Después de unos días persiguiendo el agua por tierras salmantinas, zamoranas y portuguesas, nos despedimos con una jornada de relax y recuperación en el conocido Balneario de Ledesma, complejo termal pegado al Tormes en la Vega de Tirados. Unos chorros de agua caliente, una sauna medicinal, un buen masaje, una cena suculenta y temprana y un sueño reparador en un ambiente de silencio y sosiego nos dejan nuevos para aprovechar bien el último día de viaje, ya de vuelta casa.

Porque al día siguiente, tras un madrugador y completísimo desayuno, nos disponemos a abandonar la zona pero continuando la búsqueda del agua, ahora ya en tierras palentinas. Por fin vamos a conocer lo que tanto tiempo llevábamos posponiendo, asignatura viajera pendiente que siempre íbamos dejando para una mejor ocasión, y la presente nos va como de perlas. El Canal de Castilla, que no otro es nuestro objetivo, nació a mediados del siglo XVIII como vía de salida al mar del cereal castellano, dada la penuria de las carreteras de la época, tardó casi un siglo en construirse y acabó siendo, en gran medida, un proyecto frustrado, pues su objetivo de unir Segovia con Santander nunca llegó a cumplirse.

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Obra faraónica hija de la Ilustración, fue aprovechada no solo para la navegación sino también como fuente de regadío, pesca, energía hidroeléctrica y actividades industriales, amén de usos deportivos o turísticos más actuales. Un río artificial de más de 200 km que corre por las provincias de Burgos, Palencia y Valladolid con su característica arquitectura y su perfecto engranaje de esclusas, puentes, acueductos, presas, acequias, embarcaderos y demás, con sus molinos, harineras, industrias y pueblos ribereños.

Su cauce, que aprovecha y comunica las aguas del Pisuerga y del Carrión, dibuja una especie de “y” invertida cuyo pie conforma el ramal norte y cuyos brazos se corresponden con el ramal sur (Valladolid) y el de Campos, al oeste (Medina de Rioseco), con Palencia y sus cercanías como eje central. En los buenos tiempos, decenas de barcazas surcaban estas aguas, arriba y abajo, a golpe de sirga, esto es, tiradas por sogas desde la orilla mediante tracción animal, ¡aquellas mulas!

Nuestro recorrido va a comenzar a una legua larga al noroeste de la capital palentina, en la localidad de Villaumbrales, en pleno ramal de Campos. Al llegar, nos topamos con nuestro primer puente sobre el Canal. Cruzándolo, a la derecha, en la zona ribereña donde se emplazaban los antiguos astilleros fluviales, se encuentra la Casa del Rey, un antiguo caserón blasonado que hoy es sede del Museo del Canal. Aquí nos empapamos de la historia, construcción y usos de la ingente obra, en un recorrido interesante y ameno, interactivo y audiovisual, con distintos recursos y materiales entre los que sobresale la amplia y elaborada maqueta, que da una idea completa y muy didáctica del conjunto a vista de pájaro.

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En la trasera del edificio, sobre la margen izquierda del Canal, está varado y preparándose para salir, el Juan de Homar, barco turístico que recorre un pequeño tramo de las cercanías. Por desgracia para nosotros, hoy ha sido reservado por un grupo de turistas, otra vez será. Así que proseguimos ruta hacia el este bajo la lluvia, ahora torrencial, que no ha cesado en días. La parada en El Serrón es obligada: aquí se bifurca el agua en los dos ramales sureños. La escasa señalización hace que no sea fácil encontrar este punto tan importante del Canal, solitario al lado de la carretera, oculto tras una fábrica, con un estrecho camino de tierra por todo acceso. Pero merece la pena: puente, esclusa triple, edificios en ruinas de un molino y una harinera y el cruce de las aguas, que se alejan en sentido contrario hacia distintas tierras vallisoletanas. Empezamos a vislumbrar la grandiosidad del proyecto. Un poco más abajo, a la entrada de Grijota, nos espera una esclusa doble, un hermoso puente y un plano del recorrido.

Bajamos ahora hacia el sur, sorteando Palencia y otros enclaves del tramo vallisoletano, y culminaremos en Dueñas nuestro parcial recorrido por el Canal, ahora paralelo a la carretera, a la vía férrea y a los numerosos meandros del Pisuerga en su bajada al Duero pucelano, poco después de recibir al Carrión por la derecha. En los alrededores del pueblo, preciosos caminos de sirga, hoy auténticos paseos ajardinados y verdes, con zonas de descanso y vistas al Canal, ideales para tomar el aire, caminar, correr, pedalear, montar a caballo…; a la entrada, dos esclusas más; a la salida, el Puente de las Candelas; en el centro, el casco viejo (cuna de Isabel de Aragón, hija de los Reyes Católicos, infanta de Castilla y reina de Portugal), laberinto de piedra y arte, con sus calles estrechas y empedradas y sus plazas acogedoras, la principal la Plaza de España, entre el ayuntamiento y el convento-palacio de San Agustín, con su iglesia y su Arquería Claustral, actual Casa de Cultura.

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Antes de llegar, hemos visto el cenobio local y cisterciense de La Trapa, impresionante monasterio medieval de pórtico románico y tradición chocolatera (el chocolate lo probamos en el puesto de venta cercano, que hoy lo fabrican fuera). Y hablando de comer, no nos podemos sustraer a la rica gastronomía de la ciudad eldanense, así que nos despedimos con un entreasado, bien regado con un tinto de la tierra, y unos abisinios botijeros, que a nadie le amarga un buen dulce.

Y volvemos a casa dando un obligado rodeo, Canal abajo, vía Tordesillas, en dirección a Zamora, porque a pocos kilómetros antes de esta última ciudad sabemos de una agradable sorpresa: en el pequeño pueblo de Coreses, a pie de carretera, nos espera un escondido templo de arte e historia, salones, columnas, mármoles, maderas nobles, bóvedas, artesonados, muebles, vidrieras, pinturas, esculturas, jardines, buena cocina, excelente bodega y un spa (¡más agua!) propio de patricios romanos, todo un lujo reservado para ocasiones especiales. Esas y más son sus tentaciones, pero nos guardamos el nombre del tentador: id corriendo a descubrirlo y pecar por vuestra propia cuenta, un día es un día. Y no dejéis de contárnoslo a la vuelta.

por Santiago

Santi Somoza, de estirpe asturiana en la desembocadura del Eo, allí donde ástures y galaicos se dan la mano, aferrado siempre a su clan galego-forneiro, hipermétrope enjuto, jubiloso jubilado, maestro de nada y aprendiz de todo, pacífico y socarrón, descreído, escéptico, indignado, viajero letraherido y maratoniano corredor de fondo, ave nocturna y perpetrador de tangos, amigo de sus amigos, amante del buen vino y la poesía y, por encima de todo, de sus tres queridísimas mujeres.

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