Si uno no conoce Mallorca, piensa en una isla verde, de suaves colinas, con playas blancas bañadas por un mar tranquilo y cálido, siempre con sol, imposible la nieve. Y así sería si no fuera por su franja noroeste, montañosa y fresca, tomada toda ella por la escarpada y rocosa Sierra de la Tramuntana, cuajada de picos, simas, barrancos y cañones por donde sopla el viento homónimo, frío y desasosegante, cuyas montañas llegan hasta el mar en forma de altísimos acantilados que encierran calas y puertos de muy difícil acceso, pequeños, escondidos y profundos.
Visitarlos en verano es una locura que desata los nervios al más tranquilo: caravanas, calor, ruido, prisas, tensión continua; en invierno y temporada baja es otra cosa: pocos coches, aparcamiento suficiente, silencio, sosiego, plácido disfrute. Hoy vamos a recorrer uno de estos lugares, no recomendables para los que sufran con las curvas, el vértigo y las fuertes pendientes.
Salimos de Palma, la capital, en coche por la autovía de Inca, en dirección a Alcúdia, de parada obligatoria. Esta villa, romana y mora, tiene uno de los cascos medievales mejor conservados de la isla, de artísticas entradas, donde reinan la piedra y la limpieza, un laberinto de calles estrechas apiñadas dentro de la vieja muralla, verdes de árboles y plantas, ornadas de artísticos pozos y farolas, unidas por coquetas placitas y con rincones salpicados de tiendas y bares con originales terrazas que sorprenden a cada paso. Todo muy conservado y cuidado, con casas y casonas preciosas, remozadas, de patio y portón árabe y ventanas protegidas por las típicas persianas verdes.
Alrededor crece la ciudad nueva, llena de vida, y más allá se extienden el Puerto y la Playa, otras dos aglomeraciones urbanas bien diferenciadas. Muy cerca del centro, se hallan las ruinas romanas de Pollentia (que, estando en la misma Alcudia, dieron nombre, paradójicamente, a la villa vecina de Pollença), que también merecen una visita. Situadas en una zona amplia y verde, entre la carretera y las huertas de las afueras, constan de una primera zona residencial, con restos de cimientos, muros y columnas de piedra; el Foro, cercano y central, con su pozo de agua; y el anfiteatro, más alejado, con sus graderío semicircular y su escenario frontal de columnas, recinto festivo que luego devino en necrópolis.
Para completar la información, nos acercamos, a un paso de allí, al Museo Monográfico, donde están recogidos todos los materiales hallados en las excavaciones del yacimiento: monedas, cerámica, esculturas, enseres, atavíos y útiles de la época. Pequeño, pero interesante y bien montado.
Continuando hacia el norte, cruzamos el Puerto de Pollença, población de larga travesía con los muelles y el mar a nuestra derecha y tomamos la provincial PM-221, que sale hacia el nordeste, camino de Formentor, por las estribaciones más orientales de la sierra. En el primer tramo, la carretera se empina y zigzaguea, pero es nueva y ancha. Pronto se llega al Mirador de la Creueta, a pie de carretera, amplio y bien preparado, con diferentes escenarios protegidos y fácilmente comunicados por sendero de piedra. Sobre un acantilado de altura impresionante, ofrece unas asombrosas vistas de la costa más norteña de la isla, con el agua y las calas muy abajo y unos precipicios de vértigo, donde sobresale el islote del Colomer. Sopla el viento, pero merece la pena recrear la vista entre el mar, al fondo, y la montaña, que se yergue aun más a nuestra espalda. Ahora toca bajar.
La carretera sigue en muy buenas condiciones y la vegetación aumenta. A mitad de camino, hay que volver a subir. Faltan unos 9 kilómetros hasta el faro, nuestro destino. Y aquí empieza lo bueno. El camping y el hotel son los últimos vestigios humanos que veremos en adelante, la Naturaleza será ya nuestra única compañía. ¡Y qué paisajes! La carretera cambia por completo, se estrecha, cambia el arcén por un escalón lateral hondo y peligroso, va ganando en altura y haciéndose más sinuosa. De una primera zona boscosa y sombría, donde reina el pino mediterráneo y el pastizal salpicado de ovejas, se pasa a otra más despejada, rocosa, donde las cabras ramonean en plena carretera sin preocuparse mucho del tráfico que interrumpe su plácida estancia.
Se suceden miradores con vistas espectaculares, precipicios y curvas que exigen concentración al volante, algún túnel pequeño y playas de ensueño como la Cala Figuera, pequeño paraíso de arena, piedra y aguas verdeturquesas. Estamos cruzando las tierras del cabo de Formentor, un paisaje duro y pelado, donde la roca apenas se cubre de un irregular manto de matorral verdoso. Pronto se divisa el Faro, parece al alcance de la mano pero aún habrá que sufrir las muchas idas y venidas de las cerradísimas curvas del recorrido, engañoso como pocos. Por fin llegamos al aparcamiento bajo el enorme edificio blanco y cuadrangular, que desafía al relieve y a los vientos, con su torre de control, su tienda, su restaurante y su mirador perimetral de inigualables vistas al mar, que rompe más abajo, infinito y azul, a la recortada costa de soberbios acantilados y a la pedregosa montaña que acabamos de cruzar. Por una escalera exterior, se puede bajar al pequeño embarcadero desde el que se accedía al Faro antes de construir la nueva carretera, a través de un viejo camino de monte que hoy se utiliza como senda para caminantes.
Ha costado llegar, pero ha merecido la pena. El lugar es único, el mar y la montaña se dan aquí la mano para conformar uno de los parajes más apartados y hermosos de la isla. Dadas las enormes dificultades del relieve, uno no deja de sorprenderse y admirar una obra tan faraónica como la de esta carretera imposible y este faro perdido en tan desolado finisterre mediterráneo. Ahora hay que regresar, conduciendo despacio y saboreando tanta belleza. Todavía nos esperan algunas paradas ocasionales y nuestras amigas las cabras, que surgen de entre las peñas por doquier.
Una vez abajo, y para recuperarnos del esfuerzo y celebrar la escapada, nos vamos a comer a Pollença, pueblo parecido a Alcudía, también con buenas casas de piedra, pero interior y menos atractivo. Tras un breve paseo por sus estrechas calles y sus concurridas plazas, nos despedimos con un café en el bar del Club Pollença, sociedad deportiva y sociocultural del pueblo que, como ellos mismos dicen, y con permiso del Barça, también es más que un club.