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Hoy salimos de Delfos camino del norte de Grecia. Lo hacemos con dirección este, en busca de la autopista costera que sube desde Atenas. Nuestro destino final es Meteora, pero aún queda bastante recorrido, con lo que os aconsejamos reservar dos días. No ha pasado mucho tiempo cuando nos encontramos, pegada a la izquierda de la carretera con el León de Queronea, una escultura en mármol que recuerda la victoria de los macedonios contra los atenienses durante una de las llamadas Guerras Santas, batallas que libraban las polis de la Grecia Central por el control del Santuario de Delfos, decisivo por sus enormes riquezas y la indiscutible influencia política de su Oráculo. Levantado sobre un alto pedestal de piedra en medio de un coqueto jardín de cipreses, es un homenaje a los caídos en la Batalla de Queronea, en una época que dejaba atrás la edad de oro ateniense para dar paso al dominio macedonio que culminaría con Alejandro Magno, ya en la segunda mitad del siglo IV a.C.

Remontando ya la costa, a considerable distancia y casi a la altura de la punta más occidental de la vasta isla de Eubea, nos desviamos brevemente para acercarnos a las faldas del monte Kalidromos, que, por su cercanía al mar, encajona uno de los pocos accesos entre el norte y el sur de este país tan montañoso: las “cálidas puertas” de las Termópilas, paso estrecho y casi obligado que, por su estratégica situación, fue continuo escenario bélico a lo largo de toda la Historia, desde la Antigüedad hasta la última Gran Guerra.

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Pero su batalla épica por antonomasia fue la librada por Leónidas, rey de Esparta, y sus Trescientos hoplitas, apoyados por un grupo de aliados griegos, todos masacrados por completo ante el poderosísimo ejército persa pero no sin antes conseguir retrasar el avance de este al sur, hazaña que impidió la conquista de Atenas. Aquí, a la izquierda de la carretera, al pie del montículo ajardinado donde reposan los restos de aquellos héroes, se han levantado dos monumentos funerarios en mármol y bronce: la estatua de Leónidas en pie, con la característica indumentaria militar espartana, sobre un alto muro con esculturas y relieves; y la del dios Eros, como homenaje a los voluntarios tespios (de una ciudad beocia cercana a Tebas) que se inmolaron con los espartanos. La leyenda grabada lo explica todo: “Forastero que has llegado aquí, vuelve a Esparta y di a los espartanos que aquí estamos por haber defendido las leyes de nuestro pueblo”.

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Aún nos queda un largo trecho. Continuando viaje, nos desviamos hacia el noroeste, dejando la costa del Egeo a la altura de Lamía, una ciudad bastante grande que rodeamos sin visitar, y al poco tiempo entramos en la región de Tesalia (de escaso protagonismo en la Historia clásica griega, un grupo de arqueólogos acaba de descubrir en ella, precisamente muy cerca de nuestra ruta, los restos de una antigua ciudad enterrada que pueden cambiar su papel y su importancia histórica). Es una tierra mesetaria en dos niveles bien diferenciados desde el mismo coche por el paso de uno a otro en fuerte pendiente y por ser un amplio espacio visible rodeado de montañas. También una de las zonas agrícolas más fértiles de Grecia, país cuyo relieve solo permite cultivar una quinta parte del suelo. A los ya sempiternos olivos, acompañan aquí viñedos, frutales, huerta, cereal y, lo que no habíamos visto hasta ahora, tabaco y algodón.

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En el centro de la planicie, alcanzamos la ciudad de Kalambaka, puerta de entrada de nuestro destino final: el valle de Meteora. Los cataclismos naturales y los caprichos del tiempo han modelado aquí un paisaje sobrenatural, un conjunto de rocas gigantescas, desnudas, y estilizadas que se elevan como descomunales columnas o dedos grisáceos, arrugados y agujereados por la erosión, dejando entre sí precipicios de vértigo tapizados de verde y ofreciendo sobre sus cimas solares impensables donde se levantan inexpugnables monasterios. Naturaleza y esfuerzo humano unidos para crear uno de los mayores espectáculos del mundo. La mitología religiosa lo ha atribuido a creación divina, bien como colosales armas con las que Zeus aplastó a los rebeldes Titanes, en versión pagana, bien como meteoritos llovidos del cielo, de ahí su nombre, en versión cristiana. Y si bien es cierto que semejan una obra titánica y que, sobre todo entre la niebla, se han visto como escondidas catacumbas suspendidas en el aire, su verdadero origen natural es bastante menos poético.

