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Mallorca: Port de Valldemossa, un viaje al abismo

Santiago 29 mayo, 2014

Quizá sea Valldemossa el pueblo más atractivo y cuidado de la isla de Mallorca, y eso que no tiene mar ni playa. Situado en plena Sierra de la Tramuntana, en su tramo occidental, a unos escasos veinte kilómetros al norte de Palma, en un valle verde de olivos, almendros y algarrobos rodeado de montañas rocosas alfombradas de encinares y matorral, es la villa más alta de las Baleares.

Desde la carretera que sube de la capital (la Ma-1110, conocida como carretera de Valldemossa), exhibe un caserío elevado, compacto y cuajado de torres y construcciones de solera, con su típico color tierra y su aspecto medieval, como una aparición de postal en medio de la nada. Una impresión que crece a medida que se va recorriendo su interior, un verdadero tesoro en piedra. Piedra en sus calles estrechas y empinadas, en sus casas e iglesias, en sus plazas, fuentes, lavaderos, jardines, rincones y edificios nobles, con sus portones de madera, sus originales persianas y su artística rejería. Todo bien rehabilitado y con plantas y flores adornándolo todo, tanto en el casco antiguo como en el centro más actual, donde una gran variedad de tiendas, bares y hospederías hacen de este pequeño rincón uno de los puntos más concurridos de la isla.

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Pero la gran atracción local es la Cartuja. Palacio medieval del rey don Sancho, transformado luego en monasterio, es hoy un conjunto residencial privado y abierto al disfrute del público visitante. Además de los amplios jardines exteriores, un verdadero parque, de la plaza y del patio y los aposentos del antiguo palacio real, llama la atención la grandiosidad arquitectónica del antiguo cenobio en contraste con su interior austero, aunque repleto de interés.

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Con una iglesia y un claustro poco atractivos, destacan aquí las salas monográficas dedicadas a los personajes ilustres que en sus estancias residieron: la de Chopin y George Sand, con sus partituras y sus libros (y su celda); la del archiduque Luis Salvador, geógrafo, etnólogo, intelectual y protector de la isla, con sus papeles, sus mapas y sus instrumentos; la farmacia monástica; la pinacoteca, el museo y la exposición de pintores mallorquines, con Joan Miró a la cabeza; los muchos recuerdos, en fin, de otros famosos visitantes como Jovellanos, Darío, Unamuno o Borges.

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Camino a Port de Valldemossa

A la salida del pueblo hacia el oeste, poco después del entronque con la Ma-10 (el largo vial que recorre el bello y duro paisaje de la sierra de punta a punta, más de cien lentos pero maravillosos kilómetros de curvas, pendientes y parajes montañosos de ensueño), nos desviamos hacia la carretera que lleva al Port de Valldemossa. Y aquí empieza lo bueno. Porque, sí, son solo seis kilómetros pero ¡qué seis kilómetros! Que, además, hacen un total de doce, que hay que ir y volver, salvo que salgamos en barco. El primer tramo es llano pero tan estrecho ya que presagia lo peor.

Y lo peor viene enseguida, una sucesión de curvas cerradísimas que no termina nunca, un continuo estrechamiento que solo te deja pensar en cómo cruzarte con otro coche, una pendiente endiablada que pone al rojo las pastillas de freno, unos precipicios que no dejan ver el fondo. Un deporte de alto riesgo, en fin, legal y con permiso de circulación. Hay algún pequeño mirador al vacío, al despeñadero verde y profundo, pero las rocas y la angostura apenas permiten parar en ningún sitio. Ya no digamos dar la vuelta.

