Cádiz era para mí desde hace años una provincia desconocida; y mis deseos de conocerla iban cada año en aumento. Todo el mundo me hablaba de ella y esto unido a la cantidad de información que me encontraba en la web sobre sus playas, pueblos o atractivos no hacían sino ofrecerme más alicientes para querer visitarla. Por eso, cuando tuve la oportunidad de ir cinco días en el pasado abril, las expectativas eran altas. Y se cumplieron. Tanto que ahora solo me quedan unas irremediables ganas de volver.
Uno de los lugares que más llamó mi atención fue Vejer de la Frontera, un pueblo que si bien tienen como característica principal que todas sus fachadas están pintadas de blanco, no forma parte de la conocida como Ruta de los Pueblos Blancos. Esto son otros veinte de las serranías gaditana y malagueña que tienen como distintivo estar en estos emplazamientos además de sus tan características fachadas encaladas blancas. Son muy recomendables Arcos de la Frontera, Grazalema o Zahara de la Sierra.
Vejer es un pueblo encantador, e incluso a pesar de sus cuestas. Sin ellas, no podría ser bonito antes de ser conocido, ya que desde la carretera uno aprecia los encantos de este lugar: en lo alto de la colina, la percepción de las casas de color blanco desde este emplazamiento son un preludio de la belleza del destino. Una vez que subes a lo que es la población, bien protegida por la muralla, pasear por sus calles es toda una gozada: cuidadas, perfectamente pintadas, tradicionales pero nuevas; encantadoras.
Una pintada en el camino nos advierte: “Vivir para caminar”. Y es que en estos pueblos, patear es siempre la mejor de las actividades turísticas. Lugares donde la naturaleza, la tranquilidad, belleza y cercanía a otros puntos de interés son un reclamo para pasar unos días. Vejer puede ser un buen destino para hacer luego rutas a las distintas playas de la provincia, si se tiene coche y tiempo.
Disfruté de un día soleado en el pueblo y conocí a un Vejer radiante que se presenta al viajero sencillamente irresistible. Subimos al mirador, donde nos hacemos un idea del pueblo, compartiendo escenario con la estatua de una “cobijada”, traje típico de la mujer de estas tierras, heredado de la época de Al-Andalus, fácil de adivinar pues solo deja al descubierto un ojo de las muchachas; callejeamos entre iglesias y alguna plaza coqueta; llegamos a la zona de terrazas y donde la gente toma algo relajadamente, siguiendo el ritmo de este pueblo.
Para finalizar, fuimos a la terraza del Hotel La Casa El Califa para tomar un té moruno, en una construcción laberíntica propia también de la época árabe ideal para despedirnos. Despedirnos esperando que sea un hasta pronto y no un adiós, ya que esta tierra nos ha conquistado y queremos volver sin prisa, con la única meta de disfrutar del paso del tiempo, lento, y volver a deleitarnos con lugares como este.