Esta es una continuación del primer post sobre este viaje al interior de Lugo. Nos habíamos quedado conociendo la tierra Cha, visitando ya el Castro de Viladonga. Continuamos con otros tres puntos de referencia de la zona.
Vilalba
Salimos hacia el norte para enlazar con la LU-120, que nos llevará por el oeste a la capital de la Terra Cha: Vilalba. Cruce de caminos, extenso caserío, rica en Historia, comercial y pujante, de renombradas ferias y fiestas, mercado famoso por sus capones y sus quesos de San Simón. El reloj marca la una de la tarde, el momento de conocer el ambiente popular de sus tabernas, de dar un paseo por el coqueto centro peatonal, de acercarse a la Torre de los Andrade, una sólida fortaleza medieval hoy convertida en Parador de Turismo, de alguna oportuna compra y de descansar luego unos minutos en el Parque central, pegado a la carretera principal y levantado en varios niveles con cierta desolación de cemento y la moderna Casa Consistorial, arriba, que lo preside al fondo.
Abajo, en la zona verde ajardinada, quien sigue presidiendo es el hijo predilecto de la ciudad, el ínclito Fraga Iribarne, que fue entre muchas otras cosas ministro franquista, primero, luego presidente del Gobierno gallego y ahora simple busto de bronce a expensas del temporal, de las travesuras infantiles y de las humillantes defecaciones de los pájaros. Vivir para ver.
Para rematar la visita, nada mejor que otra breve caminata de sombra y agua. Bajando por la carretera de Ferrol, a un paso del centro y al pie del río Madalena, hay una preciosa zona de baños (parque, merendero, bar, piscinas y playa fluvial) de la que arranca una frondosa y cómoda senda peatonal, ideal para estirar las piernas entre la fresca vegetación. Y para ir abriendo el apetito. Así que comenzamos el regreso, esta vez por la Autovía del Cantábrico, A-8, en dirección nordeste, despidiéndonos así de la entrañable y literaria Terra Cha.
Mondoñedo
Capital de la Mariña central lucense, histórica y monumental, fábrica de curas, sede episcopal sin obispo, cuna de afamados relojeros, músicos, cirujanos borbónicos de fresca actualidad, reposteros y escritores, Mondoñedo es, por encima de todo, la ciudad de Cunqueiro, el genio de las letras local. En su busca vamos, pues, a la hora de comer.
Entramos por arriba, al pie del santuario de los Remedios, bajamos directamente al casco viejo, damos un rodeo por la alameda y acabamos aparcando a un lado del Seminario, mole neoclásica hoy en declive. Ya a pie, Seminario arriba, bordeamos el Palacio Episcopal, subimos hasta la recoleta Plaza del Ayuntamiento, de concurridas terrazas, y acabamos en pleno centro, la Plaza de España, con las típicas casas de soportales y balconadas blancas del Cantón y, al frente, la catedral.
A un lado, sentada en medio de un altillo ajardinado, nos recibe la estatua de don Álvaro, que contempla atento el panorama como si siguiese alimentando su imaginación desbordante. El mismo panorama que nosotros contemplamos mientras saboreamos la rica gastronomía del país en una terraza cercana, al aire libre y al pie de la Oficina de Turismo, procurando no interrumpir los sueños del poeta.
La hora de la siesta, buen momento para visitar la Catedral, casi vacía a estas horas. Además del enorme rosetón, interior vidriera circular, la portada románica, los murales góticos y los órganos renacentistas, no hay que perderse el Museo diocesano de arte sacro, que se abre al público en varias salas laterales del fondo, ocupando parte de la otrora residencia obispal: pinturas y esculturas de tema religioso; ornamentos litúrgicos; vasos sagrados; indumentaria sacerdotal; retablos, libros, arqueología, cerámica…
Acabamos la visita en el Claustro, clásico, cuadrado, vacío y algo desatendido, de escaso interés a primera vista, y salimos con la idea de rematar la visita urbana en un interesante barrio mindoniense del que no teníamos noticia: Os Muiños. Hay agua, sí, en este lugar de antiguos artistas, en esta Venecia en miniatura, de calles apretadas y modestas casitas blancas, con canales, fuentes, lavaderos, pasadizos, puentecillos y una cuidada zona verde, pero solo queda un molino en activo y un Centro de Artesanía donde se intenta revitalizar la tradición. Un apacible y pintoresco rincón.
Playa de las Catedrales
Siguiendo la autovía, aquí paralela a un recién nacido río Masma, en seguida alcanzamos la otra gran llanura, inmensa, azul y ahora tranquila: el Mar Cantábrico. Allí nos espera una merecida tarde de playa y de solsticio en su arenal más famoso: As Catedrais, maravilla natural de caprichosos arcos, grutas y pasadizos de piedra esculpidos por el tiempo en la costa oriental gallega, cala desconocida hasta hace poco y actualmente abarrotada.
Aparcamientos llenos y gente bañándose, tumbada al sol, andando o trotando por la arena; gente paseando por las sendas del amplio acantilado, por la nueva pasarela de madera que sobrevuela raso el área protegida de vegetación autóctona y humedal; gente en las rocas, en los miradores, en el bar, hasta en la estrecha carretera; gente en todas partes y a todas horas, en busca de las mejores fotos, de inéditos rincones, de pequeños paraísos apartados. La marea está subiendo.
Cuando llegue la pleamar, el agua se adueñará de la playa y la convertirá en un espectacular museo natural de monumentales esculturas batidas por las olas, que los afortunados contemplarán desde arriba, extasiados, a vista de pájaro. A última hora de la tarde, pues, habiendo disfrutado con creces de ese fascinante lugar y de una jornada tan completa, con su inyección de yodo y de emociones, retomamos la autovía hacia el oriente para cruzar a los pocos minutos el Puente de los Santos, sobre la boca de la ría, entrar de nuevo en Asturias y regresar al punto de partida, esta vez por la margen derecha del Eo. Perfecta cuadratura del círculo. Vegadeo nos recibe con los brazos abiertos de sus primeras luces nocturnas.
Imagen: Flickr, Flickr, Flickr
Una parte muy interesante y desconocida (salvo, quizá, la playa de las Catedrales) de Galicia. Habiendo pateado bastante la geografía gallega desde Os Ancares hasta Cedeira, me atrevo a afirmar que quién no conoce Mondoñedo no conoce realmente la esencia de Galicia.