El recorrido de hoy, de nuevo en Mallorca y vertiginoso en su parte final, es uno de los reclamos turísticos más atractivos y conocidos de la isla. Salimos de nuevo por la autovía de Inca, pero antes de llegar a esta ciudad nos desviamos a la izquierda para tomar la PM-213, en busca de la Sierra. El primer pueblo con que nos topamos es Selva (su nombre ya da una idea de lo que nos espera).

Colgado de las primeras estribaciones de la falda serrana, aparece en la distancia con el caserío típico color arena de las localidades isleñas, presidiendo un valle amplio, una vega fértil y plana que se disputan los huertos y los árboles, sobre todo los almendros: al acercarse la primavera, debe de ser un precioso espectáculo contemplar el manto blanco y brillante de sus flores cubriéndolo todo, tan primorosamente cuidado.

A partir de aquí, comienza la subida. La carretera trepa por la montaña a la sombra de la arboleda, formando curvas de impresión, bien pisada y señalada pero estrecha; como es frecuente en estas difíciles vías montañesas, está cortada peligrosamente en los laterales, lo que da lugar a la continua presencia de una peligrosa cuneta que invita a la prudencia. En un primer tramo, algo más abierto, dominan los huertos de frutales en terraza, único modo de aprovechar el escaso y duro terreno, donde los almendros y olivos, sobre todo, tejen entre la profusa vegetación un original decorado geométrico.

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Más arriba, todo es encinar, cerrado a cal y canto salvo en las escasos accesos abiertos, bien señalizados, a algunas rutas de senderismo; solo las rocas peladas que la salpican y las cabras y ovejas que aparecen donde menos se espera campando a sus anchas, además de pequeños torrentes y puentecillos de cuento, rompen la monotonía de la rica foresta. Alcanzamos el coll de la Batalla, un puerto que rebasa los 600 metros de altitud. Continuamos, ahora en descenso, hasta toparnos con la Ma-10, la larguísima vía que cruza toda la isla de noreste a suroeste, abriéndose paso a través de la difícil orografía de la sierra de la Tramuntana, por su parte septentrional y siempre próxima a la costa, desde las puertas de Pollença al mismísimo Andraitx.

La seguimos hacia el norte, de momento, para una obligada visita al monasterio de Lluc, muy cerca del cruce. Construido bajo la falda de un promontorio rocoso en pleno corazón de la sierra, al pie de un torrente y en medio de un verde paisaje idílico de valle y montaña, un auténtico locus amoenus, lugar sagrado para el recogimiento y el disfrute de la naturaleza. A partir de un oratorio medieval de devoción mariana, se convirtió en el mayor centro de peregrinación de toda la isla, pues allí se encuentra la Virgen morena de Santa María de Lluc, patrona de Mallorca. Sin dejar de lado ese aspecto religioso y cultural, el Santuario se ha reconvertido en los últimos años en una atracción turística y hostelera de primer orden y de amplia oferta.

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A la entrada, amplia y ajardinada, información y seguridad, panadería, tienda y antiguas caballerizas en vías de transformación en moderna hospedería. Enfrente, el conjunto principal, formado por la basílica, con su interior de columnas y arcos compactos de riquísimo mármol oscuro, su oratorio iluminado por velas perpetuas y su original belén de temporada; el patio interior; el hotel, los comedores y los diferentes salones; el Museo, exposición permanente de la historia, el arte y la vida doméstica mallorquines; y otros espacios para todos los gustos.

Detrás, a la izquierda, el puente viejo sobre el río; a la derecha, el Jardín Botánico, centrado en la flora mediterránea; por encima, bordeando el alto roquedal, una senda abierta en la roca, un vía crucis natural con grandes altares y misterios esculpidos en la piedra, una obra de arte al aire libre y un agradecido paseo. Y a todo ello hay que añadir las voces de la muy antigua Escolanía, las visitas culturales, las actividades de ocio y deporte en plena naturaleza y el uso de los medios tecnológicos más actuales.

