Este artículo es continuación de la primera parte de nuestro viaje a La Ribeira Sacra, que publicamos recientemente en el blog.
Continuamos ruta bajo el agradable sol y sombra de la carretera, dejando atrás pequeños pueblos escondidos entre la profusa vegetación que baja hacia el río, unidos todos ellos por la economía vitivinícola, hasta llegar a Parada de Sil, una bonita localidad en cuesta a ambos lados del camino, en cuyo centro nos desviamos a la derecha para alcanzar, muy cerca, un área recreativa y el campo de fútbol local, desde donde, caminando unos trescientos metros, se alcanza uno de los grandes miradores sobre el Cañón del Sil: el Miradoiro de Os Torgás, más conocido como Os Balcós de Madrid (parece ser que entre los emigrantes locales muchos se hicieron barquilleros en la capital del reino, por lo que su horizonte siempre estaba simbólicamente en Madrid, de ahí la curiosa denominación del estratégico paraje; en la placita central del pueblo se levanta, como familiar homenaje, una estatua a O Barquilleiro).
En efecto, es este un verdadero balcón rocoso desde el que, si no es posible ver el Manzanares, sí lo es contemplar un precipicio de piedra y vértigo en cuyo fondo transcurre el río, embalsado y tranquilo, entre altísimos escarpes de granito. Al otro lado, en la rasa lucense, se vislumbran lejanos, de oeste a este, el mirador de Santiorxo, el Santuario de Cadeiras y el pueblecito de Lama de Brosmos; de pronto, bendita coincidencia, cuando estamos a punto de abandonar el lugar, las campanas del pequeño monasterio comienzan a repicar a lo lejos, su sonido grave y profundo se hace eco en las gigantescas paredes del cañón y llena de música celestial el recogido silencio del lugar.
Por la propaganda oficial, nos enteramos de que acabamos de visitar un LIC, “lugar de importancia comunitaria”, ¡y nosotros sin saberlo! Luego de volver al pueblo y antes de abandonarlo, nos desviamos de nuevo hacia el río, esta vez casi hasta el agua. Pasando el edificio del Ayuntamiento, de excéntrica ubicación, y su área de descanso adjunta, tomamos la increíble carretera que baja en picado para morir en el Monasterio de Santa Cristina de Ribas do Sil, un cenobio medieval de aun más increíble emplazamiento sobre la hoz del río, en medio de un magnífico soto de castaños centenarios, tapado por la vegetación a no mucha distancia del agua.
En sus cinco kilómetros de curvas cerradísimas que zigzaguean por un bellísimo paisaje de floresta salvaje, jalonado de apetecibles sendas verdes, encontramos otro mirador sobre el abismo fluvial, una pequeña ermita, una aldea de piedra y un hermoso cámping con bungalós y vistas al pantano, que ofrece variadas actividades, quizá la más original la que responde a la invitación de “Cásate en un cámping”, hay que ver. Pero el sorprendente conjunto benedictino que abajo nos espera no se queda atrás: rodeado de tupido bosque en medio de la nada, rehabilitado de urgencia y solo en parte para evitar su desaparición inminente, es un perfecto ejemplo de románico gallego, con un claustro y unas dependencias conventuales en precario que el público puede recorrer libremente, y una iglesia de planta rectangular y ábsides redondos que ha sido convenientemente restaurada y hoy goza de completa salud, destacando en su verticalidad su estilizada torre-campanario. Entrar al oscuro recinto es entrar al túnel del tiempo, si no fuera por la pequeña oficina de turismo allí improvisada. Al pie de la entrada, afuera, aprovechando el hueco de un viejo castaño, se ha levantado un original altar a San Benito, donde los peregrinos solicitan su favor y dejan todo tipo de ofrendas y exvotos al benéfico santo… por si las moscas. Ora et labora
Regresando de nuevo al pueblo, retomamos la carretera general y continuamos en subida hasta una pequeña meseta de monte bajo, más amarilla y reseca que el resto, desde la que se divisan los numerosos molinos eólicos de la sierra circundante. Cuando se remonta, justo antes de retomar el denso verde, aparece el mirador más conocido del cañón, un voladizo levantado en metal y madera sobre el peligroso precipicio selvático del acantilado fluvial, a un paso de la carretera. Se trata del Miradoiro de Cabezoás, el de las fotos y postales del Sil orensano, un verdadero balcón con vistas al enorme meandro que el río dibuja en esta parte para sortear la mole granítica del Cotarro das Boedas, cuyos setecientos metros de altura dominan poderosos la orilla de enfrente, ya en la provincia de Lugo.
