Las tierras gerundenses al sur del río Ter son fértiles y llanas, salpicadas de fascinantes pueblecitos con historia y en pleno centro de la Costa Brava.

Peratallada

Comenzamos nuestra visita en Peratallada, uno de esos pueblos con encanto del Bajo Ampurdán muy cercana a la comarcal 66 a unos dos tercios del camino entre Gerona capital y el mar. Como en todos estos pueblos protegidos y conservados como patrimonio histórico, el coche tiene que dejarse en una de las zonas de estacionamiento habilitadas fuera del casco urbano. Es esta una pequeña joya medieval que, haciendo honor a su nombre, parece haberse tallado sobre la propia roca. El escultor fue levantando sus nobles muros y casas, sus iglesias y sus torres, sus murallas y sus fosos, dando forma al entramado de sus callejuelas, dibujando sus plazas porticadas; luego vino el jardinero y las llenó de árboles, plantas, enredaderas y jardines; ya en tiempos recientes, una excelente y respetuosa recuperación ha vencido las ruinas del tiempo. Y todo en piedra, madera y elementos naturales, con el color arenoso de la tierra madre.

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Entramos por la Plaza de Les Voltes, un rectángulo de terrazas y ambiente, con casonas y restaurantes a tono con esta maravilla arquitectónica y con amplios soportales (de ahí su nombre) que recuerdan a los de la capital de la provincia. Casi al lado, está la Plaza del Castillo, un verdadero palacio-fortaleza, frente al que se abre una original oficina de turismo con autoinformación impresa y una coqueta cafetería. Las calles son estrechas, cortas, sin grandes pendientes, y deambulamos por todos sus rincones, sin desperdicio alguno, hasta llegar a las Murallas, sus torres y sus fosos, con el templo románico de Sant Esteve al otro lado de la carretera. Todo un placer para los sentidos, una pequeña postal ampurdanesa.

Pals

Siguiendo hacia el este, en dirección a las playas, entramos en Pals, otra joya similar pero mayor y más empinada. Porque la villa medieval se agrupaba, bien protegida por las murallas, alrededor del castillo, levantado en lo alto de la colina y hoy desaparecido casi por completo. Del aparcamiento, subimos directamente por la casona que hace de Museo y Casa de Cultura hasta llegar a la cercana Plaza Mayor, donde, como primera medida y como siempre, completamos nuestra información en la oficina de turismo.

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A través de un arco de piedra entramos en el barrio gótico y, remontando la calle principal, que cruza todo el conjunto y que exhibe en sus muros algunas tumbas de la época, alcanzamos a la derecha el emplazamiento del Castillo, del que solo queda la románica torre del homenaje, circular y maciza, que hoy se conoce como Torre de las Horas, y algunos restos de sus viejas piedras. En su lugar, una formidable mansión privada exhibe sus poderes de piscina y capilla. A un lado está la iglesia de San Pedro, mezcla de estilos, cuya parte trasera da al sector mejor conservado de las Murallas, de torres cuadradas. Al otro lado, sobre el pequeño Paseo Arqueológico, está el jardín Mirador de Josep Pla, con espectaculares vistas sobre la llanura circundante, tan plana como el apellido del propio escritor, ampurdanés ilustre del cercano Palafrugell.

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Aunque la arboleda vecina, cada vez más alta, empieza a entorpecer la vista, en los días claros la panorámica ofrece una instantánea en miniatura del Ampurdán: el verde de los cultivos, el rojo y piedra de los pueblecitos cercanos, el azul del mar (donde se vislumbran las islas Medes) y el “diamante helado” del Canigó, la montaña sagrada del Pirineo más próximo. A la bajada, por callejas de piedra y bajo arcos que pasan de la ojiva al medio punto, entramos en dos tiendas de cerámica donde nos atienden sendas argentinas y donde, para nuestra sorpresa, la colorista alfarería andaluza está más presente que la afamada bisbalense local. Curiosas y saludables paradojas.