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Sa Calobra, cala de impresión

Volviendo a la carretera, ahora de nuevo hacia el oeste, en dirección a Sóller, y luego de subir el coll dels Reis, de más de 700 metros, cogemos la desviación a Sa Calobra, quizá la cala más popular de toda la isla y una de las de más difícil acceso. Y comienza el espectáculo. Haciendo honor a su propio nombre, la carretera se lanza en picado y culebrea en vertiginoso descenso, salvando un fuerte y continuo desnivel de centenares de curvas que no parecen terminar nunca y cuyo único destino, en los más de doce kilómetros de inverosímil trayecto, es encontrarse con el mar, lejano y encajonado en lo más hondo entre grandes peñascos verticales.

Abierta en la roca hace más de ochenta años, bien atendida y de anchura aceptable, cuenta con miradores estratégicos que invitan a detenerse y contemplar con calma la maravilla, con algún paso estrechísimo, a modo de desfiladero insalvable, y con alguna curva que se cierra en lazo sobre sí misma, formando un verdadero escaléxtric gigante entre las peladas rocas de la sierra, abundantes en bosque bajo salpicado de matas arboladas, por donde corretean algunas cabras sueltas.

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Abajo nos encontramos con el aparcamiento, la playa, las pequeñas casetas de pescadores, el muelle recoleto y renovado y algunos establecimientos hosteleros, todo apretado entre el altísimo roquedo costero. No cabe más. Hacia la derecha, una senda peatonal nueva que bordea el agua a cierta altura y agujerea en dos pequeños túneles el borde rocoso nos lleva, en un paseo de medio kilómetro con pequeños miradores, hasta la verdadera cala, una playa de cantos rodados formada por la desembocadura del Torrent de Pareis y cerrada por cortantes y gigantescos acantilados, filtrados de cuevas y oquedades, conformando un altísimo anfiteatro estrecho y abierto al mar, un paraje de postal en una costa casi impenetrable. Saliendo ya de vuelta, a un tiro de piedra, salvando el acantilado a la derecha, se nos ofrece una alternativa menos conocida y, por lo tanto, algo más asequible: el pueblecito y la cala Tuent, a muy poca distancia.

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De vuelta a la carretera, seguimos cruzando la sierra, pedregosa, arbolada y limpia. Primero en sinuosa y cerrada subida, pasando algún pequeño túnel, y luego por un valle más amplio y abierto donde se ubican dos embalses: el de Gorg Blau, un alargado lago azul pegado a la izquierda de la carretera, y el de Cúber, un poco más abajo. Entre ambos, a nuestra derecha, se yergue la mole del Puig Major, la mayor elevación del archipiélago balear, una torre de casi kilómetro y medio apenas vislumbrada entre la niebla.

El descenso final nos lleva a las inmediaciones del Puerto de Sóller, pueblecito marinero de playa, muelle deportivo y paseo marítimo plagado de tiendas y terrazas, que previamente hemos contemplado a vista de pájaro desde un mirador pegado a una curva del camino. Para despedirnos, nos acercamos a Sóller, una villa blanca con un centro de calles estrechas y comerciales, una plaza mayor con edificios originales y modernistas (ayuntamiento, iglesia, banco) y otra cercana de la que salen el tranvía al Puerto y el viejo tren turístico que la enlaza con la capital. El regreso a Palma lo hacemos por la Ma-11, una vía rápida que cruza el nuevo túnel de Sóller, peaje que se paga con gusto por el atajo y la comodidad que representa en este relieve montañoso tan difícil de transitar, donde las distancias cortas se traducen en tiempos larguísimos. Qué respiro.

por Santiago

Santi Somoza, de estirpe asturiana en la desembocadura del Eo, allí donde ástures y galaicos se dan la mano, aferrado siempre a su clan galego-forneiro, hipermétrope enjuto, jubiloso jubilado, maestro de nada y aprendiz de todo, pacífico y socarrón, descreído, escéptico, indignado, viajero letraherido y maratoniano corredor de fondo, ave nocturna y perpetrador de tangos, amigo de sus amigos, amante del buen vino y la poesía y, por encima de todo, de sus tres queridísimas mujeres.

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