Practicar deporte es aún, para muchos, una actividad kafkiana, por lo que pueda parecer de absurda y penosa. Hacerlo corriendo un maratón por Praga, la capital de la República Checa y cuna del hombre que dio origen al ya universal calificativo, lo sería, pues, doblemente. Porque su huella, la de Frank Kafka, se deja sentir por todos los rincones de la vieja ciudad.
Y de su mano, anfitrión y guía inigualable, la ciudad deviene atlética y a principios del mes de mayo en una preciosa carrera dominical cuyo recorrido, céntrico y llano, discurre en torno al río Moldava y sus puentes más emblemáticos, por las mismas calles y plazas que tantas veces pisara el insigne escritor. Hasta sus propios títulos resultan premonitorios. Destino interesante, viaje corto, inscripción asequible, adoquines livianos. Así pues, a entrenar, esperar a la primavera y ¡a volar!
“Contemplación: Los que pasan corriendo”
El que podemos llamar efecto K irrumpe con fuerza ya antes de salir. El área técnica de la carrera, con acceso por Mustek, parada de metro común a las dos líneas diagonales, la verde y la amarilla, está emplazada al principio de la Vaclávské námestí, la Plaza de San Venceslao, donde el novelista trabajó algún tiempo, una gran avenida doble que remonta hacia el sureste, donde la estatua ecuestre del santo custodia el impresionante Museo Nacional, joya neorrenacentista en restauración, lejano al fondo. Estamos en los límites entre la Nové Mesto, Ciudad Nueva, y la Staré Mesto, Ciudad Vieja.
Al norte, a un paso, se abre la plaza de la República, con su Torre de la Pólvora, monumental puerta gótica, y el nuevo Consistorio de estilo art nouveau, en cuyos alrededores se hallan el edificio del antiguo Casino Alemán y el Café Arco, frecuentados en su época de esplendor por los jóvenes artistas praguenses germanófonos, los “arconautas”, Frank Kafka entre ellos.
Los cajones o corrales de salida están ubicados al otro lado de la plaza, entre dos calles de nombre aparentemente cercano que pronto los dirigirán camino del pistoletazo de rigor: la Celetná, que arranca de aquella, en la que vivió la familia del novelista judío y su padre regentó dos locales comerciales, y la Zelezná, por abajo, donde acudía al cine en el Teatro Alemán y cursó Derecho en la sección alemana de la Universidad Carolina. Y llegamos a la monumental plaza Vieja, el corazón de la ciudad histórica.
Y ahora también el del maratón, pues aquí se han instalado los arcos de salida y meta. Las dos oleadas de corredores acceden a ella, todavía andando, por el lado este, al pie de la conocida como Casa del Unicornio, un cenáculo intelectual de velada y debate que Frank Kafka solía frecuentar con su amigo Albert Einstein, también judío, entonces profesor en Praga. A su derecha, las esbeltas torres de la iglesia de Týn, gótica, tras una fila de preciosistas fachadas barrocas que remata el palacio Golz-Kinský, de elegante rococó, donde el padre de Frank Kafka tuvo también negocio y donde este asistió, adolescente, a los estudios en el Colegio Público Alemán, que abría sus aulas en el mismo edificio.
A la izquierda, resaltan la torre del Ayuntamiento viejo y, sobre todo, la Torre del Reloj, con su carillón de figuras móviles que se dejan ver a las horas en punto. En el centro, Jan Hus, el patriota reformista inmolado en la hoguera, los saluda en bronce desde su escultórico monumento. Pero hoy la maraña de instalaciones, ruido y gente lo llena todo, no es el mejor día para disfrutar con tranquilidad de estas maravillas.
“El Castillo”
A las nueve de la primaveral mañana, fresca aún pero con el sol amenazando, salen los primeros corredores, la elite aspirante a la corona, entre ellos el incierto ganador. Los demás, la mayoritaria masa popular, lo irán haciendo en montantes sucesivos durante un buen rato. ¡Comienza el desafío! Dejando en el ángulo izquierdo de la plaza la Casa de la Torre, el pelotón sube por la calle Parízská, entrando al lado de la casa Oppelt, otro de los domicilios de la familia durante varios años, arteria comercial que articula el barrio judío de Josehov, con su cementerio y sus sinagogas (muy cerca de la Española, se levanta una modernísima escultura en homenaje a Frank Kafka) y entra directamente al puente Cechuv, cruzando el río Moldava, Vltava para los checos, caudaloso eje fluvial que corta la ciudad de sur a norte, siempre orlado de patos y barcos y siempre amenazando con sus peligrosas riadas.
