Hoy vamos a hacernos con una visión de París a golpe de zapatilla, ni más ni menos que corriendo por sus calles más céntricas, vacías solo para nosotros, una mañana de incipiente primavera. Porque todos los años desde hace más de treinta, el primer domingo de abril, la Ciudad de las Luces se llena de locos en paños menores que se disponen a participar en el Marathon de Paris, uno de los más importantes del mundo.

Ese día, desde muy temprano, el metro y demás transportes urbanos se ven desbordados de corredores y acompañantes que se dirigen hacia la salida de la prueba, en los Campos Elíseos, delante de la Plaza de la Estrella (hoy plaza Charles de Gaulle), en cuyo centro se yergue el napoleónico Arco de Triunfo, homenaje en piedra a los caídos por la patria, con su tumba del soldado desconocido y su llama permanente. En la avenida más hermosa del mundo (al menos para los franceses) no cabe una aguja, con más de 40 000 corredores apretados en su calzada y cientos y cientos de espectadores abarrotando las aceras y aledaños.

Las calles laterales se llenan de deportistas estirando, calentando y vertiendo aguas menores y mayores en los rincones más insospechados (aunque hay sanitarios móviles instalados, las prisas, los nervios, la recomendada hidratación y las enormes colas obligan a ello, ante el asombro de los eventuales viandantes y las razonables protestas del servicio municipal de limpieza). El ambiente, festivo y colorista, es espectacular. Los atletas, que saldrán en varios grupos consecutivos según tiempo declarado y color de dorsal, se mantienen inquietos y expectantes en su cajón de partida, aislados por una alta valla metálica.

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Los primeros lo harán poco antes de las nueve; los últimos, camino de las diez, tras una larga y tensa espera que representa, quizá, la parte más negativa de una organización casi perfecta. Con un fondo de megafonía, gritos y aplausos, comienza la carrera, rumbo al este por los barrios pegados al norte de la línea del río, a contracorriente.

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Como en las numerosas pruebas de larga distancia que pululan por todas partes, cada vez más, hay de todo: locales y extranjeros, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, altos y bajos, gordos y flacos, rubios y morenos, solos y acompañados, normales y disfrazados, primerizos y reincidentes… Algunos no conseguirán terminar y tendrán que probar en mejor ocasión; otros lo harán caminando, con el carburante en las últimas; muchos mejorarán su propia marca; la mayoría conseguirá la medalla final; pocos subirán al podio; y solo uno, el ganador, será el elegido de los dioses griegos. Pero todos sin excepción, de algún modo, habrán realizado un sueño: enfrentarse al reto de Filípides, a los 42 quilómetros y 195 metros de un maratón popular. Que es como un calco de la vida misma, donde la existencia es resistencia: un inicio de desaforada energía, un largo tramo de aprendizaje, un período de madurez y una recta final de inevitable declive. Pero no adelantemos acontecimientos y volvamos a la carrera.

Tras el mar de gente de la salida, que apenas permite vislumbrar la vastedad y la riqueza monumental de la gran avenida, ya en el tramo final de la misma, amplísimo y ajardinado, dejamos a la derecha, con sus vistosas cubiertas de pizarra, acero y cristal, el Palacio Grande (galería nacional, teatro y museo de Ciencias) y el Pequeño (museo de Bellas Artes), con acceso directo al río por el elegante puente Alejandro III (su barroquismo de columnas, estatuas, guirnaldas, candelabros, farolas y bronces dorados recuerdan la añorada exuberancia de la belle époque), para adentrarnos enseguida en la Plaza de la Concordia, donde brilla el gran obelisco central y destaca, detrás, al fondo a nuestra izquierda, la impresionante columnata corintia de la iglesia de la Magdalena, y alcanzar el cuidadísimo parque público de las Tullerías (los jardines de un palacio real desaparecido que ocupaba los solares de antiguas fábricas de tejas, de ahí su nombre).

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Pasados estos, nos reciben los altos muros del Museo del Louvre, antiguo castillo larguísimo y paralelo al río, donde la enigmática sonrisa de la Gioconda compite, entre otras joyas, con las faraónicas esculturas egipcias; la controvertida pirámide de cristal invita a conocer los maravillosos tesoros del interior. El Sena se intuye, ancho y caudaloso, al otro lado del monumental conjunto de palacio, naves, galerías,  patios y zonas verdes. Algo más adelante, sobrepasamos el precioso edificio del Ayuntamiento, con su blanca fachada renacentista, y nos vamos separando del río, que nos despide, solo hasta la vuelta, en fuerte meandro hacia el sur. Se mire para donde se mire, la arquitectura urbana es una muestra variada y colosal de arte y buen gusto al aire libre.

