Pongamos que, por azares de la vida, nos encontramos en Vegadeo (A Veiga, en el galaico decir los lugareños), en una de sus acogedoras casas rurales. Pueblo asturiano de frontera, villa blanca de puentes y riadas históricas, centro comarcal de feria y mercado, se asienta sobre las marismas orientales del río Eo, aquí ancha ría que hermana Asturias con la provincia de Lugo. Pongamos que hace una mañana soleada y cálida que anuncia el verano.

Y pongamos, en fin, que venimos dispuestos a saldar la viajera cuenta pendiente que tenemos con las tierras interiores lucenses, esas que quedan a desmano de las rutas principales y de las modas turísticas, que siempre hemos ido dejando para otro día y que encierran inesperados atractivos. Dicho y hecho. La misma carretera que cruza el centro urbano veigueño (la N-640, que se alarga hasta su final en Pontevedra) nos deposita directa, que no definitivamente, en Galicia a través del puente fronterizo, impagable atajo vial con siglo y medio a sus espaldas.

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Siempre por ella y río arriba, entramos en una zona verde y ribereña, salmonera y forestal, con pequeños pueblos que no se sabe bien si son de aquí o de allá, sea por la tópica y reflexiva incertidumbre galaica, sea por el perfil mareante de sus continuas y cerradas curvas, sea más bien por la caprichosa linde intercomunitaria, que tan pronto te ubica en dominio asturiano como en gallego y desorienta al más pintado durante unos cuantos kilómetros, hasta que el país hermano de Breogán nos acoge definitivamente. Estos son sus regalos.

Nacimiento del río Miño

Llevamos unos cuarenta minutos de coche cuando dejamos atrás la cuenca del Eo y entramos en la del río Miño, separadas ambas por los combados montes de la sierra de Meira. A la entrada de la villa de este nombre, de pasado cisterciense, nos recibe el río, aún infante, encauzado aquí dentro de un parque urbano verde y acogedor. A la salida del pueblo, nos desviamos a la derecha por la provincial LU-122 para realizar, muy cerca, nuestra primera parada del día en Fonmiñá, la fuente originaria del río. Con disputa incluida, como es de rigor en estos casos, pues los expertos ubican el verdadero nacimiento fluvial más arriba, en las alturas serranas circundantes.

fontmina

Polémica aparte, el lugar es encantador y merece de sobra una visita. Un enorme parque verde natural de arbolado y pradera, cortado por canales, regueros, charcas, caminos de tierra, sendas peatonales y pasarelas de madera, esculturas, cruces de piedra, pequeños puentes, zonas de descanso…, todo ello alrededor de una laguna principal donde afloran las aguas del río en reñida pugna con la maraña de plantas lacustres. Siguiendo la senda principal, paralela al fluir de las aguas manantiales, se puede visitar un viejo molino harinero en activo, tras el cual el río se abre y cruza un hermoso soto de frondosos árboles de ribera, bucólico y sombrío, hasta un pequeño puente final donde ya se despide de nosotros tragado por la intrincada vegetación.

Regresamos al aparcamiento, pegado a la misma carretera, donde el interesado dispone de paneles públicos con amplia información, despidiéndonos de este pequeño paraíso bien cuidado, inesperada y agradable sorpresa por otra parte. ¡Y pensar que esta incipiente afloración acuática se va a convertir pronto en la caudalosa corriente que cruza toda Galicia (en diagonal azul, como la emblemática línea de su bandera) para unirla finalmente con Portugal en su comunión atlántica!

 La Tierra Cha

Acabamos de entrar en la Terra Cha, esa comarca mesetaria del norte de Lugo encajonada entre la sierra, el mar y el oriente coruñés. Amplia llanura impensable por estas latitudes, de microclima extremo de soles y lluvias, vacío y silencio, horizontes abiertos, pequeñas colinas, numerosos bosques de robles, castaños y ribera, ríos y humedales, antiguos castros, viejos puentes, vetustas iglesias, playas forzosamente fluviales, sendas verdes, rica agricultura, vacuno de cuota y matadero, blancos poblachones y aldeas de cuento, tejados de losa, cabazos y cruceiros, poetas. Como el que tan acertadamente describió a esa su querida Chaira, que así la llaman los suyos: A Terra Chá de Galicia / non é monte nin é val. / É unha longura infinita, / unha longura de mar. Vamos a hablaros de un pueblo de esta tierra, aunque en el siguiente capítulo de este post seguiremos con otros.

El Castro de Viladonga

Volvemos sobre nuestros pasos para continuar por la carretera nacional con dirección a la ciudad de Lugo. Unas cuatro leguas antes de llegar a esta, a la altura del kilómetro 70, nos desviamos para visitar el chairego Castro de Viladonga. Segunda parada y segunda grata sorpresa del día. Situado muy cerca de la carretera, ofrece al público un valioso Museo Arqueológico, pegado al Castro propiamente dicho, y resulta ser un emplazamiento clave de la cultura castreña galaico-romana.

castro-lugo

Empezamos la visita por aquel y empezamos bien: hoy la entrada es gratuita, tercera sorpresa favorable. El edificio fue construido allá por los años 70, abierto al público en los 80 y ampliado-reformado en la década siguiente. Con salón de actos, despachos, salas de trabajo, biblioteca, talleres, área de estudio y almacén, consta de cuatro salas de exposición pública, luminosas y amplias. Tres intercomunicadas a la derecha de la entrada, donde se exhiben, en vitrinas y paneles informativos, los materiales aquí localizados y recuperados en las labores científicas de campo: elementos de construcción; útiles, herramientas, armas y cerámica; monedas, joyas, juegos…

Cabe destacar, llamativas en medio de la exposición, una maqueta del Castro en grandes dimensiones y una escenificación simulada de los diferentes trabajos de la época. La cuarta sala se sitúa enfrente de ellas, pasando el vestíbulo de recepción, con gran oferta de mapas y fotos, completa y detallada información sobre la propia historia del conjunto arqueológico y sobre los yacimientos hermanos del noroeste ibérico. Todo muy limpio, ordenado, didáctico, interesante. Sobre un pequeño otero aledaño que domina toda la zona circundante se ubica el Castro. Accedemos a el por la calle principal, que lo atraviesa de este a oeste y se cruza con la segunda en importancia, perpendicular a ella, ambas centrales.

A su lado, y al de otros caminos de paso, se articulan los restos de todas las construcciones descubiertas hasta ahora, que forman la acrópolis interior: casas, dependencias comunales de rito, trabajo o reunión, almacenes, plazas, patios, establos… el entramado urbano que aquí hervía en la época tardorromana, la más significativa de este enclave. Subimos a la muralla para apreciar mejor todo el conjunto interior y exterior. Un amplio foso defensivo en altísimo terraplén salvaguarda todo el recinto a modo de inexpugnable fortaleza, circundado por una espesa fronda selvática que se pierde en el lejano horizonte plano. El sitio tiene algo de especial, magnético, de ara solis de antiguos ritos paganos. Por algo será.

Imagen: Flickr, Flickr

por Santiago

Santi Somoza, de estirpe asturiana en la desembocadura del Eo, allí donde ástures y galaicos se dan la mano, aferrado siempre a su clan galego-forneiro, hipermétrope enjuto, jubiloso jubilado, maestro de nada y aprendiz de todo, pacífico y socarrón, descreído, escéptico, indignado, viajero letraherido y maratoniano corredor de fondo, ave nocturna y perpetrador de tangos, amigo de sus amigos, amante del buen vino y la poesía y, por encima de todo, de sus tres queridísimas mujeres.

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