En el invierno pasado hicimos un viaje a Palma de Mallorca y nos llevamos una agradable e inesperada sorpresa: San Sebastián estaba allí. No en su versión donostiarra, sin duda más conocida, con su tamborrada y su bandera, sino en la muy mediterránea del culto al fuego. Porque en los días que giran en torno al 20 de enero, festividad de San Sebastián (antes militar romano, luego mártir cristiano, ahora icono gay), santo patrón de la ciudad de Palma, las hermosas calles del centro arden en fiestas, nunca mejor dicho: hogueras, lumbre, brasas, antorchas, fuegos, cohetes, pólvora.

Y la fiesta va por barrios (también literalmente, pues las numerosas actividades, especialmente las nocturnas, se distribuyen en paralelo por distintas zonas del casco antiguo), lo que permite al forastero un buen conocimiento, a pie y sobre la marcha, disfrutando al mismo tiempo de la fiesta, de los principales atractivos urbanos: calles, plazas, edificios, monumentos, parques, jardines.

La oferta es variada, con un completo programa diario de actuaciones, algunas de pago pero la mayoría gratuitas, que van desde la cultura a la música pasando por las exposiciones, el deporte y los juegos, el teatro y la ópera, el circo, las cabalgatas y los pasacalles, el ocio infantil, las tradiciones locales, los conciertos clásicos, los coros, las bandas, las orquestas, los grupos más modernos, los bailes y las verbenas. Todas ellas comunes a las de nuestras grandes fiestas populares, salvo tres que tienen un destacado sabor local y que resultan por tanto más atractivas al visitante foráneo.

Mallorca

Dos de ellas están muy relacionadas entre sí, hasta el punto de que suelen ir juntas muchas veces, y pertenecen al ámbito cultural del antiguo reino de Aragón. Pudimos disfrutar la primera nada más llegar a la ciudad, al comienzo de la noche. Justo donde arranca La Rambla, a las puertas del amplio edificio ajardinado de la Biblioteca Pública, nos encontramos con una colla o grupo de castellers a punto de levantar un castell humano, uno de esos típicos castillos festivos formados por varios pisos circulares de personas que se apoyan entre ellas para mantenerse en perfecto y difícil equilibrio vertical.

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La costumbre, muy extendida hoy por Cataluña, Valencia, Baleares y Aragón, donde abundan las asociaciones permanentes dedicadas a preservar y potenciar el rito, parece que tiene su origen en antiguas danzas grupales y que nació en tierras de Tarragona cuando dejaron de bailar y se convirtieron en estáticas torres de potencia, destreza, valentía y sensatez (el cacareado seny catalán), según un lema compartido. La formación es piramidal, de más a menos, a partir de una base o piña de mucha gente que sostiene el tronco hasta llegar a alcanzar un máximo de nueve pisos, a cuya cima se eleva uno de los castilleros más pequeños, niño todavía, y levanta el brazo en señal de triunfo; la bajada se hace en sentido contrario, hasta que se descarga por completo la torre.

Todo ello varias veces, vistiendo los colores de la agrupación y con pasos precisos marcados por los compases familiares de timbal y chirimía. Un prodigio de habilidad y fuerza, un expectante momento de tensión, un verdadero espectáculo para la gente que llenaba la calle, a pesar de que nuestros esforzados constructores no pasaron del quinto piso… sin ascensor. 

Correfoc o recorrido del fuego

Pero esa interesante exhibición no era más que la antesala de la segunda sorpresa, el Correfoc o recorrido del fuego, a punto de estallar. Y así fue, en efecto, pues, tras un pequeño descanso, rompió la noche el espantoso estruendo de la comitiva que arrancaría calle abajo para recorrer un pequeño tramo urbano durante varias horas, entre una nube de humo de petardos, bengalas y artilugios pirotécnicos que explotaban sin cesar, con un ruido infernal, ante el asombro y la euforia de los mayores y el susto de los más pequeños.