Cruzada la segunda gran plaza a la altura del quilómetro 5, la de la Bastilla, de resonancias revolucionarias, donde sobresalen su Columna de porte romano, el moderno edificio de la nueva Ópera y la concurrida dársena final del Canal de San Martin, se entra en una zona de largas avenidas. Dejamos de ser niños boquiabiertos ante la belleza del mundo, siguiendo el símil vital, y nos adentramos en la primera juventud, con las fuerzas intactas y con el ánimo aún abierto a todas las sorpresas, dispuesto a disfrutar de esta preciosa ciudad. Sobrepasados el doble bulevar periférico (le périph’, vía de primera circunvalación) y el cinturón ferroviario (la petite ceinture, hoy abandonado en gran parte y reconvertido en zona verde de ocio), entramos por la Puerta Dorada, monumental plaza de palacio y fuente, al Bosque de Vincennes, el gran pulmón de la ciudad, antiguo coto real de caza encajado como una cuña en el borde occidental del Valle del Marne.

Pronto nos saluda, a nuestra izquierda, el histórico Castillo de Vincennes, aislado y bien visible al extremo norte de la inmensa masa verde. Un parque gigantesco, con calles, caminos, praderas, arboleda, jardines, zonas de juego y de descanso, lagos, matas boscosas, senderos. Como es domingo, está muy concurrido, hay gente por todas partes: tumbada en la hierba, sentada en los bancos, caminando, corriendo, jugando, paseando al perro, charlando, siguiendo la carrera, en patines, en bici, en coche. Lo cruzamos por el centro en diagonal hacia el sur, desde las inmediaciones del zoo hasta las del hipódromo, para comenzar luego, hacia el oeste, el recorrido de vuelta. Jóvenes aún y en buena forma. Pero la prueba continúa.

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Estamos conociendo la Ville Lumière mientras corremos por sus calles, como participantes, reales o potenciales, del maratón de París. Nos encontramos cruzando el Bosque de Vincennes. Es tan grande y tan ameno que gastamos en él, casi sin darnos cuenta, la mayor parte de nuestros ímpetus juveniles. ¡Diez quilómetros de verde! Aquí termina la ida y empieza la vuelta. Lo abandonamos por su borde inferior, en paralelo al río Marne, invisible para nosotros, que también corre hacia el Sena cercano, con rumbo oeste.

Estaciones, parques, monumentos

Algo después de la desembocadura, ahora más próximos al gran río principal, pero siempre por su margen derecha, entramos en el barrio de Bercy, antigua sede central de las bodegas y los almacenes de vino, hoy remodelado y convertido en una atractiva zona de ocio: hostelería, comercio, deporte, espléndido parque, arte y arquitectura de vanguardia que culmina con la moderna Biblioteca Nacional, al otro lado del puente. Hemos llegado al ecuador de la prueba, el quilómetro 21. Ahora es cuando, según los maratonianos expertos, comienza de verdad la carrera, el momento de recapitular lo andado y afrontar el resto del camino con la sensatez de la experiencia. Ya se sienten los primeros avisos: una ligera fatiga, pequeñas molestias musculares, algún dolor soportable. Y uno, como al hacerse adulto, empieza a ser consciente de lo que ocurre. Ahora, a concentrarse hasta la treintena quilométrica.

Pasamos luego muy cerca de la Estación de Lyon, con el río a nuestra izquierda, que la separa de la de Austerlitz (la de los trenes con España), en la rive gauche. Después de una cerrada curva hacia el norte que casi nos hace tocar con el itinerario de ida a la altura de la Bastilla, otra más larga hacia el sur nos lleva a la orilla del río, que seguiremos durante mucho tiempo, ahora en el sentido de la corriente. Allí nos topamos con las dos islas centrales, donde el Gótico alcanza la apoteosis en la catedral de Nôtre-Dame, con el campanario del jorobado y tierno Quasimodo ahora en obras, en las espléndidas vidrieras de la Santa Capilla y en las inmensas salas de la Conciergerie, palacio de la ciudad, terrorífica prisión revolucionaria y actual centro de exposiciones.

