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Oma y Gaztelugatxe, dos santuarios vascos

Irene 14 diciembre, 2015

Seguimos en Vizcaya, pero hoy nos adentraremos hacia el norte hasta alcanzar la costa. Dejamos la autovía del Cantábrico, E-70/A-8,  a la altura de Amorebieta, con dirección a Guernika. Las aguas que bajan del Oiz (histórico monte bocinero más al sureste, mirador de Vizcaya hoy tomado por las torres eólicas) confluyen con las de otros arroyos cantábricos para formar el río Oca, que se abre algo más al norte en la ría de Guernica. Esta, junto con sus amplios alrededores, pertenece hoy al espacio natural de Urdaibai, reserva de la biosfera de gran riqueza ecológica. Montes de boscosos robles, encinas y pinares, valles de caserío, pastizal y rebaño y costa marinofluvial donde reinan las aves acuáticas forman un rico ecosistema modelado desde siempre por el trabajo humano.

Allí se esconden dos pequeños tesoros. Sobrepasada la histórica villa, en las cercanías de la localidad de Cortézubi, hay un área de descanso, con aparcamiento, restaurante, merendero público y artístico jardín con estanque, que sirve de punto de partida para visitarlos. La primera visita nos resulta fallida, pues precisa de difícil reserva previa. Se trata de la cueva de Santimamiñe, la más importante del arte rupestre del Paleolítico vizcaíno. Escondida en la falda del alto montículo que se yergue sobre el lugar, se accede a ella por una escalera labrada en piedra gris; mucho más arriba, en la misma cima, una ermita espera a los montañeros más dispuestos.

La segunda es el bosque de Oma, y esta no se nos va a escapar. Un recorrido circular, vedado al tráfico, nos lleva por un camino forestal de tierra, al corazón de ese bosque animado, donde el artista de Basauri, Agustín Ibarrola (el mismo del “olmedo encantado” de Salamanca o de los “cubos de la memoria” de la asturiana villa de Llanes), vecino que fue de este hermoso valle, decidió convertir a un grupo de altos pinos en esculturas pintadas vivientes, hace ya la friolera de treinta años. Como símbolo de la relación entre la Naturaleza y el ser humano, el autor ha plasmado sobre la oscura corteza de esos árboles, con colores muy vivos, llamativas formas geométricas extrañas una por una pero que, agrupadas, adquieren su sentido de composición creativa.

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Para esto, hay que verlas desde los puntos adecuados, señalados sobre el suelo con tacos triangulares amarillos. La original instalación artística está ubicada en un barranco de fuerte pendiente, lo que, junto con el resto de la caminata, de un total aproximado de seis quilómetros de ida y vuelta que se pueden hacer, indistintamente a elección personal, en los dos sentidos, supone un saludable ejercicio al aire libre en un marco incomparable. Además, el recorrido cuenta con otro atractivo que no suele aparecer como tal: el pueblo de Oma. Localidad de postal, puñado de caseríos rurales, huertos y pastizales encajados en el estrecho valle. Solo por sus preciosas casas de corte tradicional en piedra y madera, su río y su puente de cuento, sus ovejas y caballos pastando tranquilos al lado del camino (aquí ya estrecha carretera asfaltada), su paisaje de verdes, merece la pena acercarse.

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Volvemos hacia Guernica-Lumo, parada obligatoria. Porque fue antigua capital de Euskadi, donde se reunían las Juntas Generales del país alrededor del roble sagrado, el Árbol de Guernica, que hoy preside el Parlamento Vasco, moderno edificio construido en estilo clásico sobre un antiguo templo al lado del Parque de los Pueblos, donde escultores como Moore o Chillida han levantado símbolos de paz; porque Picasso la inmortalizó, en su famoso cuadro homónimo, como víctima inocente de los horrores bélicos; y porque es corazón y símbolo de la historia y las tradiciones del pueblo vasco. Salimos por la margen izquierda de la ría, recortada de arenales y altos acantilados que resguardan pequeños puertos, playas blancas, landas y marismas.

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Al poco de sobrepasar Mundaca, la de las olas buscadas por todos los surferos, aquella se abre ya al mar. Un elevado y oportuno mirador a la derecha de la carretera nos ofrece la ancha desembocadura al completo: a la derecha, en la orilla opuesta, las grandes playas de Laida y Laga, seguidas del peñón de Ogoño y la punta de Arbolitz, que cierran el estuario por el este; en el centro, mirando a la bocana, el islote de Ízaro, antes apartamiento religioso, hoy paraíso de las aves marinas, y la saliente plataforma del almacén de gas submarino de una puntera empresa eléctrica; a la izquierda, el imponente cabo de Machichaco, que la cierra al oeste; y abajo, a nuestros pies, el puerto y caserío de Bermeo, pesquero y conservero, apretado en fuerte pendiente entre aquel y el mar, donde aprovechamos para reponer fuerzas (a finales de mayo, por cierto, se celebra aquí la Arrain Azoka, interesante y multitudinaria feria anual del pescado).

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Siguiendo la costa, muy poco antes de llegar a Baquio, nos espera nuestra última parada. En un islote rocoso que ya no lo es porque un puente de piedra lo une a tierra se encuentra la ermita de San Juan de Gaztelugatxe, de orígenes medievales relacionados con la tradición de los restos del Bautista. La carretera de acceso rodado está cortada por desprendimientos, lo que nos obliga a dejar el coche arriba, en una zona de aparcamiento al lado de la general, y bajar andando por una estrecha senda, muy pendiente y de piso de tierra y piedras bastante irregular que baja al fondo del acantilado, justo al final de la carretera ahora cortada y a unos pasos del puente de entrada al monumento. A mitad de senda, hay un pequeño desvío a un mirador que no se puede perder.

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La maravillosa panorámica abarca todo el tramo de costa que alcanza la vista, especialmente los acantilados del este, con el mar inmenso de frente y toda la postal del fotogénico promontorio rocoso: las olas rompiendo, el puente de piedra y doble arco, los 240 escalones que, protegidos del precipicio por un muro, serpentean roca arriba hasta la pequeña explanada de la cima y la aun más pequeña iglesia que allí se levanta, cerrada y con su campana de los deseos. La escoltan las tres cruces del Calvario cuyo via crucis jalona la subida con sus pasos numerados  y un diminuto refugio de peregrinos; alrededor, un estrecho corredor con barandilla sobre el profundo acantilado marino. Aquí la vista se agranda y la panorámica abarca ya los 360º por tierra, mar y aire. Pero aún tenemos que llegar. Para ello, una vez repuestos de esa primera visión a distancia, hay que terminar de bajar la senda, subir las dichosas escaleras, alcanzar la cima y recrearse arriba hasta recuperar las fuerzas que de nuevo gastaremos en la caminata de vuelta. Jornada, pues, de mucho esfuerzo pero bien recompensado.

*Si queréis conocer más otras zonas del País Vasco o cercanas, os invitamos a recorrer también el País Vasco francés

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