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Restos del naufragio en Berlín: Museo del Trabi y de la RDA

Santiago 12 septiembre, 2016

Los alemanes, hoy unidos y libres, se han recuperado con creces de los desastres de la guerra y la separación y han rendido cuentas con su negro pasado próximo de manera cívica y ejemplar, enfrentándose sin miedo a los fantasmas de la memoria histórica como condición necesaria de una verdadera convivencia pacífica. Y esto salta más a la vista precisamente en Berlín, capital de todos y dominio de nadie, donde las huellas de ese pasado, convenientemente tratadas, se exhiben sin pudor como recuerdo y homenaje a las víctimas, como fuentes originales de información histórica, como material didáctico para los más jóvenes o como simple atractivo turístico para aficionados y visitantes.

Tanto es así que esos puntos calientes de la Historia local, marcada primero por el nazismo y luego por la guerra fría, se han convertido en verdaderos símbolos de la ciudad y de toda Alemania: los lugares conflictivos, los campos de concentración, los centros hitlerianos, el gueto judío, los restos del Muro, los viejos pasos fronterizos, la huella soviética, la arquitectura conservada. Y, en su entorno, se han rehabilitado o levantado monumentos, edificios, museos, memoriales, placas o centros informativos y de interpretación.

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Por otra parte, además, diverso material bélico o civil (de la guerra caliente o de la fría, ahora ya en feliz e incruenta confusión) se ofrece como objetivo de coleccionistas y nostálgicos o como simple recuerdo turístico de marcado carácter retro, toda una amalgama kitsch de productos y prendas de valor simbólico desprovistos de su controvertido significado original que se pueden encontrar tanto en las más modernas galerías de diseño como en los rastrillos callejeros más populares: uniformes, parafernalia militar, insignias, chapas, adornos, postales, fotos, reproducciones, cuadros, inscripciones, folletos, libros, discos, trozos de Muro… quién da más.

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Pero hay dos elementos de la vieja RDA, la Alemania soviética de entonces, que aún se mantienen en pie, vivitos y coleando más o menos. Y ambos relacionados con el tráfico urbano: uno, un coche; el otro, un semáforo. Entre los alemanes del Este, con un nivel de consumo distinto e inferior a sus vecinos occidentales, se hizo muy popular un turismo de la marca Trabant, un utilitario duro y de líneas poco estéticas construido de manera artesanal, con carrocería de resina plástica y un modesto motor de moto de escasísima potencia. Vamos, lo que para nosotros supuso, salvando todas las distancias, nuestro familiar Seat 600, el utilitario obrero del desarrollismo franquista: coetáneos ambos, simbolizaban el aire fresco de las libertades dentro de un clima de autarquía represora (no es casualidad que una de las pintadas urbanas más populares de Berlín, hoy convertida en icono urbano, represente a un Trabant abriendo un boquete en el Muro camino del ansiado oeste).

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Pues bien, el dichoso cacharro puede verse aún circulando por las calles berlinesas (y de otras ciudades alemanas), ahora también por las de poniente, claro que de manera un tanto precaria, como un vestigio del pasado reciente, casi siempre repintado o tuneado en vivos colores, en calidad de reclamo publicitario de alguna casa comercial, quizá en algún caso en manos de algún particular resistente amante de las viejas glorias; o, ya como inmóvil icono comercial o etnográfico, ora varado en plena calle o en el interior de alguna tienda como coche anuncio, ora expuesto en algún museo.

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Son principalmente dos los que, en Berlín, permiten acercarse a la historia y la realidad del simpático vehículo: El Museo del Trabi (así se le conoce familiarmente al humilde “satélite” de cuatro ruedas), al lado del famoso paso de Checkpoint Charlie, que alberga muestras y material suficiente para saciar la curiosidad de todo aficionado que se precie; y el Museo de la RDA, cercano a la catedral y al río, que permite manipular y familiarizarse con los objetos que conformaron la vida cotidiana en la Alemania soviética durante los años más calientes de la Guerra Fría. Y si quieres sentirlo más de cerca, puedes apuntarte a un trabisafari, un tour urbano que te permitirá sentarte al volante de uno de sus coloristas modelos y gozar, lenta y festivamente, de sus obsoletas prestaciones de otro tiempo.

El segundo elemento ha tenido mejor fortuna y se ha ganado a pulso su futuro. Más que de un semáforo propiamente dicho, se trata de los iconos luminosos de original diseño que funcionaban en esas señales verticales en el territorio de lo que fue la Alemania oriental. Consistían en dos estilizados muñequitos, rematados por un característico gorro, que daban paso a los peatones en los cruces y pasos de cebra urbanos. El verde, de perfil y en actitud de caminar, para abrir el paso; el rojo, de frente y con los brazos en cruz, para cerrarlo.

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Se hicieron muy populares y se les conoce con el apelativo de ampelmännchen, esto es, los hombrecitos de sombrero. Su aspecto y funcionamiento llegaron a ser parte del inconsciente colectivo de viandantes y conductores, de tal manera que se convirtieron en un elemento querido y respetado, casi una mascota familiar. Tanto que, cuando tras la reunificación del país surgió la idea de cambiarlos por otros más modernos y de estética al uso, la gente se levantó contra el proyecto y al Gobierno no le quedó más remedio que echar el freno y mantenerlos en su sitio, que comparten orgullosos con sus hermanos occidentales gracias a esa afortunada amnistía popular.

Hoy son, pues, leyenda viva en las calles de Berlín y otras ciudades del país y exitoso logotipo comercial, también, en el rentable negocio del souvenir turístico, con su amplio abanico de productos de recuerdo. Hasta el punto de que, a la simpática pareja de varones, y como consecuencia de las modernas reivindicaciones feministas, le ha salido competencia de sexo: una ampelfrau de color rosáceo y características coletas. Y todo indica que no se llevan nada mal.                       

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About Author

Santiago

Santi Somoza, de estirpe asturiana en la desembocadura del Eo, allí donde ástures y galaicos se dan la mano, aferrado siempre a su clan galego-forneiro, hipermétrope enjuto, jubiloso jubilado, maestro de nada y aprendiz de todo, pacífico y socarrón, descreído, escéptico, indignado, viajero letraherido y maratoniano corredor de fondo, ave nocturna y perpetrador de tangos, amigo de sus amigos, amante del buen vino y la poesía y, por encima de todo, de sus tres queridísimas mujeres. View all posts by Santiago →

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