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Aunque se supone que estas inverosímiles montañas sirvieron siempre de refugio a vagabundos, solitarios, perseguidos y anacoretas, fue a partir de la época medieval cuando se desarrolló su actual ocupación, primero en cuevas naturales y humildes ermitas, luego en sólidas abadías que cuelgan de sus cimas como inconcebibles nidos humanos. Los conflictos bélicos y las represalias políticas supusieron la destrucción y la desaparición de muchas de ellas, pero aún sigue en pie un puñado que goza de buena salud y abre sus puertas a las visitas, numerosas a lo largo del año.

Desde Kalambaka, abajo en el valle, ya se divisan los enormes promontorios, que se ciernen sobre el caserío como oscuras amenazas rocosas. Pero es a partir de Kastraki, un pueblecito algo más arriba, donde uno se ve sobrecogido en un mundo diferente, solo apto para los intrépidos pioneros, religiosos y laicos que lo poblaron y domesticaron sin otros medios que la necesidad y los sueños. Desde la carretera, lo primero que destaca es una capilla excavada a la derecha en pleno farallón rocoso, donde se celebra cada navidad la tradicional fiesta de San Jorge de los Pañuelos, suponemos que para romeros sin vértigo. Subiendo y subiendo, girando y girando, empiezan a verse ya los primeros recintos estilitas colgados sobre el abismo aquí y allá en lugares antes inaccesibles, como casas colgadas de las nubes.

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Eso sí: visitado uno, visitados todos. Porque si son algo distintos en su ubicación, tamaño y arquitectura, no dejan de ser todos ellos santuarios ortodoxos de filiación grecobizantina, con los mismos ritos, iglesias, estancias y servicios, donde se exige respeto, silencio y recato (a las mujeres se les proporcionan largas sobrefaldas al respecto). Nosotros elegimos dos. El de Varlaam o de Todos los Santos y el de Roussanou o de Santa Bárbara. Ambos macizas edificaciones en piedra, ladrillo y madera sobre cimas panorámicas del conjunto aéreo y del valle, con iglesias repletas de bellos y valiosos iconos, pinturas y libros, donde los fieles se distinguen de los demás por sus modos rituales y su manera de santiguarse, con escaleras, puentes, corredores, pasadizos, miradores y sótanos, con tienda y museo donde contribuir a la ya holgada hacienda de la iglesia cristiana ortodoxa y, en fin, con algún pope de luenga y negra barba, dentro, ocupado en controlar las eternas obras de mejora del cenobio; y con los consabidos gatos y perros vagabundos, fuera, que pululan por doquier en este viejo país de los Balcanes, especialmente a las puertas de los lugares históricos, en busca de caricias y comida, orgullosos y confiados, como elementos vivos del patrimonio nacional.

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Como sorpresas particulares, en la primera de las visitas nos muestran un vetusto y original tonel de madera y el sistema elevador de red, carro y polea que allí usaban antes de contar con carreteras y grúas para subir y bajar personas y cosas por los peligrosos precipicios; y en el otro convento, el único regido por mujeres, monjas siempre vestidas de oscuro, destacan sus cuidados jardines, sus característicos torreones rosáceos y, sobre todo, sus vistas de postal sobre la ciudad y la extensa llanura, bien abajo, cruzadas por el mítico río Peneo y cerradas, al fondo, por las montañas peladas de la cordillera. Si este fantasmal territorio del aire es un buen lugar para la meditación y el desprendimiento, no lo es menos para montañeros y escaladores que, como los que ahora vemos trepar por uno de estos escarpados peñascos, vienen atraídos por el especial magnetismo que aquí se respira. Porque no será el cielo, pero se siente muy cerca.

*Si quieres recorrer otros puntos de Grecia con nosotros, te invitamos a leer otras partes del recorrido: la excursión a Olimpia, la visita a Delfos o un recorrido por el centro de Atenas. ¡Paradas de un país maravilloso!

por Santiago

Santi Somoza, de estirpe asturiana en la desembocadura del Eo, allí donde ástures y galaicos se dan la mano, aferrado siempre a su clan galego-forneiro, hipermétrope enjuto, jubiloso jubilado, maestro de nada y aprendiz de todo, pacífico y socarrón, descreído, escéptico, indignado, viajero letraherido y maratoniano corredor de fondo, ave nocturna y perpetrador de tangos, amigo de sus amigos, amante del buen vino y la poesía y, por encima de todo, de sus tres queridísimas mujeres.

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