Yogyakarta fue la primera ciudad que conocimos en Indonesia y nuestro primer contacto con la isla de Java. Creo que el hecho de ser una urbe influyó en que primera impresión fuera mala. Como en todos viajes largos que he hecho, ir a una ciudad grande es siempre menos amigable que defenderse en un pueblo pequeño. Quizás ya vaya yo predispuesta a ello, no lo sé, pero casi siempre me sucede. Si a ello sumamos encontrarse en un país donde ni siquiera te defiendes bien con el idioma, donde como siempre te empeñas en hacerlo todo pateando y donde hay permanentemente 30 grados, el ambiente no es, digamos, el más adecuado.
No obstante, debido a que hicimos de ‘Yogya’ nuestro campo base para realizar varias excursiones, poco a poco, conociéndola más, fue convirtiéndose en una ciudad auténtica, con un ambiente callejero diferente y mucha vida que a mí me encandiló. Además, creo que por el hecho de viajar en temporada baja, conocimos la ciudad sin apenas otros viajeros, por lo que el grado de autenticidad aumentaba aún más. Pero la contracción que nos supuso la ciudad en inicio fue importante; de ahí que apenas cuente con fotos. Pensaba que era mejor dedicarme a entender este lugar con los cinco sentidos. Y solo así pude finalmente cambiar de opinión. Os contaré mis impresiones de la ciudad, además de qué ver y qué hacer en ella.
La única foto que tomé con la cámara representa lo que la urbe representó en inicio: Una ciudad con calles, pero sin sentido.
El primer día en la urbe, tras llegar a nuestro hotel (muy básico pero ideal para en el trato con su dueño, que nos ayudó a dejar allí los equipajes durante un día fuera o en las indicaciones para ir a las playas del sur de la isla: Pesona Artha Guest House), quisimos simplemente dar un paseo, acercándonos a la calle central, Malioboro, y después visitar el Kraton o Palacio del Sultán, uno de los principales atractivos del lugar en cuanto a visitas. Pero finalmente ni entraríamos.
El hotel estaba bastante bien situado para llegar a la vía principal, pero es cierto que el aspecto de esa calle, menos cuidada por estar en un extremo, era bastante desastroso. Después, en Malioboro, una calle comercial en extremo donde lo más habitual son tiendas de complementos, batik (telas dibujadas con un método tradicional) o ropa, aunque disfrutamos del encanto de estos lugares, tan caóticos pero a la vez llenos de vida, comenzamos a ser objeto de una y mil propuestas para comprar o hacer recorridos. Además, dado que la técnica más habitual es preguntar: «Hola, ¿qué tal?» , «¿de dónde eres?», en poco tiempo, me vi ya enredada en el típico toma y daca en el que dices que no quieres contratar un tour pero si te dan información, ya que vas un poco a la aventura, te la crees. Y ya llegados al final de la calle, uno de esos supuestamente encantadores hombres nos dio una dirección que no era del Palacio del Sultán.
Después de una vuelta a lo tonto por calles que además no eran nada bonitas y un calor terrible, a punto de desesperar en el intento, vimos el camino al Kraton. Nos dispusimos a ir, pero en un arrebato de cansancio y sin pensar demasiado, aceptamos montarnos en un becak (una bicicleta con conductor y espacio para dos personas que inundan la ciudad y cuya conducción puede parecer de riesgo) para que nos llevara al destino. La sorpresa fue que cuando llegamos a lo que era la entrada (en un primer momento nos dio la impresión que nos engañaba, aunque días después, ya tranquilos, comprobamos que sí lo era), el palacio estaba cerrado porque lo estaban limpiando y no pudimos acceder. A todo ello, había que sumar a otros cuantos conductores de becak ofreciéndonos otras visitas o recorridos. Al final, algo enfadados y con la impresión de haber entrado con mal pie en la ciudad, nos dirigimos a una de las dos calles más turísticas para contratar el trayecto a Borobudur, uno de los templos budistas más importantes del mundo y verdadera razón de que hubiéramos destinado cuatro días a la isla de Java.
