Estábamos en Ledesma, señorial y salmantina, y vamos a continuar Tormes abajo, esta vez por su margen izquierda, la SA-302, que nos llevará a nuestro próximo destino, a un paso de la frontera con Portugal: una inesperada catarata de agua en pleno Parque Natural de los Arribes del Duero, las únicas tierras castellano-leonesas por debajo de los 200 metros de altitud, de ahí su microclima especial, su rica fauna y su flora de especies impropias de estas latitudes, como el olivo, la vid y los frutales, todo ello consecuencia de una morfología especial producida por el encajonamiento de los ríos (principalmente el Duero y el Tormes) al saltar los enormes desniveles del escalón granítico de la Meseta.
Muy pronto el río se va ensanchando y abriendo brazos de agua a ambos lados, formando un enorme embalse al que volveremos más tarde. Sobrepasado este y casi a punto de toparse con el Duero fronterizo, la carretera gira a la izquierda para alcanzar el pueblo de Pereña de la Ribera. Cruzamos alguna de sus calles y un letrero nos indica la dirección que buscamos. Se acaba el asfalto y comienza una pista de tierra, polvorienta y bacheada, poco recomendable para el coche pero ancha y accesible, de más de dos kilómetros.
Unos centenares de metros antes de que esta termine, hay que dejar el coche porque se entra en zona de protección de la avifauna, para lo que se ha habilitado una bonita área de recreo arbolada, con mesas y asientos y zona de aparcamiento. Al comenzar ese tramo final, ya peatones, nos topamos con un rebaño de ovejas y su joven pastor, lo acompañamos un rato y nos pone al día sobre la zona, la crisis económica y nuestro inmediato objetivo, hasta que ambos se pierden entre la maleza camino de la majada.
El camino, ahora, se inclina en fuerte bajada y se hace más curvo hasta llegar al segundo y último aparcamiento (el acceso rodado hasta este punto se permite en otoño-invierno, fuera de la época de cría de las rapaces). Solo faltan ya unos 50 m de trocha rocosa, estrecha e irregular que no presenta gran dificultad y dispone de una segura barandilla de madera, la cual se abre en amplio mirador sobre el acantilado rocoso. Antes de verlo, majestuoso en la otra orilla, ya percibimos el ruido y el vapor de agua que le da nombre a esta agradable sorpresa, el llamado Pozo de los Humos, un altísimo salto de agua que forma el río Uces, pequeño y torrencial, en la hoz vertical y profunda (adusto tajo, en palabras del gran Unamuno, salmantino de pro) que ha labrado en este paraje granítico antes de desembocar en el padre Duero, un poco más abajo.
La visión, desde la altura en que nos encontramos, sobrecoge. Casi enfrente, al otro lado, el agua, que cae desde muy arriba (ahora muy abajo, para nosotros), se vuelve espuma blanca, primero en la enorme cascada y luego en el amplísimo pozo que alimenta sin cesar en su caída sobre el cauce del río, envuelto por una nube de nieblas permanentes. El microclima de esta hondonada fluvial, cálido y húmedo, hace que el verde lo cubra todo, tapizando incluso parte de los verticales cortados que encajonan el agua; sobre la alfombra del jaral, aquí la encina da paso al castaño y, sobre todo al roble, destacando ya la presencia inusitada del olivo. No es extraño, tampoco, ver alguna águila oteando desde lo alto en busca de presa.
Arriba, donde estamos contemplando la maravillosa escena, pisamos sobre un suelo de roca viva, cubierta en parte por la hierba, y el agua discurre libremente por ella formando charcos y regueros que la vuelven muy resbaladiza. Si a ello se une que este mirador natural no tiene más protección que un simple alambre a media altura sobre el precipicio, se entenderá la necesidad de tomar precauciones ante el serio peligro que representa, y que desde aquí nos unamos decididamente a las voces que reclaman medidas urgentes al respecto.
(No es broma, a la vuelta de nuestra visita saltó la noticia de la muerte de un joven salmantino, a primeros de abril, por caída desde uno de los miradores cercanos a la catarata. Se prohibieron los accesos al Pozo, pero creemos que esa no es la solución: hay que mantenerlo abierto, dotándolo, eso sí, de las necesarias medidas de seguridad).
Hemos contemplado el hermoso paraje a vista de pájaro, desde el borde superior de la elevada pared del cañón. Ahora lo haremos desde abajo, a pie de salto, justo donde el agua rompe contra la roca y cae a una altura de medio centenar de metros, como un niágara estrecho y saltarín que compite en altura con las célebres cataratas americanas. Para ello nos acercamos al pueblo vecino de Masueco de la Ribera, en la margen izquierda del mismo río, en cuyas inmediaciones hay un cruce señalizado.
Tomamos el camino de la derecha, estrecho y de sentido único (la vuelta, indicada, es por otro lado), que nos lleva, como en la ocasión anterior, a una zona de aparcamiento. Seguimos a pie por la senda de La Roblea hasta la bifurcación final, medio kilómetro largo más abajo. Por la derecha alcanzamos la pasarela-puente instalada sobre la misma corona del salto, con el agua a los pies; la izquierda es una cañada que nos lleva directamente al río y, tras un breve remonte, al mismísimo Pozo. Ahora la visión es la contraria: el rugido del agua es mayor, el verde y la roca nos envuelven, el desfiladero nos empequeñece con su sombra y sus altas paredes, y el río se tranquiliza y se pierde entre el escarpado roquedal en busca del cercano Duero. Y nosotros hacemos lo propio regresando al Tormes por la misma carretera hasta el embalse de Almendra, uno de los más grandes de España, un pequeño mar interior (pronto el deshielo primaveral lo irá llenando, este año por completo) que hermana las provincias de Salamanca y Zamora.
Lo ladeamos cruzando su larguísima presa, la más alta de España, una verdadera maravilla de la ingeniería, donde hacemos una pequeña parada para contemplar sus laterales playeros y su gigantesco muro de contención, y continuamos hasta Fermoselle, capital de los Arribes, ya en tierras zamoranas de Sayago, una histórica villa que mira a Portugal a dos pasos de la desembocadura del Tormes en el Duero, asentada sobre un escarpado despeñadero de granito. Su casco viejo de piedra y madera, callejuelas estrechas y empinadas de empedrado, soportales, arcos de entrada, bodegas, casonas e iglesias, que confluyen en una alargada y original Plaza Mayor, rodeado de historia y viñedos y bancales y miradores sobre el extenso valle y el estrecho cañón de barrancos imposibles, es un buen lugar para disfrutar de su rica gastronomía y reponer las ya mermadas energías viajeras. Y seguir buscando el agua.