A principios del mes de marzo, aprovechando un viaje a tierras salmantinas, realizamos dos caminatas a pie tan distintas como interesantes, ambas de baja dificultad y con un objetivo fluvial común: en la primera, un río; en la segunda, un salto de agua. Agua que, en este año decimotercero del siglo, pródigo en lluvias, fluía rebosante y persistente.

Nuestro punto de partida es la histórica villa de Ledesma, a media hora de coche al oeste de Salamanca, siguiendo el cauce final del Tormes por la carretera provincial SA-300. Antes de comenzar la ruta, calentamos músculos en la visita obligada al pueblo, asentado sobre un roquedo de granito gris (que contrasta con la arenisca dorada de la capital provincial), antiguo castro elevado a orillas del río, que, “piadoso a su manera, reza al pasar” ante la ermita del Carmen, en palabras de un poeta local que cuelgan a la entrada de esta, una pequeña capilla de porte renacentista y retablo barroco escondida bajo la misma carretera mirando al caserío, donde los ledesminos veneran a su patrona.

ledesma

Cruzamos el Puente Viejo, sin pagar el antiguo portazgo y sin preocuparnos de si es romano o medieval o lo que sea, la eterna discusión de los viejos puentes de piedra, y subimos al casco antiguo, un precioso laberinto de callejuelas, plazas, casonas e iglesias, empedrado y granito, balconada y blasón, que nos trasladan a tiempos más gloriosos. Por la iglesia de Santa María la Mayor, una pequeña catedral, entramos a la Plaza Mayor, rectángulo de arco y soportales en el que destacan el Ayuntamiento y el Palacio, bajamos luego hasta el Castillo de los Condes de Ledesma, verdadera fortaleza de origen medieval, hoy parcialmente reconstruida sobre sus ruinas, con su flamante pórtico de torreones almenados, su patio de armas central y su plaza exterior.

Tras el ritual saludo al verraco de piedra vecino, continuamos por el paseo ajardinado de las viejas murallas, con impresionantes vistas sobre el río, rematando, cómo no, con la visita ineludible al moderno Centro de Interpretación Histórica Bletisa (topónimo que, convertido en Bletisama, está en el origen del nombre de la ciudad), ubicado en la antigua iglesia de San Miguel, interactivo y muy didáctico, que en poco tiempo te pone al día en todo lo relacionado con la historia y la vida de Ledesma y sus alrededores. Finalizada la visita, pasamos de nuevo el puente, tomando la carretera AS-311, que lleva a tierras zamoranas. A menos de medio kilómetro, a la derecha, vemos el letrero de nuestra primera ruta: la senda del Puente Mocho. Dejamos el coche a la entrada y nos disponemos a recorrer, en menos de hora y media, los cinco kilómetros escasos ida y vuelta de la misma.

El recorrido es ameno, especialmente interesante para el que se inicie en el paisaje del campo charro. Porque se trata de cruzar una inmensa dehesa, con sus encinas centenarias de caprichosas formas y tamaños, troncos gruesos y ramaje retorcido, esculturas verdes, solitarias unas como viejos gigantes aburridos, formando matas boscosas otras, cubriendo todas un terreno de llanos y vaguadas, de retama y carrascos, jara y tomillo, salpicado de berruecos o piedras berroqueñas, esos peñascos de granito oscuro que singularizan la orografía local, algunos redondeados y pulidos por la erosión, impresionantes, muchos zoomorfos a la libre imaginación, abundantes en toda esta zona, puerta de entrada a la comarca ribereña, escarpada y fronteriza de los Arribes del Duero.

puente

El camino, de tierra dura, es ancho y llano, y de él salen claros y ramales que, ante tanto verdor y tanta belleza, invitan a desviarse y adentrarse en el encinar. Estamos solos, en medio de un silencio que solo rompe la brisa entre los árboles. Pero un letrero anuncia peligro por la presencia de toros bravos entre la arboleda, así que, ¡cuernos!, empezamos a dudar de lo oportuno del paseo y a pensar en dar la vuelta… por si los morlacos, sobre todo cuando oímos algunos mugidos a lo lejos. La presencia de un caminante en sentido contrario nos va resultar providencial, tranquilizadora. Se detiene un rato a charlar sin prisa con nosotros y nos aclara que allí, de toros, nada, a lo sumo quedan unas cuantas vacas que pastan tranquilas no muy lejos. Es un hombre de unos 90 años, tieso, enjuto y de piel curtida, que aparenta muchos menos, antiguo casero de la enorme propiedad donde estamos.

Dicharachero y ansioso por pegar la hebra, nos dice que se trata de la Finca de las Aldehuelas, que en ella trabajó toda su vida, que conoce el terreno palmo a palmo, que ya no se aprovecha el campo como en sus tiempos y que se acerca por aquí a diario desde su actual domicilio en Ledesma. Agradecidos por la información, nos despedimos de nuestro amable interlocutor, todo un personaje de los que da gusto encontrar por el camino. Y ya más confiados, seguimos adelante.

La pista forestal, antigua vía de paso de rebaños y ganado, se va estrechando y haciendo más sombría hasta llegar a un muro que cierra el acceso a la pendiente final, franqueable por una especie de portilla. Al fondo, a pocos metros está nuestra meta, el puente sobre la Ribera de Cañedo, un arroyo pedregoso que desemboca en el Tormes algo más abajo, ya en la cola del gigantesco embalse de Almendra, y que hoy, tras un invierno tan lluvioso, es un flamante río cuyas aguas rompen con fuerza contra los tajamares, las orillas rocosas y las grandes piedras que salpican su cauce.

Romano en el fondo, medieval de fábrica y reciente en su reconstrucción, es una obra de granito blanco con cinco ojos, pretiles bajos y pavimento irregular, que formaba parte de la calzada romana que unía Ledesma con Zamora. Aquí el paisaje ya es de ribera, vegetación de vaguada, pradera y fresnos. Junto con el puente, el agua, el variado roquedal y un sol que ya anuncia primavera, conforman una preciosa estampa verde y luminosa, bucólica y de postal. La entrada al puente es abierta, espaciosa; al otro lado, encajado entre altos escarpes rocosos, comunica con una zona aun más verde, donde una estrechísima vereda, cortada por más piedras y arroyos de agua en total desorden, enlaza con la parte más alta de la dehesa, camino de tierras zamoranas. Merodeamos un poco por los alrededores y, contagiados de la energía del lugar, emprendemos el regreso. Del agua al agua.

por Santiago

Santi Somoza, de estirpe asturiana en la desembocadura del Eo, allí donde ástures y galaicos se dan la mano, aferrado siempre a su clan galego-forneiro, hipermétrope enjuto, jubiloso jubilado, maestro de nada y aprendiz de todo, pacífico y socarrón, descreído, escéptico, indignado, viajero letraherido y maratoniano corredor de fondo, ave nocturna y perpetrador de tangos, amigo de sus amigos, amante del buen vino y la poesía y, por encima de todo, de sus tres queridísimas mujeres.

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