Olimpia fue una importante polis griega en el noroeste del Peloponeso, famosa por su santuario religioso dedicado a Zeus, el dios de dioses. Su nombre emparenta directamente con el monte Olimpo, la legendaria morada de estos, el más alto de Grecia, situado a más de quinientos quilómetros al norte y de casi tres de altura entre las regiones de Tesalia y Macedonia. También con los llamados Juegos Olímpicos, celebrados en honor del dios una vez cada olimpiada (período de cuatro años), que se mantuvieron vigentes durante más de un milenio hasta su prohibición definitiva por los emperadores romanos. Hoy nos vamos en una excursión de un día a Olimpia, la ciudad de los juegos.
Fue ciudad importante y centro de peregrinación panhelénico, pero el tiempo, los saqueos, las invasiones, los desastres sísmicos y las inundaciones del río la condenaron a la destrucción y al olvido durante muchos siglos. Hoy solo existen sus ruinas, descubiertas y excavadas por arqueólogos alemanes en el siglo XIX, ahora protegidas, junto a las que se levanta su moderno y pedagógico museo. En la cercana colina de Drouva, su descubrimiento ha propiciado el nacimiento de un nuevo pueblo que vive del turismo. Los escritos de Pausanías, viajero impenitente por la Grecia ya romana, fueron la referencia exacta para el descubrimiento de este interesante sitio arqueológico: bajo el monte Crono y en la confluencia de los ríos Alfeo y Cladeo.
Y allí estaba, efectivamente, oculto bajo una gruesa capa de limo y de abundante vegetación. Y aquí estamos ahora nosotros, en el pequeño puente sobre el río, rodeados de verde y a punto de entrar en el recinto sagrado. El paseo de acceso, de grava fina, está envuelto por altos árboles y plantas diversas a modo de cuidado jardín botánico. La entrada noroeste es una amplia avenida, paralela al río, rodeada de piedras milenarias de todo tipo, restos de muros, esculturas y columnas esparcidos que serán la tónica en todo el recorrido, al igual que en la mayoría de los yacimientos primitivos. No queda más remedio que ir a las crónicas y, sobre todo, ponerle mucha imaginación. Nos recibe, ya en la zona sagrada, el monumento porticado y circular que Filipo levantó más tarde como homenaje a los triunfos militares macedonios, ahora apenas tres columnas unidas por un deteriorado arquitrabe.
Tras él, el rectángulo de piedra del Hereion, el templo de Hera, la mujer de Zeus y diosa reina (la Juno romana); apenas en pie, su planta y sus columnas aún delatan una ilustre prestancia. A continuación, en la larga franja que va hasta el estadio por la ladera del monte Crono, erguido al norte, a nuestra izquierda, se ubicaba el altar de la hecatombe (con el significado original de “cien bueyes”), el sacrificio de animales: al dios se elevaba el humo de grasa y cenizas, y la carne era para disfrute de todos los participantes en la fiesta; el receptáculo de la llama olímpica; y la terraza de los tesoros, valiosas ofrendas artísticas (esculturas, pinturas, pequeñas capillas) y joyas de oro y plata. La entrada al Estadio, fuera ya de la zona religiosa, entre altas paredes de piedra con la bóveda apenas apuntada, nos convierte en atletas por unos minutos y nos lleva a un enorme campo abierto, rodeado de pradera y bosque, con una larga pista rectangular de tierra para los velocistas (no había pruebas de larga distancia, como el maratón, por ejemplo, invento moderno: un estadio era una medida de longitud algo menor de dos hectómetros), entre dos taludes también de tierra, donde los espectadores animaban de pie; aún se conserva la huella de la pequeña tribuna de los jueces, así como la de las líneas de salida y meta, en piedra.