Pero antes del puente, a la derecha, los corredores pueden contemplar la mole blanca del lujoso hotel InterContinental. En este edificio, hoy muy reformado, Frank Kafka vivió un corto tiempo y en él escribió La Metamorfosis, con menos de treinta años. Pasado el río, giran a la izquierda, alcanzando enseguida el barrio histórico de Malá Strana, la Ciudad Pequeña, apretada entre las colinas y el río.
Refugio de la vieja nobleza checa y destino de inmigrantes posterior, es hoy un barrio turístico de sorprendentes calles y palacios barrocos a los pies del castillo que domina toda la ciudad. Los deportistas pueden contemplar, sucesivamente, las dos privilegiadas zonas verdes que ocupan toda la colina. En primer plano, a su derecha, los Jardines de Chotek, donde Frank Kafka se refugiaba para pasear y leer al amparo de la fronda silenciosa, bajo las murallas de la Fortaleza, cuyas torres y agujas sobresalen en lo alto. Porque el llamado Castillo de Praga, símbolo del poder y la burocracia, es eso, mucho más de lo que su nombre indica, toda una ciudadela bien fortificada, con sus murallas, torreones, miradores, terrazas, arcos, pasadizos, fosos y jardines.
En su interior, además del fastuoso Palacio Real, donde se puede asistir al cambio de guardia, encierra una muestra arquitectónica de primer orden: la catedral gótica de San Vito, reposo de monarcas y obispos, muestrario de vidrieras y mosaicos y depósito de reliquias y joyas de la Corona checa; calles y plazas que la conforman como un pueblecito de cuento en el que destaca el llamado Callejón del Oro, una estrechísima callejuela de tradición artesanal, con casitas de colores reconvertidas en diminutas tiendas de productos del país, siempre atestada de turistas, donde el número 22 (el mismo del bus que hace esta línea, kafkiana coincidencia) aún recuerda al visitante que aquí vivió la hermana preferida del escritor, el cual subía a visitarla muchas tardes y allí se quedaba a escribir.
“Mirando afuera distraídamente”
El monte Petrin, que ahora los corredores enfocan de frente es la segunda mancha verde. Pulmón de ocio y paseo preferido por los praguenses, al que se puede acceder en funicular y que esconde a su espalda el viejo estadio deportivo, es reconocido de inmediato por su torre homónima. Bajo la colina boscosa, en primer plano, se levanta el palacio Schönborn, hoy embajada. En él, un treintañero Frank Kafka utilizaba para escribir un piso-estudio cuando descubrió que estaba enfermo, solo siete años antes de sucumbir a la tuberculosis.
La carrera está a punto de cruzar de nuevo el agua y lo va a hacer por su puente más famoso. Pero antes, a la derecha, mientras siguen mirando afuera distraídamente, los participantes podrán contemplar la torre y la cúpula verde de la iglesia de San Nicolás. Y a la izquierda, pegada al río a unos pasos del puente, la Casa Museo de Kafka, donde el interesado puede acercarse a su tiempo, su vida y su obra en un ambiente óptimo, reposado y audiovisual, ajeno al runrún de la calle.
El monumental Puente Carlos, medio quilómetro de gótico en piedra maciza, es hoy una pasarela peatonal de arte barroco, tanto en sus magníficas esculturas laterales como en la admirable arquitectura de sus tres torres de acceso, y el punto neurálgico de la ciudad, su referencia obligada, repleto a todas horas de un río humano de vendedores, vagabundos y turistas que se detienen a cada paso para contemplar tanta belleza y la inigualable panorámica urbana sobre el verdadero río y sus alrededores.
“Primer sufrimiento”
Ya en la orilla derecha, los corredores dejan de frente la calle Karlova, tan concurrida como el ilustre puente, que los llevaría al edificio neoclásico que fue hogar de los Kafka en los años de entresiglos, al fondo en la plaza Pequeña y a un paso de la Vieja: la llamada Casa del Minuto.
Pero no es el momento, el trazado de la prueba los obliga a girar a la izquierda y subir bordeando el río hasta volver a cruzarlo en el siguiente puente, aún en el km 3, frente al imponente edificio del Rudolfinum, sede de la Filarmónica checa, y continuar al otro lado corriente abajo pasando enseguida al lado de la Piscina Civil, antigua playa fluvial que el niño Josef, segundo nombre del escritor, frecuentaba acompañado por su padre.
