Cuando se habla de lugares exóticos, de paraísos marinos perdidos, de playas paradisíacas, a uno se le vienen a la cabeza los arenales tropicales de sol y palmeras que se encuentran al sur y al norte del ecuador, especialmente las islas coralinas del Pacífico y del Índico. Y, ya en este último océano, los archipiélagos de moda de las Maldivas y las Seychelles, populares enclaves del turismo internacional.
Hay un lugar, sin embargo, que no se suele incluir entre ellos y que, desde hace ya algunos años, se ha venido convirtiendo en destino ideal para viajeros en busca de una estancia relajada, tranquila, recuperadora de los estragos de la vida occidental, lo que no significa aburrimiento o monotonía. Nos referimos a la isla tanzana de Zanzíbar, en la costa centrooriental africana, la mayor de las tres que forman el archipiélago homónimo, conocida también con el nombre local de Unjuga.
Esta Tanzania insular, junto con la costera continental cercana (cuyo centro es Dar-Es-Saalam, la antigua capital de país, caótica y populosa), pertenecen a la gran cultura suajili, nacida del sincretismo de lo autóctono africano con los navegantes persas y omaníes que durante siglos lideraron el comercio en el océano Índico. Pueblos de raza negra que hablan suajili e inglés y practican las enseñanzas de Mahoma.
Tras un vuelo con escala a Dar, tomamos aquí el ferry que nos pondrá en dos horas largas en el pequeño puerto de Zanzíbar, la capital de la isla. Nada más bajar del barco, a pie de playa, nos topamos con el Mercury’s Bar & Restaurant, cuyo nombre recuerda al malogrado cantante del famoso grupo británico “Queen”, Freddy Mercury, nacido aquí. Al otro lado de la avenida portuaria, casi enfrente, se encuentra el Big Tree, un gigantesco árbol centenario que sirve de lugar de tertulias y que señala la entrada a Stone Town, la ciudad de piedra, el casco antiguo.
Es una auténtica medina árabe, un laberinto de callejuelas, deteriorado y sucio, que hierve de vida, con placitas, bazares, madrasas, mezquitas, fortalezas y mansiones en ruinas, y mucha gente por todos los rincones. Algunas casas reconstruidas como hoteles o sedes oficiales dejan ver su antiguo esplendor; aunque en peligro de extinción, aún se pueden ver las típicas puertas de madera labrada de la rica artesanía local. Merece la pena una visita detenida. Otras interesantes ofertas de la isla son el palacio-harén del sultán en Maruhhubi, la cueva-prisión de esclavos en Mangapwani, las plantaciones de especias, sobre todo de clavo y nuez moscada, el bosque tropical de Jozani, con dos especies autóctonas: el mono colobo rojo y el antílope enano. Y las playas, en especial las de la costa oriental.
Playas de la costa oriental de Zanzíbar
Como la mayoría son caras y muy frecuentadas, elegiremos una muy especial: Matenwe, al nordeste. En la estación de autobuses, tomaremos un dala-dala, pequeña camioneta abierta y siempre llena hasta los topes; es incómodo, pero barato, y te permite ser el único viajero blanco y conocer a los indígenas en vivo y en directo.
Cruzaremos la isla hacia el norte y luego, ya en camino de tierra, nos desviaremos al este. La primera impresión de Matenwe village, una pequeña aldea marinera a pie de playa, es desoladora: como si acabase de salir de una guerra, nos recibe en su aparente ruina, las humildes casas grises destartaladas con sus tejados de hoja de palma, las desdibujadas calles de arena y piedra, hombres y mujeres charlando a las puertas, niños medio desnudos correteando por doquier, perros, cabras y vacas sueltos…
África total, dura y auténtica. Pero libre y feliz. Los niños van a la escuela del pueblo, las mujeres recogen algas para la exportación metidas en el mar con el agua por la cintura, tapadas hasta arriba con sus kangas y sus velos de vivos colores, y los hombres salen de pesca en su humildes dhows de origen árabe y vela triangular, aprovechando la marea para sortear el cercano arrecife de coral que cierra la costa. Dentro del recinto urbano (es un decir) hay unos bungalós de precio asequible, buena atención y comida abundante.
Hay otros resorts con lodges de lujo a lo largo del enorme arenal, camuflados entre los altos cocoteros. El sol tropical quema de lo lindo, el agua está como de calentador, por la arena blanquísima y fina pululan vacas, niños, lugareños y turistas, pocos.
Durante el día, sol, paseos, baño o buceo y esnórquel bajo el mar de coral. De noche, asistir a algún sarao en un hotel cercano o tumbarse en la arena con un cóctel de coco y licor a contemplar las estrellas del hemisferio sur, mientras el Índico nos arrulla con la música de su brisa y su incesante oleaje. Y si te duermes no te preocupes: el almuecín se encargará de despertarte con la primera luz del día, recordándote desde su alto minarete y con su voz potente y bien modulada que Alá es grande. Cómo ponerlo en duda, a la vista de este bendito regalo de la Naturaleza.
Una estancia apacible, en fin, a la sombra de palmeras tropicales, en el corazón del África más indostánica y entre una gente hospitalaria y parsimoniosa que te saluda de continuo con un amistoso Jambo, jambo! y que con un tranquilizador Hakuna matata! y una sonrisa abierta soluciona todos los problemas.