En el amplio panorama que desde aquí se abarca, divisamos además al oeste los enclaves orensanos de Vilouxe y Cerreda, muy cercanos, y los lucenses de Pantón, Sober y Monforte de Lemos, que se suceden, más lejanos, hacia el oriente. Abajo, muy abajo, el río hecho embalse es una cinta azul brillante donde se cruzan en este momento los dos catamaranes que hacen el recorrido turístico, diminutos desde aquí como blancos barquitos de papel. Baste decir que este paraje panorámico entre Caxide y Vilouxe se conoce con el elocuente nombre de la Mirada Máxica. Un centenar de metros más adelante, ya en la bajada, el Miradoiro da Columna, algo más alejado de la carretera, así llamado por ubicarse al lado de una de las grandes torres metálicas de la línea eléctrica, no hace más que completar la panorámica del anterior desde una perspectiva lateral. Las colosales formas de la Naturaleza (asombrosa geología, frondosidad vegetal, roquedos gigantes, dimensiones de vértigo, completa panorámica de cielo, tierra y agua), se unen aquí a la mano del hombre (embalse, bancales cultivados, miradores) para darle al conjunto un aire de épica grandeza.
A la altura de Loureiro, hacia la mitad de la larga travesía urbana que forma la propia carretera, nos desviamos a la derecha para bajar los cuatro kilómetros de cerradas curvas que llevan a la presa del embalse de Santo Estevo, donde se encuentra el Embarcadero de los catamaranes que realizan la ruta de los Acantilados del río. Nuestra intención es hacer el recorrido acuático para observar el cañón desde dentro. A pie de agua hay dos vistosos pantalanes y un restaurante con terraza sobre el embalse. El sólido muro de la presa aparece a nuestra izquierda y, frente a nosotros, el embalse es como un lago plácido y enorme que se pierde entre las altísimas paredes del desfiladero fluvial. Poco antes del embarque, en el pequeño muelle se va formando una cola de potenciales viajeros, la mayoría con el pasaje reservado. ¡Al abordaje!
El agua está como un plato, la brisa es apacible, el pequeño barco navega alegre y la joven guía nos va narrando la película en su dulce castellano del noroeste: el recorrido será de ida y vuelta sobre un primer tramo del pantano y tendrá una duración de casi hora y media; el embalse, uno de los muchos del Sil y de los más antiguos de España, alcanza los noventa metros de profundidad en su cota más baja y se dedica exclusivamente a la producción de energía eléctrica; la trucha y el salmón autóctonos han sido diezmados por fauna foránea; el microclima de la zona permite la presencia de especies mediterráneas como la vid y el olivo; el ecosistema se completa con la enorme riqueza de aves acuáticas y, sobre todo, rapaces; sobre los inclinadísimos barrancos de sus acantilados, algunos de hasta trescientos metros de altura, la mano del hombre, ya desde la época romana, ha domeñado una naturaleza agreste labrando terrazas imposibles donde cultiva el viñedo y produce el afamado vino local, entre grandes piedras que conservan el calor que la uva necesita y estrechos senderos de acceso que desafían la verticalidad de las laderas rocosas y el vértigo de los viñadores; los plegamientos geológicos han originado esta especial orografía, con sus caprichosas formas graníticas, en las que la imaginación descubre figuras conocidas, sus cuevas y grietas y sus pequeñas entradas como playas de piedra a donde bajan a bañarse las propias vides.
Solo ya falta que, al final del periplo, aparezca asomando entre las crestas rocosas la silueta gris del monasterio de Santa Cristina, el que acabamos de visitar, como es el caso, para que la sesión de navegación sea completa. Más que un río, el Sil se viste aquí de lago alpino o fiordo noruego, con su oleaje, sus despeñaderos y sus verdes: qué poca cosa somos tan abajo, como náufragos perdidos y atemorizados en medio de una naturaleza tan desbordante. La llamada del agua.