La procesión, laica y luminosa, con raíces medievales documentadas, estaba formada por varios carros llenos de demonios cornudos, dragones y seres mitológicos que escupían fuego por doquier desde sus altos tronos y por una tropa andante de diablillos y demás acólitos del mal que no cesaban de gritar, saltar, bailar y correr, provocando con sus antorchas y artefactos tronantes al público, que, apostado en las aceras, participaba a su manera de la orgía festiva o saltaba a la calzada para ser protagonista espontáneo de la alegría y el bullicio con todas las consecuencias. Al final, la potente traca cierra el incendio callejero, qué alivio. Una interesante experiencia para vivirla de cerca, pero a prudente distancia… por si las chispas.

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Ese desfile de Lucifer, el heraldo de la luz, sirve de preparación para la tercera y última de nuestras sorpresas, dentro ya de la gran verbena del día 19, la revetla, otra nit del foc. Nos referimos a la costumbre local de las torrades o asados al aire libre. Una idea sencilla y popular que invita al contacto y a la alegría compartida: el ayuntamiento se encarga de colocar grandes parrillas en lugares estratégicos, con su ración de leña, y la gente que quiera se trae su carne (butifarra, sobrasada, lomo, panceta o lo que caiga) y se la prepara allí mismo, cual barbacoa campestre sin campo, donde va cayendo el pan y corriendo el vino.

Misma fiesta, diferentes ambientes

Es la noche grande. Cada cual se pierde por las calles repletas de gente en busca de su música preferida, a elegir. Nosotros comenzamos en la misma Plaça d’Espanya, llena hasta rebosar, donde se suceden las actuaciones de rockeros y grupos pop. En la cercana de L’Olivar domina el ambiente latino, con música étnica variada. Por la larga calle de Sant Miquel, jalonada de iglesias y nobles edificios, alcanzamos el corazón de la velada: la Plaça Major, amplio espacio rectangular al que se accede por los cuatro costados y que, curiosamente no alberga el ayuntamiento, como sería de esperar, en cuyo centro se levantan las altas llamas del tradicional fogueró, la enorme hoguera con que se abre el festejo, brasero gigante alimentado por una montaña de roble, alrededor del cual se arremolina la gente para bailar, fotografiarse o protegerse del frío nocturno; aquí predomina el folk isleño y mediterráneo, y son pocos los que no se animan a participar de las danzas tradicionales en círculos abiertos.

Algo más abajo, en el Cort, sí está el precioso edificio del Ajuntament y del Consell, bajo cuyos amplios y artísticos aleros suenan el blues y la nostalgia de las orquestinas y conjuntos sesenteros, con el viejo olivo como testigo al fondo. Siguiendo por el Parlament balear, llegamos a la de la Reina, donde ahora reinan las palmas y la guitarra flamenca, sus ecos resonando contra la Almudaina mora y la Catedral cristiana, dos joyas que miran al mar. Siguiendo el paseo marítimo a la derecha, alcanzamos la Llotja, la lonja de mercaderes, muestra del gótico balear, que hoy es museo naval y sede del gobierno autonómico; allí se alternan el jazz y la música cubana.

El heavy más potente lo encontramos al final, en Santo Domingo, mirando a los muelles, tras sobrepasar la  fortaleza defensiva del Baluard, hoy museo de arte moderno, y la desembocadura de la Riera, el torrente principal que baja de las primeras estribaciones serranas y que corta la ciudad por el oeste. Subiendo luego a su lado, llegamos a la avenida Jaume III, la gran arteria comercial, por la que accedemos, en su entronque con el elegante y peatonal Passeig del Born, a la plaza de Joan Carles I, la de las tortugas, donde hoy disfrutan de la música más joven. Bajamos ese paseo y volvemos a la plaza de la Reina, cerrando el circuito festivo. Y a pesar de la lluvia, del viento y del frío, la noche continúa.    

por Santiago

Santi Somoza, de estirpe asturiana en la desembocadura del Eo, allí donde ástures y galaicos se dan la mano, aferrado siempre a su clan galego-forneiro, hipermétrope enjuto, jubiloso jubilado, maestro de nada y aprendiz de todo, pacífico y socarrón, descreído, escéptico, indignado, viajero letraherido y maratoniano corredor de fondo, ave nocturna y perpetrador de tangos, amigo de sus amigos, amante del buen vino y la poesía y, por encima de todo, de sus tres queridísimas mujeres.

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