Imagina un país con muchos paisajes, todos ellos con encanto salvaje (su catálogo que va del hielo al magma) y el ritmo tranquilo de los lugares no tan poblados. Un país con mil caras por descubrir. Eso me pareció Islandia en el poco tiempo que tuve para recorrerlo (3 días completos, drama de vuelo mediante) y me encantó sentirlo tan fuerte. No había tiempo que perder. Fue el viaje de 2024 y al final fue. Hoy os cuento los lugares y las impresiones que nos fascinaron de este país.
La llegada, trastabillada
Creo que no hubiera creído a alguien que me hubiera contado lo que al coger el vuelo a Islandia pasó. Llegamos pronto al aeropuerto con mucha ilusión y el vuelo transcurrió con normalidad. Luca no se dormía pero estábamos entretenidos. Fue justo cuando se impacientó un poco cuando el piloto anunció por megafonía que por condiciones meteorológicas teníamos que volver a Madrid. Y la pesadilla sucedió. Llegamos a nuestra ciudad de origen, intentamos gestionar el cambio de vuelo (tan solo nos dieron un teléfono) y fuimos a descansar un rato, ya que tenemos la suerte de vivir cerca del aeropuerto.
Pero la única solución factible era viajar el siguiente miércoles (era sábado), con la consecuente reducción de nuestro viaje del año. Fue duro asimilarlo, pero eso es otra historia. Volvimos al aeropuerto remontando la situación y aunque aún tuvimos un percance, llegamos a Islandia con las ganas más despiertas si cabe. Tendríamos tres días completos en el país, algo era algo. Sin entrar en más detalle no quiero dejar pasar la oportunidad de contar que la gestión de Iberia Express fue horrible y que si lees esto, eligas a Play para volar pues dicen que ellos son más fiables.
Primera e intensa jornada: de Seljalandsfoss a Jökulsárlón
Lo bueno de perder el primer avión es que redujo la incertidumbre en el viaje y nos dirigió a los principales atractivos de la ruta que teníamos trazada (del suroeste al sureste del país). Dicen que no hay mal que por bien no venga y luego descubrí que así dejamos de lado la cara más turística de Islandia (todo lo que está cerca de la capital, Reikiavik) y fuimos directamente a lugares que nos robaron el corazón.
La primera parada fue Seljalandsfoss, una catarata impresionante que se precipita desde tal distancia que deja un hueco muy amplio por detrás del agua para poder pasear. Tiene además un camino que recorrer en las inmediaciones, donde nos comenzamos a empapar del paisaje islandés y el siempre poder absorbente de la naturaleza. Es imposible no recordar aquí que para mí es cada vez más complicado encontrar un momento para organizar un viaje y es precisamente ese instante, donde todo sucede, el que se me queda pegado a la piel.
Skógafoss, otra de las imprescindibles
Sin mucho tiempo que perder, nos dirigimos a la siguiente cascada: Skógafoss, otra de las imprescindibles. Esta es algo más ancha y el caudal del agua genera una vista y una sensación impresionante. Además de generar otra impresión de esas que no se olvidan, en este punto se pueden subir 400 escalones que rodean lateralmente la cascada para llegar a una zona donde la naturaleza y el agua te envuelven.
El paseo puede alargarse y merece la pena, pero nosotros íbamos con el tiempo justo y un bebé de algo más de dos años que sigue requiriendo brazos al rescate. Por eso no le dedicamos quizás todo el tiempo que mereciera, pero nos encantó.
En Islandia también se disfrutan las vistas al mar
Quizás una de las mejores cosas que tiene Islandia es que, como adelanté al inicio, es capaz de hacerte sentir que estás en muchos sitios a la vez. Los paisajes y el clima cambian en cuestión de segundos. En el punto que estamos del viaje, pronto dejamos el verde y cataratas por un paisaje más rocoso y vertical cerca del mar. Así llegamos a Dyrhólaey, donde lo más interesante es pasear un poco y disfrutar del viento en la cara y el horizonte marítimo. Estos acantilados, con un peñón saliente muy reconocible, forman un enclave precioso.