La carrera prosigue su andadura pegada al agua, pasa entre el islote grande, que forma dos amplios canales, y la apartada Expo donde se recogieron los dorsales de participación, entre los quilómetros 7 y 8 (unas duchas abiertas, improvisadas aquí sobre el asfalto, refrescan al pasar a los corredores más necesitados), recupera cruzando el río la orilla derecha y regresa a contracorriente.
Discurre luego por las calles próximas a la salida para desviarse muy pronto en busca del río, pasando por delante del Café Louvre, donde Frank Kafka acudía en ocasiones a una tertulia de filosofía. Al llegar al puente que sobrevuela uno de los tres islotes que cortan el agua, justo al lado del Teatro Nacional, templo de la cultura checa, bajan hacia el sur sin cruzarlo hasta llegar al siguiente, frente al que se yergue el icono arquitectónico de la modernidad urbana: la Casa Danzante, dos volúmenes de hormigón, acero y cristal que parecen bailar unidos por la cintura en asombroso y polémico contraste con los regios edificios clásicos que los circundan.
Luego de una pequeña desviación en lazo hacia el interior, se pasa la vía férrea y se alcanza la fortaleza de Vysehrad, cuyas murallas se levantan sobre un abrupto acantilado del río, construcción medieval posterior a la del Castillo principal pero que los antiguos mitos sitúan como sede legendaria de los originales príncipes de Bohemia. A no muchas zancadas más abajo, pasamos el km 21, el medio maratón. Hasta aquí, el primer sufrimiento.
“Descripción de una lucha”
La cosa ya se pone más seria, sin embargo, a partir de este momento. Menos que ver y más que sufrir. Un quilómetro largo más, hasta alcanzar el límite meridional de la carrera, y se gira volviendo en sentido contrario, repitiendo el último tramo salvo la desviación en lazo, ahora a favor del agua, hasta sobrepasar el km 25. Aquí se cruza de nuevo el último puente mencionado, todo ello ya por la izquierda del río.
Se continúa subiendo hasta cruzar al otro lado por el puente que desemboca frente al Teatro Nacional, siguiendo ahora la corriente hasta el de Carlos, sin pasarlo, ya en el km 32, cuando el “muro” de la fatiga hace estragos entre el multitudinario grupo de esforzados. Comienza el momento decisivo de un maratón, que se puede describir como una lucha épica. A partir de aquí, queda el diez mil último, el más duro, que repite, en este caso, casi todo el tramo inicial: se cruza a la margen izquierda en el siguiente puente, se gira a la derecha en busca de la isla grande, que se sobrepasa hasta cambiar de orilla en el km 37, donde se vuelve a doblar a la derecha para regresar y sobrepasarla de nuevo, por debajo y ya a menos de un quilómetro de la meta, la carrera se separa del río hacia el sur para que los finalizadores pisen orgullosos la línea del triunfo.
“La metamorfosis”
Si la vida es nuestro principal maratón, Kafka tuvo que abandonar el suyo antes de lo esperado, sin ni siquiera atisbar su póstuma y tardía glorificación en el mundo de las letras. Pero de alguna manera su espíritu empuja cada año al grupo de aficionados que recorren las mismas calles que él pisó. Porque no cabe duda de que, después de correr los 42 quilómetros más IVA de un maratón atlético, el corredor que pisa la meta no es completamente el mismo que ha tomado la salida unas horas antes. Una evidente transformación se opera en él, tanto física como mental. La lozanía y la pulcritud de partida se han vuelto desencaje, hedor y desaliño: sed y hambre contenidas; mi reino por una siesta; y, en fin, la temperatura corporal más alta y más bajo el peso.
Por otra parte, la carga de placenteras endorfinas por el esfuerzo y la consecución del reto contrapesa esos momentáneos transtornos aumentando la autoestima, la alegría y el bienestar. Que se lo pregunten, si no, a Murakami, ese Kafka japonés, maratonista letraherido, escritor que corre o corredor que escribe, que reconoce las bondades del correr y se reconoce en las profundidades literarias del maestro austrohúngaro. Pero no te preocupes si no corres, también experimenta su particular metamorfosis todo el que se acerca a esta urbe encantadora, corazón del viejo Imperio, rica en historia y cultura, siempre alegre, acogedora y sorprendente, postal de postales que a nadie deja indiferente con sus calles llenas de arte y vida, barata en general y, por si fuera poco, con una gastronomía interesante y una cerveza de probada calidad. Piénsalo antes de visitarla: quien lo hace, repite. El efecto k sí funciona. Vaya si funciona.
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