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Los viajes son espacios de tiempo donde pasan muchas cosas. Estamos más despiertos que nunca, tenemos todo el tiempo libre del mundo y vivimos casi siempre situaciones peculiares (coger transportes por primera vez, buscar lugares que no conocemos, probar comidas de sabores muy diferentes, hablar idiomas que no utilizamos en nuestro día a día…).

Por eso, hoy quiero recordar anécdotas que me sucedieron en mis viajes y que nunca olvidaré. Momentos que se dieron en el transcurrir del viaje, por sorpresa, pero que dejaron una gran huella en el camino. Y por supuesto una anécdota divertida que contar.

En los tres casos además hay varias moralejas: la salud es lo primero, a veces nuestra cabeza nos juega malas pasadas y la gente alrededor del mundo te quiere ayudar en mucha mayor medida que hacerte mal. Pasen y lean.

La intoxicación alimentaria en Perú

Corría el año 2008 y tras una difícil toma de decisión, viajé sola a Perú. Era un viaje que tenía el objetivo vivirse desde una óptica lo más parecida posible a la realidad del país. Esto es, sin grandes lujos. No obstante dado que país era barato, quise darme un homenaje. Lo tenía claro: quería comer marisco un día. Y no se me ocurrió mejor lugar para hacerlo que Arequipa, que ni siquiera tiene mar.

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El plato de marisco no tenía nada que ver con lo que había imaginado. Fue hace bastante tiempo pero recuerdo que tenía trozos de pulpo crudo y nada de aquello que yo imaginé (cangrejo, nécoras, etc). Cómo había desembolsado una cantidad razonable de dinero, hice por comer más aún de lo que me apetecía. Y con todo ello, el plato estaba realmente malo.

Pasaron las horas y recuerdo cómo tras tomarme un té, comenzó a picarme el cuerpo. Se me ocurrió entonces preguntar por si había mosquitos en la zona. La respuesta fue tajante: no. Lo tuve claro entonces: estaba sufriendo una reacción alérgica. No fui tan rápida en la solución, ya que tan solo fui a una farmacia, donde me atendió alguien lo suficientemente joven como para descartar que pudiera solucionar aquello. Pero aquel día estaba yo optimista. Me fui al hotel y me eché a dormir tras ingerir una pastilla que a todas luces no servía para nada.

La sorpresa fue que al levantarme tenía la cara hinchada y apenas podía desplazarme de la reacción que estaba sufriendo. Casi a gatas fui a la recepción, donde el propietario (¡él me salvó!) me ayudó a llamar a un médico privado que con un buen antídoto calmó mi pesar. Recuerdo el pastizal que costó la asistencia para lo que me gastaba en alojamiento o transporte. ¡Pero la salud es lo primero! Al día siguiente estaba nueva para seguir el camino.

El secuestro inventado en Indonesia

Años más tarde de la anterior anécdota, viajé con mi pareja a Indonesia, que fue nuestra segunda incursión en el Sudeste Asiático. Concretamente nos encontrábamos en Trawangan, una de las paradisíacas y tranquilas islas Gili.

Estábamos plácidamente en la playa cuando mi chico decidió volver a nuestro hotel, situado en mitad de la isla, a por sus gafas. Unos veinte minutos después comenzó a rondar por mi cabeza la idea de que estaba tardando demasiado. Pensando cuál podría ser la razón, de entre todas aquellas posibilidades lógicas que podría haber escogido, me fui al lado oscuro. «Lo han secuestrado» fue lo que mi retorcida mente decidió. Así que yo, miedosa por naturaleza, aún sabiendo que el destino era seguro y sin querer confiar en las buenas razones, comencé a buscar motivos para justificar mi miedo. «Es que él no se pierde nunca», «lleva más de una hora», etc.

Cogí incluso la bici y me fui un trozo del camino a buscarlo, aumentando aún mi desconfianza al no encontrarlo. Recuerdo incluso cómo mi mente creaba las imágenes del secuestro de mi chico. ¡Qué libre es el miedo!

Y no me quedé ahí. Chapurreando inglés, le conté mi desasosiego a un trabajador del hotel que estaba en esa zona de playa, que me ayudó hasta que por fin, mi chico apareció calmado contándome que sencillamente se había perdido. El pobre no daba crédito de la historia cuando entre lágrimas le contaba la película de miedo que había montado en mi cabeza.

El desmayo en Filipinas

Volvemos esta vez a nuestro querido Sudeste Asiático, donde yo siempre me he cuidado de no ingerir líquidos locales por las reacciones que me pueden provocar. El caso es que en Filipinas me relajé y un día tomé una bebida con hielo. Lo llamaban «mangojito»; sugerente, ¿verdad?

El problema fue el día siguiente, cuando mi estómago comenzó a mostrar los primeros síntomas de la conocida como «diarrea del viajero». Me encontraba como con una bomba en mi interior a punto de explotar.

Por ello, ese día no hicimos muchos planes, pero aburridos, al final de la jornada decidimos dar un paseo por los alrededores de El Nido, donde nos alojábamos.

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Pasado un rato comencé a sentirme peor y le dije a mi chico de volvernos. Pero necesitaba primero ir a un baño. Conseguimos encontrar uno y aunque yo comenzaba a sentirme cada vez peor no tenía fuerzas ni para manifestarme.

Así que mi pareja se alejó para hacer una foto y mis peores presagios se cumplieron: cuando estaba en el baño, tuve que parar y tirarme al suelo porque me estaba dando un bajón de tensión. Pude abrir la puerta y tumbarme en el césped hasta que mi pareja volvió. Antes un agradable hombre de la zona me preguntó: «Are you ok?» A lo que yo contesté sí, ya que me había pasado otras veces.

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Mi chico llegó y me encontró en el suelo para llevarme como una enfermita al hotel, del que no salí hasta que me recuperé 100%. 

por Irene

Periodista desde 2008. Inquieta y curiosa de toda la vida. Abierta a todos los planes; ¡no hay destino que no merezca la pena!

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