El río Queiles baja de las fuentes del Moncayo y, fluyendo hacia el norte, vierte sus aguas al Ebro en Tudela. Antes de entrar en territorio navarro, parte en dos la pequeña ciudad zaragozana de Tarazona, donde la Historia ha dejado un patrimonio abundante y variado. Situada en las proximidades de Soria, Navarra y Logroño, paso natural entre la meseta y el valle, ha sido siempre un enclave estratégico, con un marcado protagonismo en la Edad Media: sede de obispos y destino de reyes, disputada por los reinos de Navarra, Aragón y León, y modelo de convivencia entre la Biblia, el Corán y la Torá.
Siempre industriosa, además, y celosa de sus tradiciones, aún mantiene la villa turiasonense una Casa del Traductor, hoy relacionada con las distintas lenguas españolas y considerada la única de España en su género, que bebe de la antigua Escuela de Traductores de lenguas clásicas que aquí funcionó. Comenzamos la visita en la Catedral, casi solitaria en su escalonada plaza de la margen derecha del río, a un paso de la Oficina de Turismo.
De imponentes dimensiones, el blanco brillante de su piedra contrasta con el ladrillo de su esbelta torre-campanario. Nacida sobre diseño gótico de aires franceses, se hizo luego renacentista en sus bóvedas centrales, sus vidrieras policromadas y sus frescos murales, de clasicista factura italiana, encontrados en su interior, y barroca en el pórtico principal, sin olvidar el inevitable toque islamista del mudéjar aragonés en su ornamental cerámica, su claustro de descomunales celosías y los estilizados pináculos de su cubierta.
Callejeando el centro histórico
Cruzamos el río para subir al casco antiguo, ese “laberinto de callejuelas empedradas” que G. A. Bécquer así describió como asiduo visitante durante sus estancias en la zona, donde intentaba curarse de su enfermedad respiratoria con las aguas cálidas de las termas de Fitero y con los aires purísimos del Moncayo. Y así es, en efecto. Una intrincada maraña de estrechas calles y callizos que suben, bajan, rodean, entran y salen por pasadizos, arcos, escaleras y plazas, repletas de nobles palacetes, casas tradicionales y algún que otro edificio en ruinas o en restauración, muestra significativa del arte mudéjar.
Estamos en el Cinto, el viejo núcleo urbano que la muralla, de la que aún se dejan ver paños, puertas o torreones, exentos o añadidos al caserío, protegía cual cinturón. Aquí estaba la vieja medina musulmana y la no menos vieja judería, sobre la que penden, en equilibrio imposible, las Casas Colgantes, construidas bajo las almenas del antiguo cerco. Hoy esta se recuerda y explica aquí al lado, en el Centro de Interpretación de la Cultura Judía.
Subiendo un poco más, llegamos a la plaza Mayor, donde se celebraba el mercado. La antigua lonja, hoy Ayuntamiento, es un imponente palacio renacentista levantado sobre la muralla, cuya fachada asombra por sus dimensiones, su finísima arquería y sus ornamentales esculturas mitológicas; enfrente, la estatua del Cipotegato, que, en su tradicional fiesta de estío, espera cada año al joven homónimo vestido de colorista arlequín encapuchado que intentará zafarse de los tomatazos populares y subirse triunfante a ella. Más arriba, la iglesia de la Magdalena, románica y mudéjar, presume de tener la torre más alta del lugar, el faro local de referencia. Finalmente, en lo que fue cuartel militar del Islam y luego palacio real de Aragón, tiene ahora su residencia el obispo. El Palacio Episcopal es una construcción regia que cuelga sobre el río desde la altura rocosa y destaca por su patio y cúpula renacentistas, su galería en arcada y su singular torre.
Un paseo por el río Queiles
Comenzamos aquí la bajada, dejándonos perder por diferentes rincones de este recinto siempre sorprendente que abandonamos cruzando de nuevo el río, encauzado como un canal y embellecido por el largo y verde paseo que lo bordea. Una inscripción en piedra con los símbolos de las tres culturas religiosas del Libro, la cruz, la media luna y la estrella de David, nos sale al paso para recordarnos el viejo talante integrador de este hermoso pueblo. Encajada en el meandro principal, al lado de una bella ermita, se levanta la dieciochesca Plaza de Toros vieja, un original conjunto de viviendas porticadas, de forma octogonal y tonos amarillentos, donde hace tiempo que el ruedo es solo patio vecinal y la lidia brilla por su ausencia.
Nos despedimos de esta preciosa villa y lo hacemos con el humor que requiere la cuna del gran actor de comedias Paco Martínez Soria, hijo predilecto, que cuenta aquí con estatua, museo y festival de cine, casi nada. Uno de los azulejos murales del café del antiguo casino nos regala la leyenda de una procesión local que, al llegar a un callejón sin salida y obedeciendo una orden caprichosa de las autoridades, salta el muro con todos sus incómodos pertrechos y continúa la comitiva al grito de “¡Aunque lo ordene la Bula, Tarazona no recula!”. Nosotros tampoco.
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