Hoy toca caminar en Ploumanach. Del borde de la playa, (al fondo izquierdo, cercanas, resaltan las siluetas de la Capilla de Saint-Guirec, el legendario santo galés que arrivó a estas costas en el Medioevo y les legó su nombre, y del Castillo de Costaérès) rodeada y salpicada de roquedo machacado por olas furiosas, anticipo de lo que nos espera, arranca con rumbo nordeste la Ruta de los Aduaneros, GR-34, una vieja senda de control del contrabando rehabilitada para caminantes y corredores (está prohibido incluso el uso de la bicicleta), que hoy completa un circuito cerrado de unos 9 km y cerca de tres horas a pie.

Con un primer tramo breve y boscoso ladeando la playa, se abre luego al mar en el tramo principal para entrar al final en el núcleo urbano.

Estamos en el corazón de la llamada Costa de Granito Rosa, donde la presencia de hierro da a las grandes piedras graníticas marinas, peladas y gigantescas, redondeadas y de formas caprichosas, un tono rosáceo, a veces casi rojizo, que brilla al sol entre el azul del agua y el verde del litoral. Formaciones rocosas increíbles, modeladas por la erosión de las olas, las lluvias y los vientos, entre las que destaca la conocida como château du diable; calas como la de Grêve St. Pierre, pedrero protegido por gigantes rocosos; miradores naturales sobre los salientes marinos, de fácil acceso; algunas casas escondidas y literalmente incrustadas entre dos rocas, otras como palacios entre la vegetación; capilla, faro, puesto de salvamento marino, paseantes, atletas, gaviotas; y un sinfín de ramales de tierra que llevan a todas partes.

granitoroja

Muy cerca, nos saluda el archipiélago de las Siete Islas, importante reserva natural. Si seguimos de frente hacia el centro urbano, alcanzaremos la playa de Trestraou, pero nos desviamos antes hacia el interior, por caminos rústicos entre casas, jardines, prados y más bolos graníticos, para llegar a la Capilla de la Clarté, elevada sobre una colina que domina toda la zona. Más adelante, volviendo ya al noroeste por asfalto, nos encontramos con el Parque de las Esculturas, obras colosales esculpidas en granito por artistas reconocidos, culminación de otras muchas repartidas por todos los barrios de la localidad en homenaje a su piedra única.

Todo tan cuidado, tan señalizado y tan protegido, uno de los rincones donde la Naturaleza se impone con una contundencia y una hermosura indiscutibles. Todo un placer para los sentidos.

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Ya en coche, bajamos a la rada del puerto y seguimos directamente hacia el sur, luego de hacer una pequeña parada en el vecino Trégastel, el pueblo de las doce playas, para disfrutar de su emblemático arenal de Grève Blanche, que hace honor a su nombre con su arena blanquísima, y que también ofrece un amplio panorama (mejor desde su verde mirador, sobre la carretera) de senderos, rocas rosas, islotes y mar rompiente. Tenemos unos 25 km por delante antes de llegar a nuestra próxima parada.

Poco después de cruzar Saint Michel en Grève, larga travesía de pueblo y playa, entramos ya en la provincia de Finistère; durante un tramo, el paisaje se hace más boscoso y la carretera más curva y pendiente, pero pronto vuelve el llano. En Morlaix, una pequeña ciudad rodeada de rotondas, cruces y semáforos (como todas las del país), tomamos la autovía N12-E50 pero por poco tiempo, pues hemos llegado a la Ruta de los Calvarios, un conjunto de pueblecitos que jalonan una preciosa campiña verde y que ofrecen un muestrario casi único de esos cruceros esculpidos en piedra con episodios iconográficos de la muerte de Cristo.

El más completo, sin duda, es el calvario de Saint-Thégonnec, antesala exterior de la iglesia de Nuestra Señora (ya con bancos y no sillas), una alta cruz de piedra labrada por ambas caras con una profusa mezcla de escenas de la crucifixión, los ladrones, las santas mujeres, el enterramiento, la resurrección, los evangelistas y otras figuras relevantes del cristianismo; junto con la puerta triunfal que le da acceso y el osario barroco de la cripta forman un conjunto único de escultura religiosa de raro virtuosismo. Vemos luego el vecino calvario de Guimilliau, menos atractivo e interesante.

Cruzamos en busca de la autovía que une Brest (desechamos la idea de visitarla) con Nantes, N165-E60, que nos llevará al fin del mundo, solo a 70 km en este caso: el cabo de la Pointe du Raz, que remata la península de Cornuaille, tierra de sidra y copita de pommeau, el punto más occidental de Francia. Se enfrenta a la furia del océano y los vientos atlánticos mirando a la cercana isla de Sein, con su faro, su paisaje desierto, pelado, pero de gran interés ecológico, sus altos acantilados y sus agrestes sendas abiertas al paseo.

Locronan
Locronan

Al regreso, una parada en Douarnenez, villa pesquera en la bahía de su nombre, nos permite conocer un bonito centro de torreón marino, agua y calles empedradas y la rica exposición permanente de barcos en su Museo del Puerto y en el muelle al aire libre. De aquí a Locronan hay un paso. Es esta una de los llamados “pequeños pueblos con carácter”, núcleos menores que conservan un rico patrimonio, quizá el más bretón de todos ellos. Con menos de 1000 habitantes, un recordado origen druídico y un pasado textil centrado en la confección de velas para los galeones de ultramar, es hoy un recuperado conjunto de magníficos edificios de granito de los siglos XVII y XVIII que culmina en su Plaza de la Iglesia, la catedral de San Ronan con capilla adosada, el pozo y las nobles casas que la circundan, se continúa en la Plaza Mayor, con el Ayuntamiento y el doble cementerio, abierto, cuidadísimo y florido como un agradable paseo (¿por qué en España nos empeñamos en cerrarlos tanto?), y se completa con las pequeñas y estrechas callejuelas como la calle Moal, enclave de los antiguos hilanderos.

Una sinfonía de piedra, madera y pizarra que alberga todo tipo de bares y terrazas, y tiendas (recomendable la visita a la Librairie Celtique, un viejo caserón en piedra y ruina con una interesante oferta de libros, láminas, discos y documentos varios en torno a la cultura autóctona) con los productos típicos de la tierra: sidra, calvados, cerveza, dulces, galletas… Es uno de los pueblos de la Ruta de los Pintores, cuna materna del surrealista Yves Tanguy, y escenario de varias películas de renombre, como la premiada Tess, de Roman Polansky. No en vano es serio candidato (hay carteles pidiendo el voto al respecto) para representar a Bretaña este año en el concurso televisivo donde se elige “el pueblo más bonito de Francia”. Merecimientos no le faltan, pero… competidores tampoco. Salimos de nuevo en busca de la autovía N165-E60, esta vez vía Quimper, para llegar a nuestro hotel, unos 50 km más al sudeste, en el conocido como “pueblo de los pintores”. L’art c’est la vie!

Imagen: Flickr

por Santiago

Santi Somoza, de estirpe asturiana en la desembocadura del Eo, allí donde ástures y galaicos se dan la mano, aferrado siempre a su clan galego-forneiro, hipermétrope enjuto, jubiloso jubilado, maestro de nada y aprendiz de todo, pacífico y socarrón, descreído, escéptico, indignado, viajero letraherido y maratoniano corredor de fondo, ave nocturna y perpetrador de tangos, amigo de sus amigos, amante del buen vino y la poesía y, por encima de todo, de sus tres queridísimas mujeres.

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