*Esta es la segunda parte de un artículo con dos. Si quieres puedes leer la primera aquí: Maratón de Nueva York: el mejor espectáculo del mundo I.

Siguiendo siempre hacia el norte, se van dejando a la izquierda los tres grandes puentes que cruzan el río East hacia el bajo Manhattan, primero los dos vecinos de abajo (el afamado y peatonal de Brooklyn, de obligada visita, que arranca de los Brooklyn Heights, barrio de casas antiguas y moderno parque fluvial, y luego el viario puente de Manhattan; tras ellos, el sur manhattiano despliega su alta y recortada silueta de cemento, vidrio y acero) y más arriba el puente de Williamsburg, que parte del barrio de su nombre.

Residencia de artistas y con impronta sobre todo centroeuropea y dominicana, es este un verdadero fortín de las tendencias más actuales de la cultura alternativa y una zona más cerrada, donde las calles se acortan y estrechan haciendo que el supergrupo multicolor y pedestre se estire y apriete en medio de un túnel de voces y pancartas que lo envuelven y lo espolean hasta el ecuador de la carrera (aquí empieza de verdad, a partir de este kilómetro 21 que señala el medio maratón; y las piernas, a pesar), poco antes de cruzar el puente de Pulaski sobre el canal que sirve de frontera con el tercer distrito: Queens.

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El mayor y más multiétnico, auténtica ciudad dormitorio en constante crecimiento (se trabaja al otro lado del río, pero se vive aquí), con comunidades arraigadas y otras más recientes, fuerte desarrollo económico, alto nivel de vida y moderna oferta museística, amén de pujantes zonas residenciales y de ocio (al oeste, algo alejado de nuestra ruta, está el enorme parque público que alberga las pistas del US Open de tenis y el estadio de los Mets, el famoso equipo de béisbol). Pero los corredores van a tocarlo poco, ya que pasado el barrio de Long Island City, una verdadera ciudad, girarán a la izquierda para cruzar el enorme puente de Queensboro sobre las aguas del East y la alargada y estrecha Roosevelt Island, justo en el kilómetro 25, y entrar ya en Manhattan, el cuarto distrito y el corazón de la ciudad, el Nueva York de los turistas, del cine, de la literatura y de casi todos los símbolos con que se identifica esta gran urbe.

Entrada ya en Manhattan

Enseguida se alcanza, a la altura de la calle 59, la Primera Avenida, que hay que subir en paralelo al río, cercano al este, y a Central Park, más alejado al oeste, remontando el Upper East Side hasta llegar a Harlem, a la altura de la 126. Hemos entrado en la parte dura de la carrera, una larga recta que parece no acabarse nunca, sin tregua y picando hacia arriba, donde rebasaremos con creces el kilómetro 30, cuando ya todo el cuerpo empieza a protestar y las pulsaciones se disparan. Pero el público entregado que se agolpa a lo largo de esas sesenta y siete calles, sin apenas un hueco, es una inyección de fuerzas que arrastra a los corredores hasta el final del difícil tramo para que, puente Willis Ave mediante, crucen el río Harlem y entren en El Bronx, el quinto distrito de los cinco que conforman la ciudad y el único propiamente continental, porque los otros cuatro se ubican en islas.

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De población mayoritariamente latina y afroamericana, es la sede de los Yankees, el otro gran equipo neoyorquino de béisbol, y cuna del hip-hop rapero y de graffiti, del crimen organizado, de las bandas callejeras y de las canchas de baloncesto que proliferan en cualquier esquina. El New York profundo de otros tiempos, actualmente muy mejorado, recuperado en su mayor parte, por más que se siga recomendando prudencia para adentrarse en algunas de sus calles en determinadas circunstancias.

No es el caso, pues hoy vamos bien escoltados y seguros y solo recorreremos una pequeñísima parte suroccidental del suburbio, para volver a cruzar el río, esta vez por el puente Madison Ave de la calle 138, que nos deposita en la Quinta Avenida más norteña, ya definitivamente en Manhattan, en pleno Harlem, el barrio negro por excelencia, de pasado conflictivo y hoy integrado por completo, que alberga la Universidad de Nueva York, la prestigiosa Columbia University, y el atractivo del Gospel tradicional, ese maravilloso sincretismo musical afrocristiano, en sus numerosas iglesias.

