Bajo el suelo de la frontera sur navarro-riojana corre un río de aguas calientes que aflora a la superficie en manantiales termales. Estos, a veces, son el origen de conocidos balnearios como el de Arnedillo, en la región del vino, o el de Baños de Fitero, en la de los fueros históricos. Este último pueblo, enclavado en la misma divisoria, existe apenas en función del centro termal y solo lo separa un pequeño puente, el cual salva el arroyo de los propios baños, del núcleo tradicional, el pueblo ya riojano de Ventas del Baño. A unos pocos quilómetros, queda Fitero, villa navarra de interesante pasado.
Fitero
Situado en la Ribera navarra, a la vera del río Alhama, que corre hacia el Ebro, la historia del lugar ha estado siempre sometida a los vaivenes de su situación fronteriza entre los antiguos reinos y territorios. Hoy reparte su interés entre su imponente monasterio, nacido allá por el siglo XII, el primero del Císter en la Península, y la cuidada huerta ribereña.
El Monasterio de Fitero, de reciente restauración, es un conjunto de edificios que conforman una verdadera fortaleza religiosa, hoy en gran parte secularizada. Son medievales la iglesia abacial y la sala capitular, junto a restos dispersos; el claustro, el palacio, la abadía y la hospedería, entre otras dependencias, son renacentistas y barrocas; cuenta, además, con una rica muestra de orfebrería religiosa.
En el exterior, destaca la iglesia, con su fachada principal y los ábsides que dan su nombre a la plaza trasera; en el interior, que solo se puede visitar en parte, nos enseñan primero la cocina, que sirve de entrada de visitantes, y luego el magnífico claustro renacentista que nos permite acceder a la sala capitular, espléndida de arcos, columnas y sólidas bóvedas, en la galería este, y por el sur al refectorio o comedor de los monjes, reconvertido en biblioteca.
En realidad, Fitero, que había nacido como tal en las inmediaciones de los baños termales, no es más que el fruto de repoblar los aledaños del cenobio, que hoy está integrado en el pueblo surgido entonces. A la salida hacia el Balneario, frente a la estación de servicio, se encuentra otro original monumento: El Humilladero. Es una cruz de término o cruceiro de aspecto monumental, también reformado, un habitáculo cuadrangular abierto en arcos y techado, con una cruz y dos imágenes en el centro, que servía de hito caminero, de recaudación de portazgo, de lugar de oración y de recepción de nuevos abades.
Las Roscas
Justo detrás del Humilladero, pasando el puente del río y tomando el inmediato cruce a la derecha en dirección a Valverde, pueblo riojano también fronterizo, vamos a convertirnos en senderistas para patear la ruta de Roscas, cuyo más alto atractivo es una formación geológica de originales formas. A dos centenares escasos del cruce, nos metemos a la derecha por el camino de tierra que cruza la amplísima huerta fiterana, que ahora, en plena primavera, viste sus mejores galas, encajada entre la sierra montuna y el Alhama. Hay algunos hortelanos trabajando aquí y allá, acequias que llevan o esperan el agua y plantas, muchas y variadas plantas, verduras, hortalizas, legumbres y frutales, vid y olivo. Patatas, pimientos, tomates, cogollos, cardos, fruta y, por encima de todos, el tímido espárrago que intenta salir de su morada de plástico o que, ya adulto, se muestra en sazón, listo para brindarnos su blancura amarga, y la alcachofa, la reina de la huerta, que desde su alto vestido verde nos ofrece su escondido corazón, fuente de salud y comodín de todos los platos.
Tras una curva cerrada, la huerta continúa a la derecha, pegada al río, donde más adelante se levanta solitaria la Casa del Soto, centro del regadío y los cultivos, y a la izquierda aparece el talud del monte, que iremos bordeando hasta el final. Pronto nos encontramos, entre la maleza que cubre la abrupta ladera, con el Pozo del Sueño y una acequia elevada que discurre por un asombroso puentecillo de madera del siglo XVII. Más arriba, en uno de los barrancos y casi desapercibida entre la masa vegetal, se halla la Cueva de la Mora, a la que Bécquer se refiere en una de sus Leyendas. A unos pasos, el camino y la huerta continúan de frente hasta el pueblo de Baños y nuestra ruta se desvía a la izquierda, entre la roqueda y un pequeño olivar.
En medio de este, asoma la Nevera de los Frailes, pozo de piedra abovedado que servía de almacén de nieve, usada para fines medicinales y como conservante de alimentos, cuya profundidad se puede comprobar desde su ventana enrejada. Ahora la senda, ancha y blanca, se empina y va cortando el barranco entre dos grandes lomas. A nuestra izquierda, primero, aparecen las ruinas de piedra del Castillo de Tudején, fortaleza árabe cristianizada que es considerada el origen del monasterio y del pueblo; y ya en lo más alto, como una escultura de piedra sobre la montaña, la silueta inconfundible de las Roscas, rocas así llamadas por su forma de anillos enroscados, de desgastados colores arcillosos y rojizos, con que el tiempo y la erosión de los elementos las han ido modelando. Una vez sobrepasadas, la senda gira bruscamente a la izquierda y, separándose del macizo, comienza la larga bajada por el Barranco de los Blancares, de piso irregular, pedregoso y blanquecino.
Las Roscas, siempre visibles, van quedando atrás y nosotros, a través de un terreno baldío donde verdean algunas viñas diminutas, salimos de nuevo a la carretera de Valverde, esta vez bastante más arriba. Siguiendo el asfalto en fuerte bajada, volvemos al comienzo de la huerta y a la entrada del pueblo, nuestro punto de partida. Estamos otra vez en Fitero, tras ocho quilómetros largos de recorrido y unas horas de saludable ejercicio al aire libre. Ahora solo pensamos en un reconfortante baño termal. El agua ya está lista.