Aún nos quedaba un último lugar para explotar el primer día en el país: la playa de Reynisfjara Beach, donde fuimos en un momento. Aunque aquí había bastante expectación porque es uno de los escenarios de Juego de Tronos, además de ser realmente bonita, disfrutamos mucho de su arena negra y las vistas. Incluso nos mojamos al intentar conocer mejor sus extremos, sintiendo el vértigo de las pequeñas aventuras.
Islandia nos estaba ofreciendo unos lugares increíbles y las malas sensaciones de los días previos habían desaparecido completamente envueltas en una emoción a flor de piel por tremendo viajazo.
Segunda jornada: día de glaciares y naturaleza salvaje
El primer día llegamos al hotel donde descansaríamos tras las jornadas más intensas del viaje. Tuvimos suerte porque si bien los hoteles no tenían cancelación gratuita, los días que pudimos viajar coincidieron con el mejor alojamiento de los que teníamos reservado: el recién estrenado Hótel Jökulsárlón – Glacier Lagoon Hotel.
Nos encantó porque en esta zona, al contrario de otros puntos del viaje, apenas había poblaciones cerca y tuvimos la sensación de tener un trocito del país para nosotros. Soy de la opinión que la masificación es difícil de parar en el turismo (y partidaria de frenarla, pero a la vez entendiendo su existencia), pero precisamente por eso necesito encontrar en cada destino lugares que disfrutar en relativa soledad.
Y allí, en los alrededores de aquel hotel y con la laguna glaciar más chula de Islandia a un paso donde poder ir en las horas menos frecuentadas, encontramos nuestro rincón. No teníamos mucho tiempo, pero intentamos ir por caminos que no llevaban a ningún lado, “asomando el morrillo” a la nieve del glaciar y compartiendo un ratito con las ovejas, protagonistas constantes en todo el viaje.
Fuimos al glaciar de Jökulsárlón a primera hora aquella mañana, pero un frío polar hizo un poco extraña la experiencia de pasear por un lugar impresionante. El avanzado deshielo ha creado un lago con grandes bloques de hielo donde se pueden avistar focas y de una belleza difícil de explicar. Pero el clima a veces acompaña la experiencia y nuestra sensación fue de querer salir de allí rápidamente.
Fjallsarlon: otro glaciar lleno de encanto
Nos tomamos un café en uno de los pocos establecimientos de la zona (al lado de una gasolinera) y retomamos la ruta visitando el glaciar de Fjallsarlon. De nuevo acompañados de un frío bastante intenso, en este lugar se puede hacer una pequeña ruta circular que disfrutamos muchísimo ya que la actividad física disminuye un poco la sensación de frío. Y lo que veíamos era bestial. La lengua del glaciar se ve a pocos metros y la laguna está plagada de grandes rocas de hielo. Nos acercamos a la orilla y el pequeño Luca cogió un bloque y entonando un “yo hielo” se llevó a la boca un trocito del país. Lo disfrutamos muchísimo a pesar del frío.
Stokksnes: un paisaje lunar que merece mucho la pena
En la tarde y después de que Luca llorara mucho al levantarse de la siesta, se durmió y decidimos seguir la ruta hasta Stokksnes, un paisaje brutal algo alejado pero que sin duda merece la pena. Este paraíso natural está pegado al mar y cuando baja la marea la naturaleza resplandece y el agua hace de espejo. Las dunas de arena negra añaden un elemento perfecto para aumentar el atractivo de este paraje lunar.
Cuando lo visitamos amenazaba lluvia pero aún así paseamos por la zona y llegamos al límite de la península, donde habíamos leído que hay focas y nos sentamos a esperarlas. Así apareció una, mirándonos fijamente, y disfrutamos de ese momento en que los animales nos saludan en los viajes. Momento más especial si cabe con un bebé. Esta zona, además de sus atractivos ya mencionados, añade al catálogo de paisajes un montón de nuevos horizontes que son suficientes para que merezca muchísimo la pena acercarse.
