De las alturas cantábricas de la Babia leonesa, baja el río Sil, minero y caudaloso, labrando profundas hoces en el lecho pétreo de su curso bajo, que sirve de frontera natural entre las tierras sureñas de Lugo y el septentrión orensano, antes de desembocar en el Miño. Ambos ríos, con sus magníficos cañones y presas, forman la columna vertebral de la hermosa y escondida comarca gallega conocida como Ribeira Sacra. Sagrada y consagrada, no se sabe muy bien por qué: si por sus beatíficos monasterios medievales, por sus benditos montes de robles centenarios (árbol sagrado de los celtas), por el néctar divino de sus vides, por su imponente paisaje de silencios y soledades. Hoy vamos a conocerla un poco, limitándonos a un recorrido por el primero de ambos ríos, especialmente por su borde meridional.

Accedemos a la zona desde la autovía A-6, que dejamos a la altura de la ciudad leonesa de Ponferrada para tomar la N-120 con dirección a Orense. Pronto nos topamos con el Sil, encajonado entre montañas, profusamente apresado en embalses, retorcido en forzosos meandros, cruzado por numerosos puentes, que discurre entre pueblos grandes de blanco y pizarra, verdes valles, montes perforados por túneles y horizontes perfilados y boscosos. A las puertas de Monforte, que dejaremos para el final, nos desviamos hacia el sur por la provincial LU-903.

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Tras un primer tramo de largas rectas, campo plano y sotobosque, aparecen las curvas, las pendientes y los viñedos que anuncian la proximidad del río. Encajonado en un mar de verdes que bajan en terrazas sobre el agua, es primero una línea azul y lejana, al fondo del cañón (tal como se contempla, como una preciosa postal inesperada, desde el mirador de Pena do Castelo), y luego, ya a nivel de carretera, un amplio embalse, el Encoro de Santo Estevo, que cruzamos por un puente al pie del embarcadero de Doade, el pequeño muelle de donde salen los barcos turísticos que recorren el cañón por la Ruta de los Viñedos. Ahora solo nos quedan unos pocos kilómetros de fuerte subida para llegar a Castro Caldelas, nuestra primera parada.

Es este un pueblo-calle, grande y blanco, con amplio caserío a ambos lados y un antiguo conjunto histórico en la zona más alta, sobre la pequeña plaza principal, formado por el Castillo (sólida fortaleza medieval asaltada durante la revuelta popular de los Irmandiños y destruida luego durante la Guerra de la Independencia, propiedad que fue de los Condes de Lemos, posteriormente de la Casa de Alba y hoy patrimonio público) y algunas casas de piedra granítica que lo rodean.

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Estas son hoy de propiedad particular, están bellamente reformadas y algunas ostentan un pasado noble en los escudos labrados de sus fachadas; aquel está abierto al público por un módico precio y muestra al visitante el estilo de vida de la nobleza palaciega y unas maravillosas vistas sobre el pueblo y el valle fluvial del Sil, que discurre frente a él bastante más abajo. Al final de la vieja calle, se puede visitar el camposanto abierto, un bello lugar de reposo definitivo sobre el abismo verde del Sil.

Por fin hemos dejado el coche para estirar las piernas, qué alivio. Después de saborear un blanco del país, denominación Ribeira Sacra, dejamos este precioso lugar volviendo sobre nuestros pasos, otra vez en busca del río. Pero, antes de llegar a este, nos desviamos a la izquierda para tomar la carretera interior a A Teixeira, que nos enlazará con nuestra principal arteria de comunicación a lo largo de la visita, más o menos paralela al cauce fluvial por su margen orensana.

Uvas y bodegas empiezan a dejarse notar, anunciadas o visibles al lado de la carretera que, bien pisada pero estrecha, penetra en un bosque atlántico que la envuelve a tramos formando verdaderos túneles arbolados, paisaje que invita a transitar sin prisa, disfrutando de la fronda verde que todo lo envuelve, de la sensación de sosiego y libertad que da el cruzar esta tupida foresta, o aun a abandonar el vehículo en medio del asfalto y ponerse a caminar sin rumbo entre la espesura, fraga animada donde uno puede toparse lo mismo con algún Fendetestas local que con la mismísima Santa Compaña en lúgubre e incesante procesión de almas en pena. Que haberlas, haylas.

Lo que hacemos pocos minutos después para conocer la senda fluvial del Cañón del río Mao, un afluente del Sil que nace unos cuantos kilómetros más al sur, en la Serra de Mamede, se encajona en una estrecha y abrupta hoz hasta depositar su caudal en los embalses de Edrada y Leboreiro y continúa luego su tajo rocoso hasta desembocar en el de Santo Estevo, a la altura de Cristosende.

El recorrido parte de la Fábrica da Luz, una antigua estación hidroeléctrica hoy convertida en albergue y bar-museo, llega a las inmediaciones del embalse, un kilómetro más al norte, y transcurre a través de una pasarela artificial (toda de madera: el entramado de cimientos y pilotes, el piso, los escalones de los tramos más pendientes, los miradores que se asoman al precipicio, las barandillas de seguridad) bien integrada en la frondosidad de la mata boscosa que atraviesa.

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Arranca casi a nivel del río, que discurre entre grandes piedras blancas y redondeadas como huevos de dinosaurio, y va tomando altura hasta separarse tanto de él que este solo se reconoce por el rumor musical y apacible del agua lejana, salvo en los escasos claros en que uno se asoma al abismo y vislumbra un cauce diminuto y distante que se abre camino con dificultad entre las paredes del estrecho y alto desfiladero, empozándose y saltando a cada paso. Luego el camino baja y baja hasta volver a encontrarse con el río al final, donde un puente viejo y descolorido que desentona con el conjunto, qué pena, une las dos orillas.

Unos pocos metros más y el río se hace embalse, con sus playas de piedras lechosas y pulidas, sus barcas de recreo y sus ocasionales bañistas y pescadores. Y vuelta al coche por la misma plataforma de madera muerta, que no sale nada mal parada ante tanta viva, a través del espeso bosque que amenaza tragarla y que ahora exhibe, junto a las especies ya citadas, otras menos frecuentes o inesperadas por estas latitudes: fresnos, alcornoques, encinas, olivos salvajes… Encantador paseo.

por Santiago

Santi Somoza, de estirpe asturiana en la desembocadura del Eo, allí donde ástures y galaicos se dan la mano, aferrado siempre a su clan galego-forneiro, hipermétrope enjuto, jubiloso jubilado, maestro de nada y aprendiz de todo, pacífico y socarrón, descreído, escéptico, indignado, viajero letraherido y maratoniano corredor de fondo, ave nocturna y perpetrador de tangos, amigo de sus amigos, amante del buen vino y la poesía y, por encima de todo, de sus tres queridísimas mujeres.

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