Poco a poco, con prudencia y respiración contenida, se va salvando el fortísimo desnivel de esta obra titánica labrada en pleno acantilado, hasta alcanzar las primeras vistas del fondo, ya en los últimos metros. Ha merecido la pena, eso sí. Abajo nos espera un coqueto pueblecito de pescadores, pequeño racimo de casas y algún bar, un muelle nuevo con sus lanchas fuera del agua, una playita pedregosa y un mar que invita al baño. Todo encajonado en la angosta profundidad costera. Dicen que en Sa Marina, que así se conoce también este inolvidable rincón del Mediterráneo, celebran una gran fiesta patronal en pleno agosto. ¡Pues no sé dónde pueden meterse!

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De nuevo arriba y repuestos de la angustia vial, nos acercamos a Deià, ciudad jardín desperdigada sobre los montículos del litoral serrano, ocupando un amplio y frondoso valle verde rodeado de altos picos. Nos reciben fincas bien cuidadas de olivos y más olivos. Las casas y chalés, de sólida construcción en piedra, algunas con original tejado a una sola agua, trepan y se dispersan por las laderas montañosas, donde abundan los caminos y las rutas de monte.

Tradicional residencia de bohemios y artistas, lo fue especialmente del poeta y narrador inglés Robert Graves, que aquí murió y aquí dejó su casa, que hoy podemos visitar como Museo de su vida y su legado literario, pegada a la carretera a la salida del pueblo. En la parte alta, la iglesia y el cementerio anexo sirven de excelente mirador de todo el valle. Abajo, se esconde la cala homónima, una playa con impresionantes puestas de sol. Muy cerca, regresando por la misma carretera, nos detenemos a contemplar, desde una altísimo mirador sobre el acantilado, La Foradada, una roca de caprichosas formas horadada por la erosión marina, ya todo un hito simbólico de la costa insular.

Rematamos la jornada en Sa Granja de Esporles, al suroeste de Valldemossa. Escondida entre tupidos bosques de la sierra, al lado de un torrente que baja en rauda catarata formando una laguna natural, es una enorme finca que alberga un palacio de la nobleza rural mallorquina, hoy abierta al público como museo etnológico, jardín acuático y botánico y granja de animales domésticos y salvajes. En el interior se puede ver todo lo relacionado con la arquitectura y la vida doméstica de una familia señorial mallorquina, desde la Edad Media hasta la entrada del siglo XX: patios, terrazas, salones, estancias, iglesia, estudios, biblioteca, habitaciones, vestidores, baños, cocinas, comedores, ropas, joyas, juegos y juguetes, farmacia-botiquín, armas, cerámica, telares, batán, bodegas, fragua, enseres y aperos, almacén, cuadras, caballerizas, cochera, palomar… y hasta la sala de torturas con sus refinados y horribles instrumentos; en el exterior, un extenso terreno boscoso, un río con su cascada y su laguna, una pequeña cueva con estalactitas y estalagmitas, un molino, puentes, jardines, piscinas, charcas, fuentes, norias, acequias, paseos, huertos, plantas y animales libres o enjaulados.

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Menuda vidorra la de aquellos pagesos de solera. Hoy funciona como negocio hostelero y gastronómico, dirigido especialmente a grandes grupos familiares o empresariales, con atracciones tales como doma de caballos, trabajos de artesanía y otros espectáculos en vivo y en directo. Así que, aprovechando la degustación de sobrasadas, mermeladas, quesos, buñuelos, ensaimadas, pan de pasas y otras delicias isleñas incluida en la entrada, regresamos al descanso de Palma, a un tiro de piedra.

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Santiago

Santi Somoza, de estirpe asturiana en la desembocadura del Eo, allí donde ástures y galaicos se dan la mano, aferrado siempre a su clan galego-forneiro, hipermétrope enjuto, jubiloso jubilado, maestro de nada y aprendiz de todo, pacífico y socarrón, descreído, escéptico, indignado, viajero letraherido y maratoniano corredor de fondo, ave nocturna y perpetrador de tangos, amigo de sus amigos, amante del buen vino y la poesía y, por encima de todo, de sus tres queridísimas mujeres. View all posts by Santiago →

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