Jökulsárlón: un paisaje para gozar… a la segunda
Ese día aún tuvimos tiempo de volver a Jökulsárlón para disfrutar del sol infinito de esta época en Islandia. Era junio, las diez de la noche y volvimos con la esperanza de que la experiencia fuera mejor. Y nos dejamos llevar hasta la Diamond Beach donde apareció otra protagonista inesperada: una foca que salió a descansar a la orilla y nos dejó maravillados. Aquí nos dimos cuenta de la importancia de estar en el lugar indicado en el momento apropiado y la suerte que tuvimos de poder volver a Jökulsárlón con un tiempo mejor. ¡Nos encantó!
El tercer y último día: volver y descansar en la Blue Lagoon
El viaje fue corto pero sin duda muy bien aprovechado. Pero tuvimos un precio que pagar: el tercer y último día para nosotros (aún viajábamos al día siguiente pero ahí teníamos poco tiempo) transcurrió prácticamente en el coche. Los paisajes, aunque seguían siendo impresionantes, perdían el brío de los días previos. Las ganas, aunque aún se mantenían a flote porque nos quedaba la Blue Lagoon por visitar, flaqueaban. Los ánimos del inicio del viaje cedían ante lo que sabíamos que era un final muy precipitado.
Aún nos quedó una parada en el camino, el cañón de Fjaðrárgljúfur, del que me habían hablado maravillas. La cuestión es que aún teníamos bastantes horas hasta llegar a la Laguna Azul y todo camino se alarga cuando se hace con un bebé de dos años. Por eso, tras unas primeras vistas y sin ser conscientes que lo mejor estaba a un paso, volvimos sobre nuestro recorrido y despedimos el lugar, que con todo, nos dejó un buen sabor de boca.
¿Merece la pena la Blue Lagoon? Para mí no
El tramo que nos quedaba se nos hizo pesado, la verdad. No hubo más paradas intermedias y llegamos a la Blue Lagoon algo cansados. Era un buen plan para este momento, pero quizás por todo el mood del final del viaje, entré con mal pie desde el inicio.
Otro añadido es que hasta entonces solo habíamos pagado los parkings que daban acceso a los lugares y la Laguna Azul cuesta unos 100 euros con derecho a albornoz y una consumición. Al final, nos movimos de un lado a otro en esta piscina con aguas termales y la sensación era relajante, pero era imposible pensar que era la actividad más encorsetada y artificial de las que habíamos disfrutado. Por eso ante la pregunta de si merece la pena, lo siento, pero en mi opinión más sincera la respuesta es no.
Bien relajados y con algo de pena pasamos la última noche y ni siquiera intentamos conocer la capital del país por falta de tiempo. Cerramos un viaje extraño, pero fascinante, con la promesa, quizás a futuro incumplida (aunque ojalá que no), de volver a un país donde no todo salió como queríamos.
Datos prácticos Islandia
Dónde dormir: nuestros alojamientos fueron dos más prácticos, cerca del aeropuerto y en Reikiavik a la vuelta. Y uno más especial, que ya adelantamos: el Hótel Jökulsárlón – Glacier Lagoon Hotel. Los dos primeros estaban bien, sin muchos lujos, pero perfectos para pasar la noche (el segundo especialmente también para poder comer allí si es necesario, ya que es un apartamento).
El Start Keflavík Airport está cerca del aeropuerto (a unos 7 kilómetros) y aunque parece un motel, es perfecto para pasar la noche. En Reikiavik elegimos los Lundur Apartments, en una zona algo apartada pero perfecta para aparcar y con zonas verdes muy cerca para poder también echar un rato si tienes peques.
El Hótel Jökulsárlón – Glacier Lagoon Hotel puede considerarse de un nivel alto. En consonancia con el precio (unos 350 euros la noche), el lugar está decorado con mucho mimo, se sitúa muy cerca de la laguna glaciar más conocida del país y las habitaciones son realmente cómodas. Más allá de eso, es de destacar las comidas, especialmente el desayuno (que está incluido) y que es de los mejores que he probado en mi vida (teniendo en cuenta que tampoco me doy grandes lujos). También cenamos allí un par de días, disfrutando de las instalaciones y la comida.
Todo depende de lo que busques, pero yo, ahora que solo hago un viaje al año, disfruto en extremo de estos lugares que hacen de la experiencia algo más redondo.