En este tramo final, el más decisivo sin duda, toca desandar en paralelo las zancadas antes dadas por este distrito principal, bajando ahora a lo largo de esa avenida, la más famosa. Poco antes de sortear el pequeño parque de Marcus Garvey Memorial, abordamos por fin el fatídico kilómetro 35, el llamado “muro” en el argot maratoniano, ese momento crucial en que el glucógeno muscular se ha evaporado, se enciende el piloto de la reserva de energía, los ligamentos, tendones y articulaciones alcanzan su máxima tensión y acechan los calambres, las contracturas y otras lesiones que pueden dar al traste con la empresa cuando menos se espera.

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Todos resuellan de lo lindo, algunos ya empiezan a pararse, otros a caminar, sobre todo en los repechos, los más tocados requieren la asistencia médica. Muchos empiezan a bajar el ritmo y los que aún conservan mínimas fuerzas comienzan a adelantar “cadáveres” detenidos, andantes o que trotan débilmente para poder continuar. Aumentan los abandonos, que ya habían empezado antes. Es el momento de la fuerza mental, de la preparación sicológica, la prueba de fuego del verdadero corredor de fondo.

Si las piernas sufren, si el corazón va a tope, si los pulmones no dan abasto, si la columna se queja, si el estómago se rebela, hay que dar paso a la cabeza: hacerse con el control en lo posible, serenarse, refugiarse más aun en la complicidad del público, beber siempre, meter algo de sólido si cabe y, sobre todo, pensar en positivo: ha pasado lo peor, ya queda poco y la mayor parte por zona verde y céntrica, más acogedora y favorable.

El final de la carrera

El cerebro tiene que imponerse al físico, ya seriamente mermado por la distancia, el reloj, el viento, el frío y el desgaste general. La hora de la verdad. Superado el escollo, ya todo se va a desarrollar en Central Park, el gran rectángulo verde enclavado en pleno centro como un pulmón gigante. Se prosigue por su lado este, a lo largo de la Milla de los Museos, entre los que destacan aquí el Guggenheim y el Metropolitan. Sobrepasado el primero (casi pegado a la sede del New York Road Runners Club, el organizador oficial de la carrera), los corredores dejan a su derecha el Reservoir, lago mayor del parque, toman el Drive East (la carretera interior que bordea el enorme bosque urbano: ¡ni un metro sin asfalto!), circundan la mole arquitectónica del segundo y, ya siempre al amparo de la frondosa arboleda, que el otoño en su apogeo viste de todos los colores, rebasan el kilómetro 40 y continúan hasta la esquina suroriental del parque, llegando así por segunda vez la calle 59, que ahora encaran hacia el oeste.

Casi está hecho. La adrenalina se dispara y el atleta ya solo mira hacia delante, no hay marcha atrás, han desaparecido de golpe todos los miedos y todos los dolores, el esfuerzo de tanto entrenamiento está a punto de dar sus frutos, un contagioso optimismo lo invade todo y ya no hay quien lo pare. Ahora sí se deja llevar en volandas por un público cada vez más numeroso y atronador. Pero él/ella no ve ni oye ni siente, todo humedad en los ojos y emoción incontenible a punto de estallar, perdido en una nube que lo aísla hasta de sus compañeros de fatiga, el nirvana propio de quienes están a un paso de la gloria, en muchos casos por primera vez.

Desde la abarrotada plaza de Columbus Circle, Colón y el imponente rascacielos de la Warner le dan el último empujón hacia la meta, situada 400 metros Drive West arriba (en la zona del Tavern on the Green, el restaurante más famoso del parque, a la altura de la 67). Y, a pesar de que este último tramo vuelve a empinarse, el campeón no se da por aludido y pisa la meta con 42 195 metros (26.2 millas) en las piernas y en el alma, los brazos en alto para la foto de llegada, bajo el cronómetro del ansiado arco de triunfo, constancia para los nietos y la posteridad. Porque sabe que solo ahora se puede considerar un auténtico finisher, un elegido por los dioses del asfalto, un verdadero maratoniano.