Para contratar tours (y también para ir a restaurantes turísticos o ver a otros viajeros en temporada baja), las principales calles son Prawirotaman y Sosrowijayan. A pesar de que tienen tarifas similares para todos los tours, entre algunos se encuentran diferencias como que vayan o no a recogerte al hotel, por lo que no estará de más comparar unos con otros. Nosotros tras una mañana algo alocada con el primer contacto en Yogyakarta, decidimos conocer Borobudur por la tarde y contemplar desde allí el caer del sol.
Visitar Borobudur
Borobudur es uno de los templos budistas más importantes del mundo, junto con Angkor Wat, en Camboya, y Bagan, en Myanmar. Supongo que sobran las palabras al poderío de este tipo templos -tanto a nivel arquitectónico como espiritual-, cuya imponente y brutal construcción salta a la vista. De ahí que fuera la única edificación que quedase intacta en el pasado tras terremotos o atentados terroristas. Situado, además en una zona montañosa alejada de Yogyakarta, el embrujo del lugar es irresistible y la verdad es que si hubiera podido hacer el viaje de otra forma, con más tiempo, creo que merecería la pena hacerlo por libre, aunque conllevase dos/tres días.
Se supone que este templo refleja el mundo budista, accediendo desde la vida mundanal, en la parte inferior (talladas en piedra, se ven algunas escenas carnales) y subiendo en espiral hasta el nirvana. Además, lo más accesible para todo el mundo es ver las figuras de Buda repartidas por el templo, así como las múltiples campanas donde hacerse una y mil fotos. A medida que te alejas, el monumento parecer otro. Para salir, te obligan a hacerlo por una zona llena de puestos de souvenirs y objetos de todo tipo, típico de este tipo de lugares. Aunque Borobudur nos ha llevado solo una tarde, es ese tipo de sitios cuya experiencia sabes que no se te va a olvidar nunca. Que prácticamente hacen que haya merecido la pena un viaje hasta Indonesia. Un lugar mágico.
Otra visita muy habitual desde Yogyakarta es el templo de Prambanan, o más bien conjunto de 200 templos. Ahora me da un poco de pena no habernos acercado a conocerlo, pues pinta muy bien por los post que he visto sobre él, pero la verdad, estábamos ya un poco cansados de hacer tours y visitar templos. Aunque la siguiente actividad fuera también algo pesada de llevar a cabo (ocho horas en tren y luego otras tantas de caminata, así como alguna dificultad añadida para moverse), era de otro tipo y la haríamos por nuestra cuenta. Sería de las mejores del viaje: La visita al Parque Nacional del Gunung Bromo.
Visita al Parque Nacional del Gunung Bromo
Indonesia es fundamentalmente tierra de templos, playas y volcanes, así que no quería dejar de experimentar lo que era la visita a uno de estos últimos. Como en Bali había alguno donde se relataban malas experiencias, tenía buena referencia de este y en Java no teníamos mucho más que hacer (y me había empeñado en ir allí, no podía volver a casa sin conocer Borobudur), el Bromo fue nuestro elegido. Y fue una maravillosa elección. Para ir, habíamos leído que lo mejor era ir en un tour en bus, aunque había un montón de turistas que habían tenido malas experiencias (la más común, contaban, que el conductor les dejara en un lugar aislado donde no sabían cómo llegar al lugar deseado). Cuando preguntamos en las agencias, era el trayecto que más ofrecían. Pero se nos ocurrió preguntar al dueño de nuestro hostel, que sería un salvavidas en nuestra estancia en ‘Yogya’, y este nos dijo que llegaríamos Probolingo -donde después hay servicios privados que te suben al pueblo donde ya puedes acceder andando: Cemoro Lawan-. El precio además era tirado: 50.000 rupias, unos 7 euros, por un trayecto de 8 horas. Eso sí, el tren es bastante incómodo, aunque también tiene la parte buena de ser mucho más auténtico y poder estar más cerca de la comunidad local.
Los detalles los relataremos en un post ulterior, pero podemos adelantar que la experiencia es única y mucho mejor si se hace por libre. A nosotros nos fue todo sobre ruedas y no añadimos más tiempo ni siquiera del que teníamos pensado utilizar. Si se hace de forma independiente, se tiene la oportunidad de recorrer la zona a pie, tranquilamente, y encontrar por el camino -al menos en nuestra época, octubre- más campesinos que turistas. Por un lado, primero se accede a un mirador tras una larga caminata y las vistas son de lo más increíble que vi durante el viaje. Luego, iniciamos otro trayecto para observar el cráter del Bromo; una imagen también especial si antes no has visto un volcán. El duro camino, lleno de arena volcánica y empinadas escaleras, merece desde luego la pena. Para volver, el transporte privado es poco fastidioso porque hasta que no se llenan las furgonetas, no salen.
