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“En la noble ciudad de Dublín, donde las chicas son tan hermosas, lo primero que vi fue a la dulce Molly Mallone”. Así empieza la canción, hoy himno oficioso de la ciudad, la fantástica historia de una guapa muchacha que pregonaba su pescado por las viejas calles dublinesas y a la que la leyenda popular ha convertido en uno de sus principales símbolos urbanos; si te animas a visitar la capital de Irlanda, la celta Erin, su estatua te espera en pleno centro.

Pero hay mucho más, claro: es la ciudad de los pubs, donde puedes beber, comer, cantar y contagiarte de la alegría local; de las iglesias, algunas verdaderas catedrales; de los puentes, única manera de vadear el río Liffey, que separa el norte del sur por el mismísimo centro; de parques cuidados y generosos de verde como todo el país; de pequeños supermercados SPAR, desaparecidos hace mucho de los pueblos españoles; de calles y callejas, en fin, en cada rincón rebosantes de vida y encanto, de historia y cultura.

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Dublín es una ciudad más bien pequeña, poco más de un millón de habitantes, de edificios bajos y sin apenas largas avenidas. El aeropuerto, a unos 10 km al norte, está bien comunicado y a media hora del centro. No tiene metro, la recorren dos líneas de tranvía y un variado servicio de autobuses. El núcleo central puede conocerse andando, con continuos puntos de interés donde hacer un alto en el camino y con opciones ajustables a gustos, tiempo y presupuesto (el paseo es gratis, cómo no, pero la mayoría de las visitas hay que pagarlas).

Dos días de caminata dan aquí para mucho. Basta con un mapa, calzado cómodo, ropa de agua y abrigo y piernas ligeras. Ánimo: menos tiempo le llevó a Leopoldo Bloom, Ulises peripatético, locuaz y cervecero, y Joyce necesitó mil inextricables páginas para contarlo.

El paseo puede comenzar en el O’Connell Bridge, el puente principal, que se abre al norte en la calle O’Connell, amplísima avenida y arteria principal urbana por donde pasa la mayoría de los autobuses, repleta de tiendas y bares, de preciosos edificios como el de Correos, y de escultural mobiliario como el monumento a O’Connell, el Libertador; el Spire, una estrecha y altísima aguja de acero, conocida popularmente como “el pincho”; y la estatua de James Joyce como un paseante más (para los letraheridos, no perderse el Museo de los Escritores de la calle Partnell North, la siguiente hacia arriba).

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La dejamos por la peatonal calle Henry, no menos comercial, en cuyo final nos espera The Church, una vieja iglesia reconvertida en pub de moda, donde podemos tomarnos un respiro… y algo más. Bajando luego al río, a nuestra izquierda, y remontándolo, nos topamos con la imponente mole de Four Courts, los tribunales de Justicia, con su pórtico de columnas neoclásicas y su enorme cúpula cilíndrica (si quieres aprovechar para conocer los secretos del auténtico whiskey del país, sube un poco más arriba, hasta la calle Bow, donde la Old Jameson destillery te los desvelará y te obsequiará con un malta añejo).

Autor: Santiago Somoza

Imágenes: Flickr y Santiago Somoza

por Santiago

Santi Somoza, de estirpe asturiana en la desembocadura del Eo, allí donde ástures y galaicos se dan la mano, aferrado siempre a su clan galego-forneiro, hipermétrope enjuto, jubiloso jubilado, maestro de nada y aprendiz de todo, pacífico y socarrón, descreído, escéptico, indignado, viajero letraherido y maratoniano corredor de fondo, ave nocturna y perpetrador de tangos, amigo de sus amigos, amante del buen vino y la poesía y, por encima de todo, de sus tres queridísimas mujeres.

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