Cuando el protagonista de Los Miserables huye con su amigo herido a cuestas, lo hace por los “estrechos, oscuros y fétidos” túneles subterráneos del entonces incipiente alcantarillado de París, que Víctor Hugo, el autor de la inmortal novela, parece conocer de buena tinta. Es a mediados del siglo XIX, precisamente, cuando en la capital francesa arranca un ambicioso plan de cambios y renovación que la va a convertir en el gran icono urbano que es hoy, dentro del cual, entre muchas otras obras de infraestructura, equipamiento y edificación, se contemplaba la ampliación y actualización de la red municipal de saneamiento.
En la época galorromana, los parisinos habitaban la Isla del río y la ribera izquierda; la derecha era, todavía, una zona pantanosa e inhóspita. Utilizaban para todo el agua del Sena, que a su vez recibía las aguas residuales de la población y de otros ríos, y aun así mantenía una aceptable autodepuración. A finales de la Edad Media se sigue echando el agua a las calles, pero estas ya empiezan a ser pavimentadas y se construyen las primeras alcantarillas a cielo abierto, que van creciendo lentamente hasta formar, en pleno imperio napoleónico, un primer sistema de alcantarillado cubierto.
Claro que la ciudad se va extendiendo más y más, aumenta considerablemente la población, las fuentes no dan abasto y aparecen los aguadores a domicilio, se propagan la pestilencia y la falta de higiene, surgen enfermedades y pestes y el antiguo equilibrio ecológico del río acaba por romperse. El agua escasea en cantidad y calidad. Hacen falta medidas radicales y urgentes.
La epidemia de cólera de 1832 será la gota que colme el vaso. El citado gran proyecto global de un nuevo y moderno París, un sueño faraónico del Segundo Imperio que se hará realidad, se encarna en Eugenio Haussmann, hábil político con visión de futuro, y va a ser conocido como la haussmannización. Otro Eugenio, el ingeniero Belgrand (cuyo apellido ya presagia la belleza y la grandiosidad de sus trabajos), será el encargado de poner al día el servicio de saneamiento urbano, a partir de la precaria red existente, que supondrá mucho más que eso: todo un sistema de galerías técnicas subterráneas que van a albergar no solo la captación, distribución y depuración de las aguas potables y no potables y de los desechos, sino también y andando el tiempo la canalización del aire, la instalación de tuberías neumáticas, los conductos de climatización por agua refrigerada, el hilo telefónico y el cableado eléctrico urbano, sin descartar las necesidades de las nuevas tecnologías.
Su labor se basó en dos conceptos revolucionarios para la época: alejar las aguas residuales del centro de la ciudad, por medio de emisarios que las depositan río abajo una vez limpias; cambiar la antigua costumbre de echarlo todo a la calle, y por ende al río, por una imposición legal de todo a la cloaca, al conectar calles y edificios a la red general. Hoy París cuenta con una estructura de saneamiento única, con un kilométrico entramado de galerías, con abundantes fuentes de aporte al suroeste de la región del Sena, cuyas aguas son transportadas en largos acueductos hasta las depuradoras del sur metropolitano, y de aquí a su almacenamiento en los depósitos del sureste o a su uso doméstico, y con la canalización de las aguas usadas y del drenaje pluvial hacia las grandes estaciones norteñas de tratamiento.
Pues bien, ahora tenemos la suerte de poder visitar una pequeña muestra de Les Égouts, las alcantarillas de París, medio kilómetro de sus galerías abierto en época reciente como museo público. La entrada se ubica al lado izquierdo del Pont d’Alma, en pleno Quai d’Orsay (con el testigo de la torre Eiffel al fondo), adonde nos lleva la línea 9 del metro. Folleto explicativo en mano, descendemos a las entrañas de la ciudad para conocer uno de los oficios más desconocido, difícil y peligroso (una curiosidad: ningún equipo de operarios bajaba aquí al tajo sin dejar arriba a uno de sus miembros como vigía de seguridad permanente, cuya misión era avisar al resto en caso de crecida peligrosa del río por mareas y tormentas), de auténticos mineros que, a lo largo de los siglos y a pocos metros bajo los pies del ciudadano que cruza la calle ajeno a las cosas del subsuelo, han ido excavando un mundo de túneles, tuberías, mecanismos, luces, cables y circuitos, herramientas y equipo, máquinas impensables, sumideros, desagües, aliviaderos, bombas extractoras, compuertas, alcantarillas, colectores, emisarios, estanques, depósitos, canales… por donde corren el agua y otros fluidos en busca de su doméstico destino.
El recorrido, a través de galerías numeradas, amplias y bien acondicionadas, bautizadas con los nombres de los principales impulsores del proyecto, es de sentido único, llano, bien iluminado y señalizado. Hacia la mitad, en la galería Belgrand, el gran artífice, está el corazón teórico del Museo: una exposición de vitrinas y paneles informativos donde se explica con todo detalle y colorido, a base de maquetas, textos, dibujos y datos, la evolución de la ciudad, el ciclo del agua en la región del Sena y toda la historia y funcionamiento técnico de la red general del alcantarillado de París.
Aquí nos detenemos un rato a leer, para completar la información práctica obtenida en cada galería, y acabamos la visita en la pequeña sala de recuerdos, saliendo al exterior a la misma altura de la entrada. Afuera, bajando a la orilla del río, podemos disfrutar del nuevo paseo de Les Berges del Sena, espacio público de ocio al aire libre, una amplísima ronda fluvial con zonas deportivas, de juegos y relax, chiringuitos y terrazas, jardines flotantes, gradas panorámicas (justo detrás, nos espera el impresionante e impresionista Museo d’Orsay) y embarcadero para un recorrido por el río (al final, en el siguiente puente, el Royal; si lo cruzamos, nos llevará directamente a los tesoros del Palacio del Louvre). En el que, además, el wifi es libre, cortesía de la nueva alcaldesa, gaditana por más señas. ¡Viva Andalucía!