Y solo salen dependiendo de la gente que hay. Y si hay poca, se paga más. Ese es el problema de esta y otras zonas de Indonesia, pero que os explicaremos en el post detallado sobre esta visita. No obstante, el viaje en tren de la vuelta fue casi la mejor experiencia del viaje, ya que pude entablar conversación con una mujer de la isla, que acabó dándome de comer y beber y haciéndome pensar que toda la experiencia había sido maravillosa. Ella también tendrá su momento, pues cerraré los post sobre Indonesia hablando sobre lo que más disfruté allí: de nuevo, de su gente.
Visita a costa suroeste y las playas de Yogyakarta
De alguna forma, al planear el viaje, yo me negaba a estar solo tres días en Java. Es decir, visitar los templos y el Bromo y partir de nuevo. Aunque calculé más o menos esos días, dejé alguno más para estar allí más tiempo y hacernos una mejor idea de lo que es el lugar. Teníamos la idea de conocer el volcán Monte Merapi, pues hay recorridos donde incluso puedes ver la lava (eso sí, pagando bastante) o conocer la costa suroeste respecto a la ciudad, que la Lonely Planet ponía muy bien. Supongo que al conocer las playas, la guía, tan valorada siempre a mis ojos, pasó de biblia a libro de bolsillo. Aunque la zona merece la pena porque tiene un paisaje muy bonito (que tiene que ser aún más impresionante pasada la época de lluvias), lo que es la playa es un poco fiasco.
El problema es que hay zona de piedra y esta llega prácticamente a la orilla, por lo fue no pudimos apenas bañarnos. No obstante, este viaje es muy recomendable por otra razón (¡volvería a hacerlo sin dudar!) y es que es muy poco conocido. Alquilamos una moto para llegar y recorrimos en torno a una hora, por lo que supongo que no todo el mundo está dispuesto a ello. Lo más curioso y gracioso es que llegó un punto en que toda persona que nos veía sonreía y alzaba los brazos para saludarnos. Desde niños yendo al colegio, hasta grupos de amigos con guitarra y gente de todo tipo nos saludaba en la carretera. Y aún más cuando llegamos a las playas, donde cada viajero local que andaba por allí se acercaba a nosotros para hacerse una foto. Unos con timidez, otros lanzados, todos súper educados y la gran mayoría pronunciando la palabra mágica: selfie. Nadie escapa a globalización.
A pesar de ver frustrados nuestros deseos de darnos un chapuzón, la zona tenía mucho encanto. De camino, fuimos parando a conocer cada playa, Krapal, Drini, Kupuk o Baron, todas a grandes rasgos parecidas, algunas con más puestos de recuerdos o con mirador. La última de todas es la más popular: Indrayanti Beach, que a nosotros no nos pareció nada del otro mundo. A pesar de que tenía pequeños rincones donde había más trozo para bañarse, estaba abarrotada sin suponer algo muy diferente del resto, por lo que no nos convenció. Es la que aparece en tercer lugar. Intentamos alojarnos allí (desde ese hotel hicimos la cuarta foto, que permite ver las vistas), pero el alojamiento, si bien era encantador, era demasiado básico y olía mal.
Podría detallaros cómo es cada una de las playas pero hace poco me robaron el móvil y llevaba allí todo apuntado. Buscamos alojamiento y finalmente nos decantamos por la playa Baron. Allí había restaurantes pero no turísticos; de ahí que nos decidiéramos por comer y cenar en el alojamiento, pues nos llevaban la comida a nuestro lindo patio. Cuando íbamos por allí nos quedábamos un rato con los dueños y con sus hijos, conversando en su pobre inglés e intentándolo en ocasiones por señas. Fue una gran experiencia porque no había ningún turista y aunque no pudiéramos catar el mar, lo sentíamos en todas sus proporciones ya que estábamos en una cabaña de madera justo a pie de playa. Teníamos incluso una zona para tomar algo aún más pegada, donde pudimos tomar varias cervezas hasta que sus existencias se acabaron.