Begur

Begur, colgado sobre la costa, es también un precioso pueblo en fuerte pendiente pero mayor y menos impactante que los dos anteriores, aunque, eso sí, con más atracción de sol y calas. Su núcleo histórico se concentra en torno a la Plaza de la Iglesia, con su pedrís llarg (un alargado banco de piedra que sirve de observatorio social y tertulia popular), el Ayuntamiento vecino y algunas calles comerciales aledañas.

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Hay que patearlo bien, arriba y abajo, para descubrir su rico patrimonio arquitectónico. Que abarca, además de lo citado y de algunas otras calles, plazas y edificios, tres itinerarios más de interés: el de sus varias Torres de Defensa, esos macizos torreones de vigilancia y protección costera que tanto abundan por el Mediterráneo, levantados en el siglo XVI ante los frecuentes ataques de naves enemigas o piratas; el de sus Casas Coloniales, mansiones construidas a finales del XIX por los emigrantes locales a Cuba (y otros países del Nuevo Mundo) que habían hecho las Américas y se habían convertido en americanos o indianos ricos; y el del Castillo medieval, destruido por las guerras y el tiempo, cuyas ruinas modernamente almenadas se yerguen en la cima del cerro local como un majestuoso mirador de amplio espectro que abarca desde el norteño cabo de Creus, con la desembocadura del Ter y las islas Medas delante, hasta un amplio oeste de fértiles llanos, con el macizo de Les Gavarres en primer plano y los lejanos Pirineos de fondo, sin olvidar la postal sureña del propio casco histórico begurés que acabamos de dejar y nos mira, admirable, desde abajo. Más abajo aun, nos espera la playa de La Riera, donde saludamos brevemente al mar.

Verges

Y lo dejamos para despedirnos, ya más al noroeste, en un restaurante que nos han recomendado en el pueblo de Verges, la puerta del Alto Ampurdán y sede de la famosa Danza de la Muerte, la ancestral y macabra Procesión anual del Jueves Santo. Poco que ver con los anteriores. El casco viejo es un pequeño laberinto de callejuelas estrechas encerradas entre murallas y torres bien conservadas que rodea la Plaza Mayor, donde se asientan la iglesia, de base románica muy reformada, y el Castillo medieval reconvertido en Ayuntamiento.

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El lugar respira catalanismo por todas partes y luce, orgulloso, los lazos amarillos y las llamadas públicas al efecto, pues no en vano resulta ser la cuna de dos insignes figuras del movimiento identitario: el político republicano Francesc Cambó y el cantante, ahora también novelista y viticultor, Lluis Llach, que vive a caballo de su masía de Parlavà, un pueblecito muy próximo, y el Senegal africano.

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El Mas Pi, donde comemos, resulta un verdadero descubrimiento. Bien situado en el cruce de la carretera general, es un sitio singular por su decoración y acogedor ambiente, con buena cocina asequible y varios comedores de sobria elegancia, amplia terraza-jardín exterior y salón-bar, además de original centro dinamizador de actos culturales y actuaciones nocturnas con un rincón dedicado en exclusiva, como no, al citado cantautor local (fotos, discos, papeles, libros… y un piano), al parecer cliente habitual cuando está en casa. Muy recomendable. Nos vamos de esta hermosa comarca con muy buen sabor de boca y la esperanza de que la alocada tramontana, que aquí es mucho más que un viento frío y norteño, no nos haya afectado en demasía. Adéu-siau!

por Santiago

Santi Somoza, de estirpe asturiana en la desembocadura del Eo, allí donde ástures y galaicos se dan la mano, aferrado siempre a su clan galego-forneiro, hipermétrope enjuto, jubiloso jubilado, maestro de nada y aprendiz de todo, pacífico y socarrón, descreído, escéptico, indignado, viajero letraherido y maratoniano corredor de fondo, ave nocturna y perpetrador de tangos, amigo de sus amigos, amante del buen vino y la poesía y, por encima de todo, de sus tres queridísimas mujeres.

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