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Este ingreso al paraíso de las grandes distancias, cercado por las vallas y las altas gradas repletas de espectadores enfervorizados de todo el orbe, los decibelios de la megafonía, los corredores que se abrazan tras el titánico esfuerzo, las primeras felicitaciones de los voluntarios y el sueño hecho realidad aún sin digerir del todo, llena al más frío de una alegría y una emoción que no se pueden describir con palabras. Hay que vivirlo: quien lo probó, lo sabe. La tensión se desborda. Los novatos saltan, gritan, cantan, ríen, lloran, se abrazan, besan el suelo, se arrodillan, se tumban, se dejan querer… sin aún creérselo del todo; algunos se derrumban, cojos o extenuados por la inmensa fatiga; los más veteranos vuelven a sentir la satisfacción y el cosquilleo de quien repite hazaña, otra muesca más en el incruento revólver de la competición, en su currículo maratoniano; unos y otros, todos sin excepción, vencedores contentos pero rotos al final de la batalla.

Ahora solo quedan los besos y el epílogo: colgarse la medalla (más bien medallón, en este caso), abrigarse bien, disfrutar de todos los servicios de la zona de llegada, que son muchos y variados, ir reponiendo combustible, darse un masaje o al menos estirar suavemente, sufrir la riada en procesión de los miles de colegas que van en busca de su bolsa o, directamente, de la salida, abrazar a los familiares y amigos que te esperan (si estás solo, no te preocupes: ya eres del club de los ungidos, el ambiente te arropa y te integras al instante), marcharse a la ducha para recuperar el tono, descansar un poco y salir a callejear (excelente ejercicio contra las malditas agujetas) y a descubrir los inagotables tesoros de esta interesantísima ciudad.

Para ir abriendo boca, si se quiere aprovechar la cercanía, el magnífico conjunto del Lincoln Center espera a unos pasos al oeste del parque; cinco calles más al norte, dentro de él, está el bucólico espacio de Strawberry Fields, homónimo de una famosa canción de los Beatles, donde se rinde homenaje a uno de sus vecinos más egregios, John Lennon, asesinado hace más de treinta años en el portal de su domicilio, el edificio Dakota, en la misma esquina de la calle 72, justo al lado de estos jardines de paz y fresas forever, remanso de quietud frecuentado por el extinto músico, ideal para empezar a recuperarse del torbellino de la carrera; y, justo otras cinco más arriba, el Museo Americano de Historia Natural, de recomendable aunque mucho más larga visita.

¿Fácil, correr un maratón?

Nada de eso, una distancia tan larga no la puede afrontar cualquiera. Pero tampoco es un imposible, sino algo al alcance de mucha gente. Como casi todo en la vida, es cuestión de proponérselo. No hay que olvidar que todos los domingos del año (y fiestas de guardar) y en muchos y muy diferentes lugares del mundo (¡hasta en la despoblada Antártida, con el hielo polar, la soledad y los pingüinos como únicos espectadores!), miles de atletas, aficionados la inmensa mayoría, están haciendo alguno. Con calor, con frío, con lluvia, nieve o lo que se tercie. Sin edad (es para mayores de 18, eso sí, como aquellas películas de antaño), economía (muchos, como este, resultan caros, es obvio, sobre todo si vienes de fuera, pero el que algo quiere…; pero los locales y cercanos son asequibles), religión, cultura, etnia, nacionalidad, ideología o estética que lo impida. Y sabiendo, además, que el maratón es una competición atlética inventada por blancos y que siempre ganan los negros, esos guepardos y panteras africanos con alto hematocrito y pulsaciones bajas a los que solo una minoría de elite es capaz de secundar… a la debida distancia.

Así que la plebe mayoritaria solo piensa en colocarse el dorsal (aquí sí funciona el espíritu olímpico de que lo importante es participar, qué remedio), aprovechar la oportunidad, compartir una jornada de júbilo, mejorar su propia marca si acaso, luchando siempre contra uno mismo, y sobre todo, sin preocuparse mucho del reloj, acabar la carrera. Procurando, eso sí, disfrutar en lo posible de la fiesta y celebrándolo luego con los más cercanos como se merece. Difícil desafío, claro, pero en el fondo, si te empeñas, solo hace falta tener salud, organizarse para sacar tiempo del trajín diario, empezar a caminar y correr poco a poco, usar unas buenas zapatillas de running, adecuadas a tu forma de pisar (si la ropa es también la apropiada, mejor, pero no es lo esencial), hacer primero bastantes kilómetros, seguir luego un sencillo plan de entrenamiento, decidirse cuando llegue el momento y… ¡suerte!

