Cuando se habla de Rota, siempre se piensa en la base militar, esa estratégica parada de postas y estación de servicio que los chicos del tío Sam han instalado en plena bahía gaditana, en terreno municipal roteño, para facilitar a los barcos y aviones del tratado atlántico el control de sus dominios y el desarrollo eficaz de sus misiones y hazañas bélicas contra el imperio del mal. Y si bien es cierto que su instalación produjo, para bien o para mal según se mire, un cambio significativo en la vida del pueblo, Rota es mucho más que esa polémica embajada militar. Pequeña localidad pesquera y agrícola crecida alrededor de una antigua medina medieval, es hoy un núcleo costero moderno y poblado, con una economía favorecida por sesenta años de presencia norteamericana (una vecindad autónoma dentro del pueblo, con vida, puerto y aeropuerto propios, pero con indudable influencia en él) y por el turismo de calidad.
Rota ocupa el extremo occidental de la Bahía de Cádiz, con la mirada clavada en la capital, que ocupa la otra punta. Nosotros accedemos por la autovía de Sevilla, dejándola hacia el oeste a la altura de El Puerto de Santa María. Enseguida nos encontramos con el recinto de la Base, más de veinticinco kilómetros cuadrados cerrados a cal y canto, que bordeamos por el larguísimo lateral norte y, al final de este, por el occidental hasta desviarnos de su perímetro al lado del club de golf y entrar en la villa con dirección sur, en busca del casco histórico, clavado como una cuña entre las dos playas urbanas y rematado por las instalaciones portuarias. Dejamos, pues, atrás algunas avenidas amplias y entramos al centro por estrechas calles que exigen, en su mayoría, circulación en sentido único.
Arrancamos nuestro paseo de la Plaza de la Cantera, amplia y trapezoidal, con fuente central y algunos edificios de interés, rodeada de callejuelas y pasadizos repletos de bares y ambiente (demasiado en estos momentos, pues se está celebrando una carrera pedestre y no cabe más gente en ella, salida y meta). Bordeando la zona antigua, subimos hasta el Museo local de arte moderno, abierto en una coqueta casa tradicional roteña y bautizado con el nombre de Ruiz Mateos, el nativo más famoso. Entrando de lleno ya en la parte vieja, bajamos a la Plaza de Andalucía, que tiene dos vecinos de interés: el Mercado Público, con aires y colores de plaza de toros, luminoso, remozado, con un bar de sombra y fresco que da a la calle lateral, y la Torre de la Merced, ambos ocupando el recinto del desaparecido convento de los Mercedarios. Siempre bajando, cruzamos la Plaza de España, corazón urbano abierto al encuentro, bajo la sombra de las plataneras, en medio de calles peatonales de concurrencia y comercio; en sus aledaños podemos leer la placa dedicada al pozo de la villa, una fuente árabe legendaria que abastecía de agua a todo el pueblo.
A dos pasos está la Plaza de Barroso, sosiego de naranjos y bancos de forja. Entre pequeñas casas blancas de rejas, flores y patios que llaman la atención, la alargada calle de la Constitución desciende hasta el Castillo de Luna, que fue palacio, hospital y colegio antes de convertirse en la actual sede del Ayuntamiento, una simbólica fortaleza medieval de muros almenados y un magnífico patio interior con galerías en arcada, antiguo baluarte defensivo de la bahía. Muy cerca, la iglesia de Nuestra Señora de la O exhibe su cúpula plana de azulejos blanquiazules sobre una construcción austera en tonos claros, de orígenes góticos y reforma barroca.
Pasando el Arco de piedra, uno de los varios que quedan en la ciudad como recuerdo de su antigua muralla, llegamos al puerto pesquero y deportivo, que separa los dos arenales: laplaya del Rompidillo, oriental y tranquila, donde los deportistas de tabla y vela tienen viento asegurado, y la playa de la Costilla, al otro costado, la más céntrica y turística, cuidada y cosmopolita, de caseta y chiringuito y animado paseo marítimo. Solo nos queda acercarnos, remontando la costa, hasta el Parque Natural de la Almadraba para conocer los típicos corrales, cercados de piedra dentro del agua usados desde la antigüedad como tradicional sistema de pescaen esta zona. Y despedirnos, ya que de pescaíto hablamos, con unas ortiguillas, un arranque o un guisado de urta, manchándolos, claro está, con el potente rojo del tintilla local. Maridaje natural de mar y campo.
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