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Más adelante, al otro lado del río, se yergue el Museo d’Orsay, impresionante palacio que funcionó como estación ferroviaria durante bastantes años y hoy ofrece la mejor colección del Impresionismo. Tocando de nuevo la Concordia, pronto divisamos, a nuestra izquierda el domo dorado de los Inválidos, conjunto de jardines, muralla y foso, palacio nacional, museo militar, patio de armas, iglesia y capilla, donde dicen que reposa Napoleón, harto de tanta batalla. Nos acercamos al río en su descomunal meandro hacia el sur, corriendo ahora pegados al mismo borde, suavizado el esfuerzo por la fresca presencia del agua, que baja con nosotros, bien visible y casi al alcance de la mano, soñando con descansar en el océano como nosotros con llegar. Comienza un tramo de discontinuos túneles viarios (en uno de ellos, el del puente del Almá, se recuerda la muerte de Diana de Gales; arriba, en la calle, sobre nuestras cabezas, brilla la dorada llama de la libertad en su placita ajardinada) en los que la perdemos de vista y nos sumimos en las sombras del subsuelo urbano, sin apenas visibilidad.

torreLas entradas y salidas, en rampa, ya hacen daño en las piernas y en el motor a estas alturas de la carrera. Pronto empezamos a ver la esbelta silueta de la simbólica torre Eiffel, que cierra el rectángulo verde y amplísimo de los jardines del Campo de Marte. La escultórica arquitectura de hierro domina la ciudad y ofrece, desde sus elevados miradores, un plano completo de las mejores vistas. La alcanzamos en Trocadero, plaza y jardines separados de ella por el río y cerrados por el palacio de Chaillot, centro museístico de imponente arquitectura. Un poco más y aparece por primera vez en la decena de la señal quilométrica el número tres. Y se nota: unos se tiran ya a las ampollas de glucosa o al avituallamiento sólido, otros buscan con ansia la ducha sobre la marcha bajo las mangueras refrescantes de la organización, algunos ya empiezan a caminar en ciertos tramos.

Enseguida dejamos la compañía del río, que continúa hacia el sur, para cruzar el periférico y entrar, algo más arriba del famoso estadio Parque de los Príncipes, en el Bosque de Boulogne, el otro gran pulmón urbano. Lo bordeamos por el sudeste, a un paso de las legendarias pistas de tenis de Roland Garros, hasta llegar al temido “muro”, el quilómetro 35. Aunque se agradece el ambiente relajado y sombrío del parque, ya no está uno para sutilezas ni paisajes, bastante tiene con trotar y apretar los dientes. Ya lo dice el refranero: el que de joven corre, de viejo trota. Es el momento de usar la cabeza, del autocontrol mental, de dosificar las últimas fuerzas. El depósito ha entrado en reserva y el acelerador no responde. Aumenta la fatiga, sube el ritmo cardíaco, bajan los reflejos y ya no importan ni la hermosa cascada que separa los dos lagos y nos lleva al interior del parque para cruzarlo por el centro hacia el nordeste, ni la envoltura verde y frondosa vestida de primavera, ni las numerosas allées de tierra que invitan al paseo, ni las variadas atracciones, ni el entorno festivo. Nada.

Solo sentir los ánimos del público, en progresivo aumento, que te llevan en volandas. Y llegar, como sea, no pensar en otra cosa, que el éxito ya asoma a la vuelta de la esquina. Dejamos el parque por la Puerta Dauphine y entramos, ¡por fin!, en la apoteosis de los últimos 195 metros, ese IVA del añadido monárquico que los ingleses, quiénes sino, impusieron al maratón moderno. Pero ahora no nos espera el desenlace final, el definitivo olvido, como en la vida real, sino el júbilo y el delirio, la gloria de pisar la meta de la avenida del Almirante Foch, de nuevo a un paso del Arco de Triunfo, nunca mejor dicho, y el merecido descanso. Luego, una vez recuperados (de momento, unos estiramientos, reponer combustible, quizá una merecida siesta y un buen paseo antiagujetas a la vera del Sena pueden ser la mejor terapia), solo nos queda, aprovechando los días de estancia en la ciudad, acercarnos a los lugares señalados (el metro, junto al coche de sanfernando, es la mejor opción) para conocerlos de cerca y de primera mano y, si acaso, a algunos otros que iremos comentando en sucesivas entregas. Bon Courage!

Imagen: Flickr

 

por Santiago

Santi Somoza, de estirpe asturiana en la desembocadura del Eo, allí donde ástures y galaicos se dan la mano, aferrado siempre a su clan galego-forneiro, hipermétrope enjuto, jubiloso jubilado, maestro de nada y aprendiz de todo, pacífico y socarrón, descreído, escéptico, indignado, viajero letraherido y maratoniano corredor de fondo, ave nocturna y perpetrador de tangos, amigo de sus amigos, amante del buen vino y la poesía y, por encima de todo, de sus tres queridísimas mujeres.

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