El hotel du Tertre, pequeño y familiar, se encuentra en la calle que cruza el pueblecito de Mont-Dol, en la falda de la colina de su nombre que domina la bahía, desde cuya cima, limpia y verde, vemos por primera vez la silueta piramidal inconfundible del Mont Saint Michel, el lugar más visitado de Francia tras la capital, la joya de la corona… normanda.

Porque, en efecto, tampoco está en Bretaña sino al otro lado de la desembocadura del Couesnon, frontera interregional, a un paso de aquí. Por eso los bretones, aprovechando que el curso de ese río es un tanto irregular, se consuelan diciendo: «Le Couesnon par sa folie a mis le Mont en Normandie» (El Couesnon, por su locura, puso el Monte en Normandía). Allá vamos.

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Mucho antes de alcanzarlo, ya se le puede ver dominando el horizonte en la llanura, una flecha hacia el cielo, pero el coche no llega al final: hay que dejarlo en los grandes aparcamientos habilitados poco antes y tomar una de las navettes, autobuses de ida y vuelta que te pondrán a las puertas en cinco minutos. Más que monte, es un promontorio rocoso salpicado de verde (tupido bosque en los vacíos farallones traseros) que ha sobrevivido en línea de costa a la erosión marina.

Sobre él se ha construido un inexpugnable fuerte amurallado, en cuyo interior se levanta una enorme y maciza Abadía del siglo VIII (catedral de Notre Dame-sous-mer, residencia monacal, patios, salones, claustro, cripta), arriba en el centro, de visita obligada, y debajo de esta, bajo sus altísimos muros de piedra y vértigo, ha ido naciendo una pequeña Ciudadela empinada, hoy tomada por un exceso de tiendas, bares y hoteles y por una interminable cola de turistas que contrastan con los 26 residentes del lugar: 14 monjes benedictinos y una docena de personas más; en realidad es solo una calle estrechísima (hacia la mitad, se encuentra la iglesia parroquial de San Pedro, abierta a los peregrinos como un anticipo) con salidas alternativas al borde de las murallas.

castillo

Cuando el agua baja, se puede pasear por fuera, alrededor del recinto; cuando sube (las mareas de esta zona son las mayores del mundo, junto con las del Atlántico canadiense), solo la carretera de entrada, que está siendo ampliada actualmente con una moderna pasarela, impide que el conjunto sea lo que siempre ha sido: una isla mágica, bellísima, clavada en el fango y la arena, una maravilla de día, de noche, de invierno, de verano, siempre, que no se puede perder. Desde el punto más alto de la torre, el alado arcángel San Miguel, oro y espada, nos despide vigilante.

Con tanta belleza aún en los ojos, regresamos definitivamente a territorio bretón por la ruta costera, bordeando los polders. Unos 50 km hacia el oeste, Saint-Malo se mira en el ancho estuario del río Rance. Es esta otra de las “ciudades con historia”, de unos 50000 habitantes, portuaria y comercial, turística y balnearia, jalonada de playas y muelles urbanos, con catedral, castillo, islote-fuerte y un tesoro en su punta norte: la ciudadela-fortaleza amurallada conocida como Intra-Muros. Con sus calles pendientes y empedradas, sus tiendas, bares y terrazas, y la multitud que la recorre siempre, es un punto turístico de primer orden, con el regalo añadido de un buen paseo por su muralla, desde cuyas almenas el mar, la ciudad nueva y sus alrededores se rinden a nuestros pies.

Decidimos bajar a Dinan, rodeando la ría y cruzando al otro lado por su largo puente, antes de continuar por la costa, breve y primera cala en la provincia de Côtes-d’Armor, a la que volveremos en seguida. Con sus 12.000 habitantes y su estratégico emplazamiento en altura sobre el Rance, es otra de las “ciudades con historia”. Y, en efecto, caminar por sus calles, plazas, rincones, todo arte y piedra, es viajar al pasado medieval. En pleno centro viejo, de la Basílica de San Salvador caminamos hasta la Torre del Reloj, con museo e inmejorable mirador urbano, y luego hasta el Castillo, destruido en gran parte, que aún conserva un esbelto torreón y un foso ubicados sobre la vieja muralla que circunda la ciudad. Por la renombrada calle del Jerzual, casas antiguas de madera y colores vivos, tiendas de artesanía y rica ornamentación floral, bajamos directamente al puerto fluvial, con sus barcos, sus restaurantes típicos, sus acondicionadas orillas y su famoso puente viejo. No hay desperdicio: la visita se nos antoja casi obligatoria.

