Belfast es una ciudad pequeña, de unos trescientos mil habitantes, nacida sobre un fangal en la costa oriental irlandesa, a unos ciento sesenta y cinco kilómetros al norte de Dublín. Tristemente conocida por el trágico conflicto entre republicanos y unionistas, recién superado con los acuerdos de paz y el cese de la lucha armada, ha aprovechado estos últimos años para reformarse y convertirse en un lugar abierto al mundo.
Hoy nos detendremos en esta urbe para descubrir al viajero los lugares que pueden visitar en ella e historias que nos acercarán a un destino de lo más interesante.
El golpe definitivo de apertura lo ha dado recientemente con la apertura del Titanic Belfast, un monumental y modernísimo centro de interpretación sobre la historia del malogrado buque, que atrae a diario a cientos de visitantes.
Cuatro cuerpos revestidos de aluminio, estilizados y brillantes como icebergs alados, que calcan en forma y dimensiones la proa original del barco, abrazan un atrio central de seis alturas en metal y vidrio, donde se recrea al máximo detalle, con tecnología audiovisual puntera y alguna sorpresa, todo lo relacionado con la ciudad y el desdichado naufragio.
Podemos ver el edificio a continuación:
Levantado, además, en Queen’s Road, sobre los viejos muelles, a un paso del astillero donde se construyó y se botó el grandioso transatlántico cien años atrás (recomendable reservar con antelación para asegurar la visita).
Pero hay más. De reputada tradición musical, viejos pubs y hoteles de nuevo cuño, la ciudad ofrece un centro asequible al caminante y muy remozado, en el que se dan la mano el clasicismo del impresionante edificio eduardiano del Ayuntamiento, maravilla nocturna, o del oriental teatro de la Opera House con diseños actuales como el enorme pabellón multiusos Waterfront Hall o el fantástico Victoria Center, eje del bullicioso meollo peatonal.
Al oeste de la ciudad, los barrios rivales de Shankill (protestante y proinglés, al norte) y Falls (católico y proirlandés, al sur), separados por un muro-frontera en los años más negros, también atraen ahora a los curiosos que quieren contemplar las viejas pintadas reivindicativas de ambos bandos, grafiti de guerra, y que suelen usar para ello el recomendable servicio de los llamados black taxi. Puede completarse el recorrido con la visita a alguno de los cementerios de la ciudad, paradójicos remansos de paz y de verde cual pequeños parques o jardines abiertos.