¡Santificado sea su nombre! En la isla balear de Ibiza, antigua tierra de colonos, donde la cruz se adelantaba bajo la protección de la espada como avanzadilla de la posterior repoblación, se mantiene una curiosa y aplastante santidad en su toponimia. Salvo la capital, Eivissa (nombre de origen púnicofenicio o aun anterior), con su pequeño municipio sureño, la mayoría de sus pueblos tienen nombre de santo.
Empezando por sus otros cuatro ayuntamientos, más sus respectivas capitales homónimas: san Josep, suroeste; san Antoni, centro; santa Eulària, este; y san Joan, norte. Siguiendo por los pueblecitos que en ellos merece la pena, respectivamente, visitar: san Agustí, santa Agnés, san Carles y san Llorenç, entre otros.
Y acabando en la pequeña isla de Formentera, prolongación natural del territorio ibicenco, con sus dos núcleos principales: san Francesc, la capital, y san Ferran. Y hay más. ¡Menudo repaso al santoral! La toponimia costera, sin embargo, se muestra laica y terrenal en la denominación popular de playas, calas, cabos, faros, torres de defensa, miradores, puertos, islitas, islotes.
Solo a modo de ejemplo, mencionaremos ahora algunos de probado interés: al suroeste de la isla grande, las playas de Comte, con su torre d’En Rovira y la isla de la Conillera, y, bajando hacia su extremo meridional, la Cala d’Hort, frente al islote de Es Vedrá, muy cerca de los acantilados rojizos de Port Roig; y, en la isla hermana, la playa de Es Pujols, al norte, y el mirador y el faro de La Mola (donde las lagartijas pitiusas, únicas, endémicas y bicolores, posan ante nuestras cámaras), al sur. Puede que esta laicidad perimetral sea cosa de la antigua piratería.
¡Piratas a la vista! Sí, porque corsarios y contrabandistas eran los que se refugiaban, huyendo de las fuerzas del orden, en la Cova de Can Marçà, una cueva natural calcárea que hoy se puede visitar al norte de la isla, escondida en los altos acantilados que cuelgan sobre Port Balançat, cerca del pueblo de San Miquel.
Debido a la falta de agua, por la crónica escasez de lluvias, la gruta está actualmente fosilizada: se ha detenido la creación de nuevas estalactitas, estalagmitas y otras formaciones; el color de la piedra en el interior es mucho más blanco que el normal en lugares de este tipo; los acuíferos y cataratas son tan artificiales como el juego de luces que los magnifica.
Lo mejor, sin duda, es su enclave. Desde una zona verde, alta y boscosa, se accede a ella por un camino de zig-zag, escalonado y muy pendiente, labrado en plena roca sobre el precipicio, desde el que se contempla una magnífica y amplia panorámica de toda la bahía: arriba la alfombra de los pinares, abajo el pequeño puerto con su playa blanca (el agua, esmeralda y turquesa, deja entrever la sombra oscura de la pradera submarina de posidonia oceánica, esa beneficiosa planta mediterránea que limpia el agua, protege el litoral y conforma un ecosistema único en el mundo), y al fondo el escollo rocoso de la isla Murada, donde vive otra exótica clase de lagartija prehistórica.
Para reponer fuerzas, nada mejor que un buen plato marinero en el arenal acogedor de Cala Xarraca, muy cercano al este. Y, hablando de piratas, cuando unos días más tarde pasamos en el ferrybús a la isla sureña, unos formenteranos nos cuentan orgullosos que, antiguamente, para escapar de los ataques filibusteros, los moradores de la capital se refugiaban, con animales y enseres, en su parroquial iglesia de Sant Francesc, construida cuando la repoblación a principios del XVIII. En efecto, el templo es una mole cuadrangular de piedra, blanca en su fachada y en su diminuto campanario, hermético y macizo, de gruesos muros y sin apenas vanos, ideal para encerrarse a cal y canto y esperar a que amaine el temporal mientras se produce el milagro protector del santo patrón. El dato, histórico donde los haya, podemos comprobarlo, luego, en el Museo Etnográfico vecino.
¡Blancura de sal! Lo primero que se ve al pisar el aeropuerto de Ibiza, al sur, cerca de la capital, a través de sus altas cristaleras, es el blanco de la sal de Ses Salines, un territorio que se extiende, sin solución de continuidad, por la parte norte de Formentera, incluido el estrecho marino interinsular y los islotes que lo salpican, y que hoy conforma el Parque Natural de su nombre, zona protegida de marisma, dunas, pinares y arenal.
El conjunto de balsas, estanques, canales y depósitos, larguísimos y paralelos, como enormes piscinas marinas evaporándose en perfecta formación al sol, da al paisaje un toque especial. En el lado ibicenco, destacan la playa de Ses Salines, chic y saturada siempre, y la de Es Cavallet, dunar abierto y de larga tradición nudista; en el formenterense, la playa de Ses Illetes, donde los pescadores y los bañistas se mueven a merced del viento y las sendas entre las dunas protegidas invitan al paseo. Con una caldereta de marisco en el chiringuito pirata, bandera negra y calavera, rematamos la faena. Pero no es solo ese “oro blanco” el que reluce, claro y descollante, por todo el dominio de las Islas Pitiusas.
Blanco es también el color que domina en construcciones, casas, chalés, chiringuitos y muros que se arraciman en los siempre reducidos núcleos urbanos y salpican el campo, aquí y allá, haciéndose un hueco entre los pinares por los montes y los cantiles para alejarse del valle o acercarse a la mar; blanco purísimo el de las iglesias y sus cementerios aledaños que, brillando a lo lejos, anuncian el centro de cada pueblo; blanco el de las velas y cascos de las embarcaciones de todo tipo que menudean por sus tranquilas aguas; blanca la ropa fresca y veraniega que permite lucir su bondadoso clima, esa moda ad lib que tuvo su apogeo en la época hippy y que aún hoy triunfa en los muchos mercadillos existentes.
Entre ellos, destacamos el ibicense de Punt Arabí, al este, por su refrescante enclave de pinos y palmeral, al lado de la playa y puerto de Es Canar y de Santa Eulària del Riu (¡el único río de la isla y completamente seco!), ciudad de magnífico paseo marítimo, playas, puerto deportivo, senda ribereña y Centro de Interpretación fluvial sin río, en una de las zonas de más ambiente turístico de la isla. Blanca la arena finísima, limpia y ardiente de sus numerosas playas; blanca, en fin, la radiante luminosidad de su aire, esa luz mediterránea que todo lo enciende, en benéfica pugna con los increíbles azules que la envuelven. Justo enfrente, en el centro de la costa oeste, compite en buena liz la bahía de Sant Antoni de Portmany y sus alrededores, con múltiples ofertas de todo tipo.
Allí nos despedimos, concretamente en el Johnny’s Pub, bajando hacia el suroeste, entrando ya en el municipio fronterizo de Sant Josep de S’Atalaia, hacia la mitad de la calle Calo; es un bar para turistas ingleses, pero las copas, la amabilidad y la conversación de Javier, joven barman local y propietario, lo hacen muy agradable y familiar. Si acaso os caéis por allí, no dejéis de saludarlo de nuestra parte.
El territorio pitiuso es muy pequeño, todo está a mano, barato el alquiler de un utilitario y las carreteras cumplen. Así que ánimo y a perderse por la recortada costa o el escarpado interior. En cualquier rincón puede aparecer la sorpresa.