Al oeste de Tokio, debajo del de Shinjuku, el de la macroestación y el barrio rojo, se encuentra el distrito de Shibuya, cuyo centro neurálgico gira en torno a la estación de metro y tren del mismo nombre. Y es justo a la salida de esta donde nos esperan dos de los símbolos más populares de la ciudad. Dentro de la pequeña plaza aledaña, en un acogedor rincón arbolado, se levanta la estatua en bronce de Hachiko, el perro fiel, que hoy es conocida en todo el mundo y sirve de referencia y punto de encuentro entre los habitantes de la capital japonesa. Donde el chucho vivió alrededor de un año con su amo, un profesor universitario al que acompañaba y esperaba todos los días a las puertas de la estación, puntualmente, a la ida y vuelta del trabajo.

Ocurría esto a mediados de los felices años veinte del siglo pasado. Pero su felicidad duró poco: el hombre murió de repente y el pobre canino, solo y sin su mejor amigo, se quedó esperándolo en el lugar de costumbre, impasible al tiempo del reloj y de las estaciones, y no se movió de allí hasta su propia muerte, ocurrida ¡casi diez años más tarde! Sobrevivió gracias a la atención y los cuidados de los vecinos y viajeros habituales, que sabían de sus andanzas y habían conocido al malogrado dueño.

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Emotivo homenaje al mejor amigo del hombre, cuya gesta se conmemora también en una fiesta anual de carácter popular y ha sido motivo temático de programas televisivos, videojuegos, cómics y películas. Una de estas, secuela hollywoodiense que traslada la trama a Estados Unidos y convierte a Richard Gere en el dueño del animal protagonista, estaba incluida, precisamente, en el programa de entretenimiento audiovisual que la compañía aérea ponía a disposición de sus clientes en nuestro largo vuelo trascontinental.

Al dejar la plaza nos encontramos casi de frente con el segundo atractivo del lugar: el cruce de Shibuya, un paso de cebra enorme formado por media docena de las consabidas zonas rayadas peatonales, trazadas aquí tanto en paralelo como en diagonal, en uno de los puntos urbanos más concurridos de la ciudad, es decir, del mundo. Que además tiene de especial, por si eso fuera poco, un original sistema de tránsito que lo hace único, espectacular: todo el tráfico rodado de las calles que confluyen en esa encrucijada urbana se detiene ante el semáforo a la vez, momento exclusivo para los peatones, que cruzan y se entrecruzan en todas direcciones, en silencioso y aparente desorden, sin ningún problema, como un enjambre seguro y entrenado. Hay que verlo para creerlo. Y la mejor manera de hacerlo, en este laberinto de grandes edificios, gigantescos neones publicitarios y magníficos escaparates que te reclaman sin cesar, es entrar en uno de los muchos pisos comerciales y contemplar el soberbio panorama a vista de pájaro.

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Quizá el más recomendable sea el local de esa franquicia cafetera mundial de cuyo nombre no quiero acordarme, que permite, a través de sus altas cristaleras colgadas justo encima del famoso cruce, recrearse en la vista aérea de la calle como si esta fuese el escenario de una película fascinante, con miles de actores anónimos e involuntarios moviéndose delante de la cámara, y nosotros los afortunados espectadores de una colorista sesión continua. La vida misma pasando sin cesar, natural y cercana, por delante de nuestros propios ojos de atónitos voyeurs. Porque estamos en uno de los barrios más comerciales de la capital, repleto de tiendas y grandes almacenes, de salas de juego y karaokes, cines y teatros, bares, cafeterías, restaurantes y espectáculos variados, donde las luces y la música, como en el cine, lo envuelven todo día y noche con un misterio especial que atrae al más pintado.

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Al norte del distrito, en Harajuku, el espectáculo continúa en la avenida Omotesando, arbolada y con gran oferta en gastronomía y tiendas de marca; en una de sus calles laterales, la peatonal y abarrotada Takeshita-dori, centrada en el consumo juvenil, donde es frecuente encontrarse con esas lolitas adolescentes tan exclusivamente japonesas, acicaladas princesas de porcelana, muñecas góticas, protagonistas de un cosplay callejero, infantilizadas y extravagantes y deseosas de llamar la atención; o en el cercano parque Yoyogi, confluencia dominical de diferentes tribus urbanas y actuaciones musicales en vivo y en directo.

No queremos abandonar Japón sin mencionar, al menos, su símbolo más venerado, conocido en todo el mundo: el monte Fuji, techo del país, una de las cinco montañas sagradas de los taoístas. Según la antigua leyenda, base de la literatura clásica nipona, una princesa lunar lo convierte en volcán vivo y lo condena a periódicas y peligrosas erupciones. Situado al oeste de Tokio, a unos 100 quilómetros y media hora de tren, es un icónico pico de casi cuatro mil metros de altitud y de formas perfectas que se eleva majestuoso en el centro del país, visible a gran distancia en sus verdes laderas boscosas y en su perpetuo sombrero de brumas y nieves.

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La tradición llama a subirlo una vez al año, siempre en verano, a visitar sus santuarios y a extasiarse al amanecer desde la cumbre con el naciente sol iluminando los campos, los lagos y las ciudades de alrededor. El gran Basho, poeta y santo patriarca de las letras japonesas, ya se preguntaba, sabedor de que ningún artista humano lo conseguiría, si los semidioses que habitaban las cumbres sagradas serían capaces de componer un poema o pintar un cuadro que le hicieran justicia a semejante espectáculo. Termino este texto, última entrega de mi viaje al Japón, el 23 de abril, Día del Libro. Que mejor, pues, que despedirse con este haiku que el mismo autor dedicó al monte sagrado:

Nubes. Neblina.

Innumerables cambios

a cada instante.

por Santiago

Santi Somoza, de estirpe asturiana en la desembocadura del Eo, allí donde ástures y galaicos se dan la mano, aferrado siempre a su clan galego-forneiro, hipermétrope enjuto, jubiloso jubilado, maestro de nada y aprendiz de todo, pacífico y socarrón, descreído, escéptico, indignado, viajero letraherido y maratoniano corredor de fondo, ave nocturna y perpetrador de tangos, amigo de sus amigos, amante del buen vino y la poesía y, por encima de todo, de sus tres queridísimas mujeres.

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