La segunda oportunidad para Yogya
Al volver de la zona de playa, aún teníamos una tarde para estar en Yogyakarta y pudimos ir a la zona del Kraton (aunque finalmente nos quedamos sin visitarlo porque estaba cerrado) y reconciliarnos con la ciudad. Todo se ve de otra manera cuando ya conoces un poco más la urbe, vas en transporte propio, te das un capricho y en lugar de patear vas a comerte unos crepes y tienes la tranquilidad de saber donde está «tu casa» (el hotel) y saber llegar. Por eso, nos aventuramos de nuevo a conocer la urbe de otra manera. Cuando volvimos de la playa, riadas de jóvenes y de gente ocupaba la calle Malioboro para disfrutar de la tarde. Seguíamos siendo los únicos turistas pero ahora ya queríamos serlo. De hecho entramos en un bar de una de las dos calles turísticas y estaba lleno de viajeros. Pero ya no queríamos estar allí. Queríamos disfrutar de Yogya, que ahora nos parecía una ciudad animada, abierta y alegre. La noche le sentaba bien. Culminamos ese momento con una actuación callejera en la calle central de la ciudad, a golpe de reggae o rock y un bailarín con una elasticidad increíble y ritmo eléctrico. Incluso nos dedicaron unas palabras en inglés. Fue el definitivo acercamiento con la ciudad.
Después aún llegamos pronto y nos sentamos a hablar con el propietario del hotel. Fue otra bonita despedida, pues aunque no entendíamos mucho (nuestro inglés también es pobre), nos esbozó alguna idea política del país y nos enseñó su trabajo audiovisual. El tipo era cámara y director de cine, y en el momento estaba haciendo una película con los militares. Nos mostró también fotografías de uno de los volcanes que asolaron la ciudad hace unos años. Este acercamiento culminó unos días donde hubo de todo, pero sobre todo volví a ser consciente de cómo se disfruta realmente un viaje: con paciencia, poco a poco, intentando abrirse y encontrar a personas que harán el camino mucho más fácil. Ahora el recuerdo es precioso.
Si queréis seguir la pista de nuestro viaje a Indonesia, podéis seguir leyendo el blog o consultar nuestro resumen de 15 días por Bali, Java e Islas Gili.
Te entiendo perfectamente porque a mí me sucedió igual. Llegué a Yogyakarta con muchas expectativas, después de aterrizar en una horrible Yakarta, a la que bautizamos Sarajevo II. Esperaba de Yogy algo diferente, por aquello del palacio del sultán y demás… ¡Y no fue tan fea como Yakarta pero se acercaba! El tráfico, el calor, el caos de gente, los olores, no podíamos andar… Encima era justo la semana festiva de Indonesia (fin de Ramadán) y mucha gente se había desplazado hasta allí para ver los templos, no encontrábamos alojamiento… (Sólo sitios sin ducha y llenos de cucarachas). Las fotos que yo tomé en Borobudur son, en comparación con las tuyas, con mucha más gente (turistas indonesios). Pero he de decir que aún así me gustó mucho, al igual que Prambanan. La subida al Bromo al amanecer también la hicimos, me encantó el paisaje lunar. Así que a del choque inicial guardo un buen recuerdo de Java, aunque he de decir que me gustó mucho más Bali, mucho más tranquila y bonita, je je. Un saludo de la cosmopolilla.
Hola!
Yo menos mal que entré por Bali. Pero he de decir que yo la parte de Java la acabé disfrutando muchísimo. La excursión al Bromo (a la que dedicaré un post entero) fue espectacular (aunque también dura) y sobre todo conocí a una mujer que me hizo enamorarme de la gente indonesia un poco más. A ella y a la gente en general también le dedicaré otro post porque fue lo que más me llegó. Y por otro lado, me sobraron un par de días en Bali, pues aunque es más amigable, al final, nos costaba bastante movernos y acabé un poco de Kuta hasta… 😉 Porque mi chico tira más para ese tipo de sitios.
Pero bueno, como todo, al final, una parte bien y otra parte mal.
Un beso!
Irene
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