Algo más adelante, antes de entrar en Luintra (estamos en el corazón de “a terra da chispa”, no muy lejos ya de la capital orensana, en la tierra de los famosos afiladores y paragüeros gallegos que antaño recorrían los pueblos de España dándole a la rueda y al pedernal), nos desviamos de nuevo hacia el río para llevar a cabo nuestra última visita orensana: el monasterio de Santo Estevo de Ribas do Sil, hoy reconvertido en flamante Parador Nacional. Al final de la corta bajada, verde y cuidada, unos metros antes de llegar, ya se divisan los amplísimos tejados rojizos del conjunto formado por el cenobio, la iglesia y el cementerio anexo, todo abierto al público visitante (lo cual, por infrecuente, es de agradecer).
El monasterio, cuyos orígenes se remontan al siglo VI, en la época sueva, es enorme y uno de los mejores ejemplos del Románico gallego. Consta de dos claustros renacentistas, uno exterior y central, que nos recibe majestuoso y verde a la entrada, y otro interior más pequeño, comunicados ambos con un tercero, la verdadera joya de la corona: el claustro románico. Todo bien conservado y en total armonía con la moderna reforma que posibilita su uso hostelero actual. Entre sus viejas piedras, todavía se percibe el silencio y la solemnidad que lo convirtieron en foco popular de peregrinación milagrera y en un importante centro de estudios donde se formaron verdaderos sabios como el padre Feijoo.
Regresamos a la carretera y, ya dentro del mismo pueblo, bajamos de nuevo al río para cruzarlo por el encoro de San Pedro (últimas aguas del Sil antes de hacerse Miño unos kilómetros más arriba), regresar a la provincia de Lugo y llegar a la N-120, a la altura de Ferreira de Pantón. La bajada hasta la general es complicada, una estrecha carretera de monte muy virada y pendiente, con peligrosas travesías de pequeños pueblos. Al atardecer entramos en Monforte de Lemos, cuna del noble linaje de los Condes homónimos. El séptimo de la saga, Pedro Fernández de Castro, fue un reputado estadista e intelectual, amigo de las artes y protector de los grandes escritores del Siglo de Oro español, que cantaron su amistad y sus favores. El mismo Cervantes le dedicó varios de sus libros, entre ellos El Quijote, pero es Góngora quien, en un soneto leído con motivo de una visita que realizó al mecenas en este su pueblo natal, alude al topónimo local como un “monte fuerte coronado de torres”.
La ciudad se aglutina en las márgenes del río Cabe, que nace en la cercana Serra do Courel y baja hacia el sur para desembocar en el Sil. La torre y las ruinosas piedras del viejo castillo monfortino, sobre la colina que domina la amplia llanura formada por el curso medio del río, nos dan la bienvenida a un pueblo con historia y solera que fue importante nudo ferroviario y que hoy está considerado como la capital de la Ribeira Sacra. Que presume, además, de Parador Nacional (otro viejo monasterio), de un antiguo colegio de factura herreriana conocido como el Escorial gallego y de un Museo do Viño que nos pone al día de la industria gallega de los caldos del país.
Y que ofrece al caminante un delicioso paseo por el núcleo urbano, por sus concurridas calles céntricas hasta la cercana Plaza de España, con su grúa gigantesca y sus escalinatas, y luego hasta A Ponte Vella, el viejo puente de sillería que cruza el río, desde el que se divisa un buen tramo de la senda fluvial urbana del Malecón, abajo. Estamos en la zona peatonal, piedra y ambiente de terrazas, donde descansamos un poco del viaje y nos despedimos de estas entrañables tierras galaicas.
Si os animáis a visitarlas, no os olvidéis de que acaban de recibir la providencial visita del Niño. No del tormentoso fenómeno de lluvias intensas y devastadoras riadas de Sudamérica, claro, sino de la suerte en el sorteo especial de Reyes, el espléndido regalo del primer premio, íntegramente vendido aquí mismo, afortunada tormenta de millones, esta sí, llenando las calles y las casas de esta hermosa villa y sus alrededores. ¡Y nosotros sin catarlo! Enhorabuena a los agraciados. Pues eso: no lo olvidéis. Que sin participar no toca, el azar es ciego, donde menos se piensa salta la liebre, no hay una sin dos ni dos sin tres y el que avisa no es traidor. Ni juega a la lotería.