En la Plaza de Saint-Pierre, sobre el mismo emplazamiento de la desaparecida iglesia románica, está la Catedral de San Pedro y San Pablo de Nantes, gótica y luminosa en su blancura recién recuperada, con sus dos torres planas y su rico interior de grandes pilares, elegantes vidrieras y logradas esculturas (destacan el sarcófago y las yacentes de Francisco II, último duque de Bretaña, allí enterrado). Cruzando hacia abajo la zona verde, se alcanza el Castillo de los Duques de Bretaña, construcción que comenzó a finales del XV Francisco II y remató más tarde su hija Ana, duquesa y luego reina de Francia.

En realidad, se trata de una sólida y hermética fortaleza rodeada de verde y agua, protegida por altos muros y torreones almenados, formada por el Palacio Ducal, que alberga el interesante Museo de Historia, y otros edificios de porte renacentista, que dan a un amplio patio interior con original pozo antiguo.

Cuando el poder de los duques se rindió a la monarquía, el edificio pasó a castillo real, residencia, cárcel, cuartel y arsenal, siendo hoy el símbolo de la ciudad y su lugar más visitado.

La entrada al Patio, el paseo por el Jardín de los Fosos, alfombra verde y patos, y el Camino de Ronda por más de medio kilómetro de Murallas con pasadizos en distintos niveles y puntos de vista privilegiados sobre toda la ciudad alrededor, son de acceso libre; para la visita al interior de los edificios, museo y exposición, hay que pasar por taquilla. Terminamos la mañana en la Isla de Nantes, un islote entre los dos brazos del Loira, antigua zona portuaria de astilleros e industria naval, hoy puesta al día con una moderna urbanización.

nantes

En la parte occidental, a la que accedemos por el puente Ana de Bretaña, está en marcha el proyecto científico-turístico de las Máquinas de la Isla, como homenaje a la imaginación desbordante de Julio Verne, el más famoso de los escritores locales, autor de novelas de aventuras y ciencia-ficción que han dado la vuelta al mundo… en más de ochenta días.

Nada más dejar el aparcamiento y pasar el bulevar, topamos con el Atelier La Machine, el taller de donde salen todos los artilugios mecánicos que abastecen la anexa Galerie des Machines de l’Île, un universo vegetal y de monstruos marinos, como la Serpiente de los Mares o el Árbol de las Garzas, donde se puede conocer la fabricación y manejo de tales inventos. De allí sale el Gran Elefante, un gigantesco paquidermo de acero que se pasea lentamente por la enorme explanada cargado con cincuenta pasajeros y regando con su trompa al grupo de curiosos que lo contemplan. Su punto de regreso está algo más arriba, a la orilla del río, en el Carrusel de los Mundos Marinos, un gigantesco acuario mecánico de estremecedoras criaturas del mar con tres niveles giratorios.

elefante

Muy cerca, siguiendo hacia la punta sur de la isla, asoman las imponentes siluetas de las grúas Titán, amarilla y gris, recuerdo del pasado fabril y emblemas de la zona (enfrente de la segunda, por cierto, al otro lado del agua, está el Museo Jules Verne; aunque lo mejor es viajar con el autor al centro de la Tierra, al fondo del mar o en una meteórica vuelta al mundo, leyendo sus libros, el buen aficionado no dejará de visitarlo para empaparse de su vida y obra; nosotros, esta vez, nos ahorraremos el rodeo).

Volviendo a pie de agua, entre barcos, esclusas y jardines, a la altura del moderno Palacio de Justicia cruzamos el río por una no menos moderna pasarela y al otro lado, a la izquierda, entre dicha pasarela y el puente por donde entramos, podemos disfrutar del Memorial por la Abolición de la Esclavitud, una alargada zona verde con una exposición de placas que recuerdan y explican el desgraciado papel de este puerto en el tráfico negrero durante la época colonial. Curamos el mal sabor de boca con un ramo de muguets, esos blancos y olorosos lirios del valle que, por tradición, se regalan en estas tierras a principios de primavera.

Ahora queremos conocer la playa de La Baule, a 75 km, siguiendo el amplio estuario del Loira en busca del Atlántico; preciosa la turística bahía de su nombre y preciosa la extensa playa de arena fina y blanca, reputada aquí como la mejor de Europa (¡tampoco hay que pasarse!). Pero no está el horno para bollos ni el tiempo para baños, así que, visita relámpago, retrocediendo unos 15 km, llegamos a Saint Nazaire, principio y fin de nuestro viaje.

saintnazaire

Destruida también durante la Guerra por los bombardeos aliados y la encarnizada defensa de los alemanes, que disponían aquí de una estratégica base submarina, es hoy una ciudad nueva y blanca de más de 200 000 habitantes, en obra de remodelación continua. Lo mejor es la entrada, amplia, luminosa, con rotondas y flores y aceras y farolas de reciente urbanización.

El centro no ofrece grandes atractivos, salvo algunas calles comerciales y la salida inmediata al frente marino de playa y puerto. En la plaza del Ayuntamiento, nos encontramos con una pequeña feria gastronómica, animada por un grupo musical autóctono, donde hay una delegación de Avilés, ciudad hermana de esta localidad francesa, quizá una premonición de nuestro inminente regreso a España. Charlamos con una de las chicas asturianas y resulta que, sin conocernos, tenemos amigos comunes, el pañuelo del mundo. Tras un breve paseo por la zona de la playa, al final de esta, llegamos a la parte más interesante: la Ville-Port.

Además de una bulliciosa vida comercial, con centro y galería, cine y teatro y amplios espacios, en la ciudad portuaria nos esperan las instalaciones de la vieja base submarina, en la dársena que mira al puerto de los viejos astilleros, una mole de cemento que asusta por sus dimensiones. Allí está el Escal’Atlantic, con la historia recreada de los grandes buques transatlánticos; al otro lado, bajo la altísima terraza panorámica que domina el puerto y la ciudad, el Espadón, submarino moderno reconvertido en museo acuático, y, a escasa distancia de este, el Ecomuseo, con la historia local, que encontramos cerrado.

Con el tiempo justo, seguimos la zona portuaria en busca de la terminal del ferry, a un paso, en Montoir-de-Bretagne, para embarcar  rumbo a Gijón. Nos despide el colosal puente atirantado, más de tres kilómetros de acero y hormigón, que cruza la ría. Au revoire!

Capítulos anteriores:

Capítulo 1 de Rennes a Huisness sur Mer

Capítulo 2 de Saint Michel a Perros Guirec

Capítulo 3 de Ploumanach a Locronan

Capítulo 4 de Pont Aven a Lorient

Capítulo 5 de Josselin a Nantes

por Santiago

Santi Somoza, de estirpe asturiana en la desembocadura del Eo, allí donde ástures y galaicos se dan la mano, aferrado siempre a su clan galego-forneiro, hipermétrope enjuto, jubiloso jubilado, maestro de nada y aprendiz de todo, pacífico y socarrón, descreído, escéptico, indignado, viajero letraherido y maratoniano corredor de fondo, ave nocturna y perpetrador de tangos, amigo de sus amigos, amante del buen vino y la poesía y, por encima de todo, de sus tres queridísimas mujeres.

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