Si ya eres corredor y participas en carreras populares, te bastará con un trimestre para prepararlo; si partes de cero, claro está, necesitarás un periodo de iniciación más largo, gradual y sostenido (como medida preventiva, tampoco estaría de más empezar con una completa revisión médica, mejor con prueba de esfuerzo incluida; como medidas complementarias, una vez en marcha, las frecuentes visitas al gimnasio y un suplemento minerovitamínico estacional serán siempre una valiosa ayuda), y luego, si acabas logrando que te entre el gusanillo,  participar antes en pruebas de menor distancia, con aumento progresivo, hasta que te veas dispuesto a dar el gran paso.

Aunque hay quien debuta en el maratón de Nueva York, no es lo frecuente ni mucho menos lo recomendable, pues no es este precisamente de los más fáciles, todo lo contrario. Lo ideal sería hacer antes alguno más favorable, para luego afrontar el reto americano con más seguridad y confianza. Empezar a correr es duro; hasta que el organismo se va adaptando suelen aparecer molestias, dolores, pequeñas lesiones, aburrimiento, desgana, impotencia… Sin embargo, pronto el esfuerzo y la constancia dan sus frutos: se disparan las endorfinas, el aparato locomotor adquiere la firmeza, la potencia y la flexibilidad necesarias, el corazón se agranda, los pulmones se renuevan, se atempera el sistema nervioso y se adquieren una ligereza y una sensación de bienestar total. Es entonces cuando empieza a gustarte. Nace la euforia. Y ya no hay quien te pare. Luego vienen el pulsímetro, las marcas y el currículo. Y con ellos un potencial peligro: la adicción. Porque se acaba convirtiendo en una verdadera droga.

Pero, como no hay drogas sino dosis, la solución está en dejarse enganchar sin caer en el abuso: si era malo no moverse, peor será convertirse de la noche a la mañana en un nuevo Forrest Gump que sin duda acabará neurótico perdido, lesionado para siempre, reñido con el mundo y sin conseguir lo que pretendía. A disfrutar corriendo y a correr disfrutando; prudencia, muchacho, prudencia, que diría don Quijote si el buen Sancho se empeñase en rebajar su orondo volumen trotando por la familiar planicie manchega a imitación de su sufrido jumento.

Correr, sí, pero con cabeza: calentar antes, estirar después, mantener una mínima continuidad sin excesos, descansar lo necesario, no obsesionarse con las marcas, saberse un simple aficionado, tener presente que en la vida hay cosas más importantes (siempre compatibles, por otra parte, con el ejercicio físico si uno se sabe planificar) y, sobre todo, salir en todo momento a pasárselo bien. Solo así proporciona grandes beneficios: salud, placer, deporte, amistad, viajes, naturaleza, soledad, silencio, concentración, autoconocimiento, libertad, autoestima, disciplina, pasión… además de mantenerse en forma, adelgazar, liberar tensiones y, lo más importante, ¡poder seguir corriendo! Si encima te abre las calles más céntricas de las grandes ciudades para ti solo y te permite conquistar lugares como Central Park, el centro del mundo, en olor de multitudes, qué más se puede pedir. Y todo sin el trágico destino de matar persas antes de arrancar y de morir al traspasar la meta, tal como reza la leyenda griega originaria. Ahora ya lo sabes, tú mismo. El que la sigue, la consigue. Atrévete, el mundo es para los osados. Te esperamos en el asfalto.

por Santiago

Santi Somoza, de estirpe asturiana en la desembocadura del Eo, allí donde ástures y galaicos se dan la mano, aferrado siempre a su clan galego-forneiro, hipermétrope enjuto, jubiloso jubilado, maestro de nada y aprendiz de todo, pacífico y socarrón, descreído, escéptico, indignado, viajero letraherido y maratoniano corredor de fondo, ave nocturna y perpetrador de tangos, amigo de sus amigos, amante del buen vino y la poesía y, por encima de todo, de sus tres queridísimas mujeres.

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