A mediados del siglo XIX, París era aún una ciudad de aspecto medieval, mal trazada, sucia, insegura y fea. Pero la llamada «haussmannización» lo cambió todo de manera radical, convirtiendo a la capital francesa en una ciudad moderna y abierta, luminosa y monumental, que culminaría en la ville lumière actual, una de las ciudades más bellas del planeta. El barón Haussmann, un político emprendedor y de armas tomar, fue el autor de semejante plan de reforma y modernización, modelo posterior para las grandes urbes mundiales.
A pesar de las críticas y protestas que una obra de tal envergadura suscitaba en todos los estamentos ciudadanos, el bisturí del colosal proyecto cortó por lo sano y de forma drástica todo lo que impedía el crecimiento, la salubridad, la convivencia y la estética de la ciudad del Sena, dotándola de una infraestructura nueva y con visión de futuro: red viaria, ensanche, equipamientos, saneamiento integral, apertura de zonas de utilidad pública, construcción de jardines, fuentes, puentes, edificios, plazas y monumentos varios.
Todo lo cual supuso cambios inevitables y profundos en las relaciones sociales de la población parisina. De ahí que los antiguos vendedores callejeros de ropa de segunda mano, objetos usados, chatarra, trastos y demás quincalla que ofrecían sus productos baratos en pleno centro, ahora tomado por una burguesía cada vez más poderosa, se vieran desplazados a la fuerza hacia los suburbios extramuros de la ciudad. Por aquel entonces, Saint-Ouen era un pequeño pueblo cercano e independiente de la municipalidad parisina, donde los primeros chamarileros comenzaron a vender sus mercancías un día a la semana, un mercado incipiente improvisado sobre el suelo y al aire libre.
En realidad, no es un simple mercado propiamente dicho sino un conglomerado de diferentes mercados, tiendas y tenderetes que ocupa un vasto entramado de calles y en el que no solo se pueden encontrar esos molestos parásitos hematófagos, en los humildes puestos callejeros de toldo y cachivaches sin cuento, sino también hallazgos inesperados, gangas auténticas y carísimos productos de gama alta.
Porque aquí convive sin fricciones ni disputas el espíritu de libertad, independencia y trapicheo de la compraventa popular de siempre con el lujo del diseño y de las antigüedades más buscadas. Por eso no es extraña la presencia ocasional de algún famoso en busca de alguna rareza chic o del kitsch más hortera, como tampoco el hecho de que, en ese ambiente atípico y cosmopolita, impregnado de cultura popular, la música calé se haya teñido de los ritmos afroamericanos del swing para dar lugar al nacimiento, allá por los felices años 20, del llamado jazz manouche o gypsy jazz, el jazz de los gitanos (cuyo oficio de rempailleurs, tejedores de sillas, les dejaba mucho tiempo para su actividad preferida: la guitarra), alrededor del cual se celebra a las puertas del verano un festival anual que convoca multitudes.
Es un placer callejear por todos sus rincones, perderse por sus galerías y pasadizos, dejarse llevar entre sus ofertas, hijas del intercambio, la subasta, la requisa o el pirateo, desde solitarios zapatos desparejados o ropa de todas las modas hasta muebles de estilo, pasando por viejas máquinas de escribir que no escriben, fotos familiares desvaídas por la pátina del tiempo, verdaderas obras de arte, modelos de alta costura, joyas y muebles de estilo, y otros objetos insólitos capaces de satisfacer todos los gustos y necesidades de los numerosos visitantes, turistas, comerciantes, decoradores y profesionales del asunto que se acercan por allí. Todo de todo.
Un auténtico museo de antiguos y modernos oficios, donde las piezas exhibidas pueden tocarse sin problemas; un paseo de sorpresas; una mina para anticuarios y coleccionistas; un almacén abierto al público los sábados, domingos y lunes que ha sido bautizado como el «granero del mundo». Situado al norte de la ciudad, entre la Puerta de Saint-Ouen, al oeste, y la Puerta de Clignancourt, al oeste, accedemos a él en metro por esta última (parada homónima de la línea 4), caminamos hacia el norte hasta el cruce de la avenida Michelet con la calle Jean Henri Fabre, pasando bajo los altos viaductos de hormigón del bulevar periférico que circunvala la ciudad cual moderna muralla, donde alcanzamos la rue des Rosiers, la arteria principal del mercado, que lo cruza en diagonal noroeste.
A lo largo de ella y por las calles aledañas, a derecha e izquierda, se ubican los innumerables puestos callejeros y todos los mercados cerrados que forman el conjunto: desde los más antiguos de Vernaison y Biron, de principios del XX, cuando el mercado se asentó definitivamente, hasta los creados a partir de la II Guerra Mundial, Malassis, Dauphine o Paul Bert, entre otros, y los de apertura más reciente. Todo ello bien animado por chiringuitos callejeros y modernos bares y restaurantes. Y música, siempre la música. Por algo ha sido reconocido este lugar como zona protegida de patrimonio urbano, arquitectónico y paisajístico. Una isla de fin de semana donde pululan centenares de curiosos, plano en mano, en busca del tesoro.
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