Oporto es piedra y agua. Piedra en sus monumentales edificios, en los adoquines de sus empinadas calles, en los artesanales mosaicos de sus aceras, en los artísticos azulejos de sus fachadas, en el suelo de sus rúas, largos y terreiros, en sus puentes y esculturas. Granito y mármoles. Agua por el río que baña la ciudad. Hoy haremos una crónica de un viaje a la ciudad portuguesa, descubriendo al viajero qué ver en Oporto.
Nuestro recorrido comienza, bien de mañana, en el tradicional Mercado de Bolhao, templo de pan, pescado fresco y flores, para acercarnos luego a la calle Santa Catarina, la más comercial, donde podemos tomarnos un cafezinho en el histórico Café Majéstic (y pernoctar, opción a tener en cuenta, en el victoriano pero asequible Grande Hotel de Porto).
Un cómodo paseo hasta la céntrica Baixa nos permitirá conocer la Praça da Liberdade, con el gran carillón del Ayuntamiento al frente, la Torre dos Clérigos y la famosa librería Lello&Irmao. Bajaremos luego por la estación ferroviaria de Sao Bento, azul de azulejos, visitaremos la cercana Sé catedralicia y, rodeando por el espléndido edificio de la Bolsa, sin perdernos sus bellos salones, alcanzaremos la cercana Ribeira, corazón del viejo barrio marinero, en la margen derecha del río. Donde la piedra, al fin, se junta con el agua. Y aquí nos detendremos a contemplar los cais de enfrente y los altísimos puentes entre ambas orillas, en especial el de dom Luiz I, ahora a tiro de piedra, esbeltez en hierro de la escuela eiffeliana.
El paseo matinal nos ha abierto el apetito. Decidimos pasar el puente metálico para ir a comer a Vila Nova de Gaia, la hermana menor, la ciudad de la ribera izquierda. Nada más cruzar, a unos pocos pasos hacia la derecha, cual barco varado sobre el río, nos espera el Dom Tonho para deleitarnos con unas tripas (no en vano los portuenses son conocidos familiarmente como tripeiros), especie de callos originarios de la zona, un bacalhau á moda do Porto, el rey indiscutible de la gastronomía portuguesa, y la compañía frutal de un exquisito vinho verde. Enfrente, Oporto. Tras las cristaleras, el cristal del agua.
A orillas del Río Duero
Agua del río Douro (nuestro Duero), ancho y caudaloso, que bajando de las altas y lejanas sierras sorianas une aquí dos ciudades en una antes de derramarse en los finisterres atlánticos. Agua que sobrevuelan las gaviotas y habitan los patos. Agua salpicada de veleros, de lanchas motoras, de piraguas deportivas, de motos acuáticas; y de típicos rabelos, góndolas de vela y remo, que antaño transportaban las pipas de vino río abajo y hoy, remozados con vivos colores, se dedican a labores turísticas. Como este que ahora abordamos nosotros, bajando la rampa del muelle, para disfrutar de un recorrido vespertino de ida y vuelta por el río hasta las mismas puertas del océano en la Foz do Douro, pasando bajo los puentes y con privilegiadas panorámicas del caserío urbano, decadente y colorista, que trepa por las escarpadas, imponentes laderas. De nuevo en Vila Nova, la hora del vino nos empujará en busca de los mejores caldos hacia una de sus muchas y reconocidas bodegas.
A la salida, nuestros pies agradecerán que tomemos el moderno teleférico de Gaia, que, desde allí mismo, salva la enorme pendiente hasta el tablero superior del puente, por donde pasa una línea del metro. Y pasamos también nosotros, ahora en sentido contrario y a una altura de vértigo, por sus pasillos peatonales, con el río y la ciudad a vista de pájaro, crepúsculo de tejados rojos y horizontes marinos. Cae la tarde.
Cuando bajamos de nuevo a la Ribeira, es la hora de la cena. Nada mejor que la terraza del peculiar Chez Lapin –antiguo establo equino bajo los soportales del muelle, en cuyas ya atiborradas paredes interiores el cliente obsequioso puede dejar colgada la huella de su paso en forma de regalos o escritos ocasionales– para degustar el coelho á portuguesa, especialidad de la casa, como su nombre indica, y, cómo no, una francesinha, especie de emparedado portuense con salsa de cerveza; todo ello envuelto en la espuma de una Sagres bien fría, para no desentonar. La noche envuelve el río, rumoroso y brillante a la luz de las farolas.
Y para rematar, la guinda: un espectáculo nocturno de fado vadío en el Boteko, una tasca popular al lado del Palacio de Cristal, donde consagrados y espontáneos llenan el ambiente de violas y saudade, ante el silencio sagrado de los devotos parroquianos. Ya no podemos pedir más. Felices sueños.
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