Enclavada al norte de París, entre los grandes bulevares y el periférico, la colina de Montmartre ofrece una de las mejores vistas de la ciudad. La estación de metro Anvers, de la línea 2, nos deja en la zona más baja, al este. De aquí ya subimos directamente a la Basílica del Sagrado Corazón, donde entraremos a la iglesia, bajaremos a la cripta y remontaremos la larga escalera de caracol hasta el mirador de la blanca cúpula que compite con el esbelto campanario.
La subida es dura pero corta y recomendable (un moderno funicular está a disposición del que decida ahorrarse la cuesta), pues los cuidadísimos jardines y parterres que la adornan hacen el paseo más ameno. Rodeando la vecina iglesia de San Pedro, construida sobre una antigua abadía benedictina que pasa por ser la cuna de los Jesuitas, se llega a la Place du Tertre, el corazón del barrio, una plaza no muy grande donde todavía se palpa el ambiente artístico y bohemio de sus buenos tiempos, con tiendas, bares y restaurantes de todo tipo, de precios bastante populares, galerías de arte, puestos de artesanía y pintores dispuestos a retratarte para el recuerdo. Fuera, en una esquina, el Espacio Dalí ofrece una panorámica estable de la obra del pintor catalán.
Tirando al norte, alcanzamos uno de los pocos viñedos parisinos, que nos hablan de un pasado rural, al lado de los cuales se hallan el Lapin Agile, el cabaré más antiguo de la ciudad, y el Museo de Montmartre, un recorrido informativo y práctico por la historia local. Bajando luego, en la animada calle Lepic, podemos sentarnos a la cinematográfica barra de Amélie (en realidad, la película es un homenaje al barrio: cafetería, tienda, estanco, domicilio, Basílica, metro Abbesses), en el Café des deux Moulins, y contemplar esos dos únicos molinos de viento que quedan en la zona: el Moulin Radet y el Moulin de la Galette.
Si la seguimos, unas calles más al poniente, entramos al Cementerio de Montmartre, donde reposan el novelista Dumas, el pintor Degas, el músico Berliotz, el poeta Heine y el cineasta Truffaut, entre otros. Regresando al este por abajo, topamos con la Plaza Pigalle, núcleo del barrio rojo de burdeles y salas de fiesta, tan rojo como el emblemático cabaré Moulin Rouge que la preside. Muy cerca, visitamos el Museo del erotismo, decadente y kitsch, que simboliza el carácter de la zona. Cerramos el recorrido un poco más arriba, en la coqueta Plaza de las Abadesas, muy cerca de donde lo empezamos.
Con un pasado de asedios y revoluciones, el barrio de Montmartre, laberinto de calles estrechas y empinadas que contrasta con las grandes avenidas del centro, comercial de día y vividor de noche, ha sido, por encima de todo, el de la vida bohemia de hambre y pensiones baratas, de noches de música y alcohol, de tertulias y talleres de grandes artistas del impresionismo y las primeras vanguardias, cuyos pintores lo inmortalizaron en sus cuadros para siempre. Aún hoy, una sombra de lo que fue, se respira aquel espíritu abierto y rompedor de las instantáneas de Pissarro, las bailarinas de Degas, los carteles de Toulouse-Lautrec, los retratos de Van Gogh, las estampas locales de Utrillo o las deformaciones cubistas de Picasso. Quién sino para cantar su decadencia que el gran Charles Aznavour: “Bohemia de París, alegre, loca y gris, de un tiempo ya pasado”.