Cuenta la leyenda que dos gigantes, uno escocés y el otro irlandés, dirimían sus rencillas a pedrada limpia y que, de tantas y tan descomunales piedras como se tiraron, formaron un camino sobre el mar, donde se ahogó el primero, al parecer más fuerte pero menos astuto, cuando huía en retirada engañado por un ardid de su contrincante. Todo esto ocurría al noreste de la isla de Irlanda, en la parte septentrional del Ulster que actualmente continúa perteneciendo al Reino Unido, separada de la vecina Escocia por un estrecho canal marino.
Lo que ambos personajes ignoraban era que su increíble y ancestral pedrero se iba a convertir con el paso del tiempo en patrimonio de la Humanidad, visitado actualmente por millares de personas de todo el mundo. Pero vayamos despacio, que para acercarse al norte del norte hay que viajar antes un poco. Quizá la mejor elección sea volar a Belfast, la capital de Irlanda del Norte, vía Dublín o Londres (ciudades ambas de obligada visita si aún no se conocen), y subir luego por carretera hasta la citada maravilla natural.
Y no preocuparse mucho por el tiempo, que siempre es el mismo y cambiante a la vez, pero ir bien pertrechados para lo que caiga: frío, agua, viento y sol se turnan a diario para dar gusto a todos y asegurar el verde, color nacional; o eso dicen los propios nativos: four seasons in one day, las cuatro estaciones en un solo día. Ni tampoco por el gaélico, el viejo idioma irlandés: la gente te habla en perfecto inglés, la señalización es bilingüe y la amabilidad nativa lo facilita todo.
El recorrido comienza por Belfast, una ciudad que como ya os adelantamos, está abriéndose cada día más al mundo con monumentos modernos como el centro de interpretación del Titanic y donde se puede disfrutar también de otros edificios de interés como el Ayuntamiento o el teatro de la Opera House, además de otras referencias turísticas, como los restos de antiguos enfrentamientos políticos en la ciudad.
Finalizada la visita a la capital, es el momento de dirigirnos hacia el noroeste, camino de Antrim (pequeña ciudad fluvial, a un paso del gran lago Neagh, que da nombre a todo el condado nororiental) y Ballymoney (histórica villa irlandesa, una de la más antiguas), para desde aquí alcanzar Bushmills, un pequeño pueblo a setenta y siete kilómetros de Belfast que, antes de acercarnos a nuestro destino principal, nos va a deparar una grata sorpresa: la Old Bushmills Destilery, la fábrica de güsqui más antigua del mundo; allí te explicarán toda la elaboración del malta y las virtudes de su whiskey (uisce beatha, agua de la vida) frente al escocés, rivalidad eterna, que intentarás probar y comprobar para, al menos, quitarte el frío: que si la pureza del agua, que si la triple y pausada fermentación, que si la selecta cebada, que si la madera de sus toneles, qué sé yo.
Animados por el licor, llegamos, una milla más arriba, al objetivo final de nuestro viaje: la Giant’s Clauseway, la Calzada del Gigante, el legendario pedregal costero del que hablábamos al principio. Que, por supuesto, no tiene nada que ver con gigantomaquias fantásticas sino con fenómenos geológicos de índole volcánica y resultados naturales caprichosos: miles de piedras basálticas, hexagonales y planas las más, en columnatas verticales muchas, aisladas y escultóricas algunas, resbaladizas todas, conforman una inédita playa pétrea que se adentra en el mar dejando a sus espaldas altísimos acantilados verdes que cierran en semicírculo una extensa bahía.
Uno no se puede resistir a la experiencia de caminar sobre ellas, recorrer el inmenso canchal, admirar cada rincón y cada forma, asomarse a su borde sobre el mar o sentarse, simplemente, a sentir la brisa y el sobrecogedor magnetismo del singular e inesperado paraje. Para poder disfrutar tal maravilla, se han abierto varias rutas pedestres que salen de los aparcamientos del moderno Centro de Interpretación, cruzan el cantil y recorren todo el escenario.
El camino principal de acceso es una estrecha carretera asfaltada, abierta solo al autobús oficial que transporta, en continua ida y vuelta, a los menos andariegos; para los demás hay cuatro niveles de dificultad, a elegir. Sea como sea, siempre será algo nunca visto, un paisaje de otro mundo, fantasmagórico pero real, con el regalo añadido de un agradable y recuperador paseo campestre, de la hermosa y recortada costa irlandesa, del horizonte atlántico, de las olas y las gaviotas, del azul y del verde, en fin, que pugnan sin mucho éxito por constreñir los pardos y grises del extraordinario e impasible roquedal marino.
Saliendo hacia el este, pegados a la costa, nos encontramos enseguida con la bahía de Port Na Spaniagh, nombre que recuerda el lejano naufragio de un barco español. Continuaremos hasta Ballycastle, pueblo de veraneo desde donde sale el ferry para la cercana isla de Rathlin Island, merecedora también de una rápida visita. Pero antes nos habremos desviado a la izquierda de la carretera, en rampa sobre el mar, para cruzar, tras un paseo a pie de un kilómetro sobre el acantilado, el puente colgante de Carrick-a-Rede, de vértigo sobre la espumosa agua marina que rompe rugiente muy abajo.
Ha llegado el momento de regresar a casa, vía Belfast, cosa de pocas horas. Salvo que nos sobren tiempo y libras para volver por la costa, siguiendo esta estrecha, ondulada y preciosa carretera norteña, colgada sobre el mar, que nos llevaría a los puertos y las playas del oriente más alto de Irlanda del Norte, entre praderas y suaves colinas mimadas como campos de golf, soberbias y aisladas granjas campesinas y rebaños de ovejas blanquísimas que, en conjunto, monopolizan un paisaje de ensueño y esmeralda. De cualquier modo, feliz regreso.