus, pegada a la carretera a la entrada de Carucedo, fiel recreación de una casa romana de la época con sus dependencias, enseres y situaciones de la vida diaria ordenadas alrededor de un patio porticado.

Y nos acercamos al Lago de Carucedo para descansar un poco y darnos un merecido baño. Grande y doble, nace como consecuencia del movimiento de tierras de la mina: la acumulación de limo y estériles taponó el desagüe natural del agua del valle y se formó un precioso lago, alimentado hoy, además, por el vecino embalse de Campañana, cuya presa despunta en las cercanías. El cercano Centro de Interpretación nos pone al día sobre el asunto. La playa lacustre, verde y arbolada, está concurrida y alegre en esta tarde soleada de finales de agosto.

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Ya de regreso, esta vez por la carretera vieja de Orense a Ponferrada, N-536, rematamos el viaje con una parada obligada a las puertas de Priaranza. Aquí, en la cima de un barranco sobre un pequeño riachuelo, levanta sus torres de piedra gris el Castillo de Cornatel, dominando el amplio valle berciano. Al pie de esta imponente fortaleza de nobles y templarios, construida sobre lo que fue un destacamento militar romano para control y vigilancia de la floreciente industria minera cuyos restos acabamos de visitar, se está celebrando, como todos los años por estas fechas, la fiesta medieval de las Noches Mágicas, una concentración de gentes y añoranza histórica que ocupa una amplia pradera aledaña: procesión, mercado, actividades lúdicas, exhibiciones bélicas, música folk, tiro con arco, gastronomía. La noche nos recibe entre ropajes de época, moros y cristianos, cimitarras y espadas, yelmos y cotas de malla. Sin que falten el variado yantar y los excelentes caldos de esta bendita tierra. Aprovechémonos, que setiembre acecha.

por Santiago

Santi Somoza, de estirpe asturiana en la desembocadura del Eo, allí donde ástures y galaicos se dan la mano, aferrado siempre a su clan galego-forneiro, hipermétrope enjuto, jubiloso jubilado, maestro de nada y aprendiz de todo, pacífico y socarrón, descreído, escéptico, indignado, viajero letraherido y maratoniano corredor de fondo, ave nocturna y perpetrador de tangos, amigo de sus amigos, amante del buen vino y la poesía y, por encima de todo, de sus tres queridísimas mujeres.

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