Todo el mundo me pregunta si seis días no fueron demasiados para conocer San Petersburgo y siempre replico que no –me descubro, incluso elevando la voz para dar intensidad a mi respuesta-. De hecho, se quedaron cortos. Conocer bien y tranquilamente esta inmensa ciudad lleva su tiempo. Además de sus distintos barrios y caras, monumentos y museos, a las afueras de la ciudad se encuentran dos importantes complejos palaciegos, antiguas residencias de los zares, que merecen una visita. Acuchadas por el tiempo, de nuevo, nosotras decidimos conocer el Palacio de Petrodvoréts o Peterhof (el otro es el Palacio de Catalina) en el cuarto día que pasamos en la ciudad.
Hay dos formas de llegar: una en transporte público (metro y autobús) y otra en hidroplano, que sale desde la orilla del río Neva que da a la parte trasera del Museo Hermitage. Para la ida nosotras fuimos en este último, que merece la pena por las vistas de la ciudad y del Golfo de Finlandia, y porque es más rápido (cuesta unos 400 rublos, que equilaven a unos 9 euros). Sobre todo siendo por la mañana te permite ahorrar un tiempo que vale oro. Para volver cogimos un microautobús, el 351 A- que nos dejó en la estación de Baltiyskaya y de ahí volvimos en metro. Hay que tener cuidado con la dirección del trayecto, así que lo mejor es que preguntes al conductor, que aunque no hablará inglés, sí entenderá el nombre de la ciudad y te podrá indicar.
La zona donde está situado Petrodvoréts es ya bastante impresionante: en pleno bosque, se pueden contemplar desde el hidroplano los grandes árboles que rodean la zona, algunos de tonos rojizos intensos. La entrada al recinto cuesta 250 rublos, compuesta por los diversos y cuidados jardines, donde se puede dar un paseo relajado; pero pronto la atención se fija en el conjunto de fuentes en la entrada del palacio, que forman verdaderas cascadas y tienen estatuas doradas. En una palabra: majestuoso.
El proyecto de este palacio fue ideado por Pedro El Grande tras visitar en el Palacio de Versalles y posteriormente, fue objeto de diversas remodelaciones. Su interior no es menos impresionante. Paseamos por sus grandes salas, vemos el diseño distinguido y tan propio de épocas pasadas (en su gran mayoría está diseñado por Rastrelli) y nos hacemos una idea de cómo sería la vida allí leyendo la información de cada cuarto: la sala del trono, de bailes, el comedor, los dormitorios o las amplias salas de estar.
Tras la visita, nos acercamos (está cerca, se llega andando en 5 minutos) al pueblo de Peterhof, pues allí hay otra iglesia de arte tradicional ruso que merece la pena (y lo admito, quería otra más en mi colección). Aunque no entramos ni puedo deciros gran cosa de ella, la Catedral de San Pedro y San Pablo de Peterhof es todo un placer visual. Vean, si no.
Cuando volvemos del palacio, descansamos un rato y nos cambiamos porque tenemos entradas compradas para ir al teatro Mariinsky, situado en el barrio homónimo y donde se pueden comprar billetes relativamente baratos para ver espectáculos (en su mayoría óperas o musicales). La web del teatro funciona muy bien y se pueden pagar e imprimir las entradas desde España.
De nuevo, las distancias de esta ciudad nos engañan y aunque vamos directas, decididas y sin perdernos en ningún momento, llegamos algo tarde. Fuimos a ver a un coro que versionaba óperas de Verdi y si bien no fue lo más entretenido del mundo, merece la pena disfrutar del ambiente (eso sí, hay que guardar absoluto silencio o un ruso con cara de pocos amigos se ocupará de recordártelo) y de la preciosidad y elegancia de este teatro.
A quien le guste imaginar épocas pasadas, le gustará sentirse cuál Ana Karenina en sitios tan distinguidos.
Cenamos por la zona y retiramos. Había sido, de nuevo, un día duro.
Si queréis conocer las etapas anteriores de nuestro viaje, en el primer día conocimos el centro de la ciudad y sus principales iglesias; en segundo conocimos lugares más allá del río Neva; y en el tercero, visitamos el Museo Hermitage e hicimos un recorrido en barco.