Los deportistas competían desnudos (la palabra gimnasia viene de un vocablo griego que significa “desnudo”). Resuenan aquí las historias y anécdotas de los Juegos, que se distribuían por todo el recinto deportivo, anexo al santuario, según las diferentes modalidades: la de la madre con dos hijos campeones que transgredió la prohibición de entrar donde los hombres competidores y fue perdonada porque aquel par de hermanos eran los héroes del momento; la del viejo campeón de lucha, ya retirado, que pudo dar la vuelta de honor con sus dos hijos, ahora también púgiles vencedores coronados de olivo, entre el fervor del público; la del caballo, en fin, que en el hipódromo (al sur, hoy desaparecido) cruzó el primero la meta pero sin jinete y fue declarado vencedor: ganaban el caballo y su propietario, no el que lo montaba.
Regresando a la zona noble por el borde sur, pronto encontramos a nuestra derecha el corazón del santuario: el gran templo de Zeus, que hoy duerme sobre el suelo como un rompecabezas de piedras gigantes. Dicen que no falta ni una pieza, que está todo aquí catalogado y completo, pero que los expertos no han querido reconstruirlo para dar testimonio real de la destrucción del tiempo. Sea como sea, a la vista de las columnas y de los capiteles, de descomunales dimensiones, y del colosal desguace de restos esparcidos y amontonados sin orden ni concierto aparentes, uno puede hacerse una idea de la grandiosidad del monumento. Y del ambiente de fiesta continua, religiosa y mundana, donde una multitud de ciudadanos, ricos y menesterosos, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, venidos de todos los pueblos del mundo helénico, compartían incansables el fuego, las viandas, el vino, la oración y el deporte en unas jornadas pacifistas (la guerra se detenía durante los Juegos) dedicadas a los dioses, entre calles engalanadas, bellos jardines y nobles construcciones.
Siguiendo el sendero a lo largo de todo el fondo, y de nuevo en zona secundaria, nos encontramos sucesivamente con unos Baños romanos aún en pie (la argamasa, en lugar de la piedra, resiste mejor la furia sísmica); el Taller de Fidias, medio reconstruido, donde el gran escultor realizó la famosa Estatua de Zeus, una de las maravillas del mundo antiguo, sentado dios gigante en oro y marfil, desaparecida para siempre tras el saqueo del templo principal, donde brillaba espléndida; y dos edificios porticados destinados al entrenamiento y la competición: la Palestra, de planta cuadrada, para luchadores y saltadores, y el Gimnasio, rectangular y abierto, para corredores y otros atletas. Había, en fin, muchas otras construcciones religiosas, administrativas, residenciales, de servicios o simplemente decorativas, para atención de los sacerdotes, autoridades, benefactores, deportistas y público. Toda una verdadera ciudad, que fue creciendo con el tiempo y luego fue abandonada hasta su completa desaparición, dejándonos el valioso documento de sus ruinas, que se siguen excavando para completar, en lo posible, su aportación histórica.
Aportación que se aclara y complementa en el Museo aledaño, un precioso edificio blanco reformado en época reciente, que visitamos a la salida, con muestras del arte del lugar desde la prehistoria hasta la desaparición de la ciudad. Se aconseja ojear, primero, la gran maqueta de entrada, que permite hacerse una idea clara y completa del viejo santuario. Y luego ir reconociendo las joyas artísticas de sus diferentes salas: las metopas y frontones del templo de Zeus, con relieves esculpidos en mármol blanco sobre la mitología clásica; la Victoria de Peonio, desfigurada y sin alas, una de las ofrendas al dios, también en mármol; el Hermes de Praxíteles, estatua canónica del Mercurio romano hallada en el templo de Hera; y una reproducción de la referida estatua de Zeus cuyo original había salido del Taller de Fidias. Entre muchas otras piezas, objetos y esculturas de todo tipo que pueblan estas amplias y luminosas estancias.
*Esta excursión es perfecta para hacerla junto con otras paradas como Micenas o Corintio. Asimismo, te invitamos a recorrer el centro de Atenas para saber lo que te espera en este viajazo a Grecia.