Subimos unos 20 km largos hacia el norte por la margen occidental del río, entrando de nuevo, y ya por poco tiempo, en la provincia bretona más oriental, y llegamos a Dinard, unos 10.000 habitantes, antigua joya de la Costa Esmeralda y tradicional refugio estival de la aristocracia y de la jet, con su apogeo en la belle époque, lo que aún permanece en el lujo de sus construcciones (casino, hoteles, villas, palacios, mansiones, jardines… con predominio del art-déco y del estilo british), en su tradición balnearia y en el atractivo de sus playas. Siguiendo al oeste, entramos de nuevo, ya definitivamente, en la provincia vecina.

playa

A unos 35 km, en la península conocida como el Pays de Matignon, con centro actual en la pequeña localidad de Plévenon, nos espera el Fort la Latte, un castillo medieval de propiedad privada pero abierto al público, levantado sobre un alto acantilado rocoso, una verdadera fortaleza defensiva de granito que cuelga sobre el canal de la Mancha. Tras el puente levadizo, una catapulta y una guillotina nos hablan de antiguas pendencias y dan paso a la capilla, las murallas, las torres vigía, el polvorín-arsenal, las almenas, los jardines (un museo vivo, al aire libre, de flores, frutales y hortalizas, con sus nombres en francés), que rodean el cuerpo principal, un alto torreón en tres niveles (sala de guardia, salón señorial y sala de arqueros) desde cuya cima se divisa toda la preciosa y amplia panorámica costera. El acceso al fuerte se hace por un camino de tierra que cruza una zona boscosa y que enlaza con otras sendas que recorren toda la zona, un lugar propicio para una buena caminata.

Cruzamos al Cabo Fréhel, majestuoso enfrente, que nos espera con sus faros (el viejo dieciochesco, en desuso, y el nuevo, una torre cuadrangular de granito con escalera de caracol y altísima corona de panorámica circular), su gaviotas, su viento oceánico, sus acantilados de vértigo y caprichosas formas rocosas, su protegida vegetación de landa rojigualda y sus senderos de tierra que se pierden por todas partes en la inmensa y desierta planicie costera. En el pequeño centro de interpretación, donde reina la foto en color de una reciente visita de Alberto de Mónaco, presumen aún del parentesco de los Grimaldi con los señores de Matignon, detentadores del poder local desde la Alta Edad Media hasta que la Revolución Francesa mandó parar. Seguimos hacia el pequeño pueblecito marinero de Paimpol, a las afueras del cual se encuentra otro de los grandes testimonios de arquitectura religiosa en Bretaña, la Abadía de Beauport, un conjunto monástico gigantesco del siglo XIII que ha sido restaurado (aún deja ver importantes ruinas) y convertido en un centro de conservación de la flora y la fauna del litoral, con iglesia, claustro, residencia, salas, dependencias varias y tienda, amén de una senda verde costera que hace las delicias de los visitantes sin prisa.

Para finalizar la jornada, recorremos los 35 km que nos faltan para llegar al hotel en Ploumanach, puerto del municipio de Perros-Guirec, unos 8.000 habitantes, justo al lado de la playa de Saint-Guirec. Aquí nos regalamos una cena marinera bien regada con blanco del país en el restaurante Le Coste Mor, en el comedor de cristaleras con vistas a la misma playa, más económico de lo que se podría suponer a primera vista. À demain!

por Santiago

Santi Somoza, de estirpe asturiana en la desembocadura del Eo, allí donde ástures y galaicos se dan la mano, aferrado siempre a su clan galego-forneiro, hipermétrope enjuto, jubiloso jubilado, maestro de nada y aprendiz de todo, pacífico y socarrón, descreído, escéptico, indignado, viajero letraherido y maratoniano corredor de fondo, ave nocturna y perpetrador de tangos, amigo de sus amigos, amante del buen vino y la poesía y, por encima de todo, de sus tres queridísimas mujeres.

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