Una vez en Fermoselle, en el límite zamorano con Portugal, no resistimos la tentación de cruzar al otro lado de la frontera, esa dulce atracción del país vecino. Así que, remontando Duero arriba, decidimos hacerlo por el puente-presa internacional del embalse de ese río que da entrada a Miranda do Douro, la villa portuguesa que allí nos reclama por su hermosa y estratégica ubicación, su tradición comercial y su histórico casco antiguo.
Como tampoco resistimos la de contar la sorprendente peripecia que estábamos a punto de protagonizar de manera totalmente involuntaria. Una vez cruzadas de sur a norte las tierras sayaguesas, ya en el tramo final de la carretera ZA-324 que viene de la capital zamorana, amplia y bien pisada, que baja en pronunciadas curvas al embalse portugués, solo circulamos ahora nosotros y un coche de la guardia civil de Tráfico que nos precede a escasa distancia. No es lugar para adelantamientos y no llevamos prisa, así que nos dedicamos a disfrutar del paisaje y a tomar fotografías.
De repente, justo antes de sobrepasar la vieja aduana española, hoy reconvertida en oficina de información turística, desde el coche verdiblanco nos ordenan que nos detengamos aprovechando un ensanchamiento a la izquierda de la calzada. Son dos guardias muy jóvenes. El “malo” nos pide la documentación y la cámara de fotos, alegando que los estábamos fotografiando y que están obligados a tomar precauciones por razones que debemos comprender. Bueno, nosotros intentamos comprenderlo, a pesar de nuestra extrañeza, pero la cámara, a punto de quedarse sin batería, parece que no: se niega a mostrar su contenido y da lugar a un tira y afloja un tanto kafkiano entre el agente y el fotógrafo: que si tengo que ver esas fotos, que si nosotros solo disparábamos al paisaje, que si yo no me lo creo, que si puede registrarnos todo lo que quiera, que si esto que si aquello.
Al final, como la máquina se ha empeñado en no abrir y ambas partes litigantes se encuentran en un callejón sin salida, justo en el momento en que estamos a punto de soltarle que se lleve la cámara y nuestros datos consigo y nos deje en paz, el poli “bueno” regresa del coche oficial, al lado, donde ha comprobado nuestra identidad, nos habla con un registro más campechano y tranquilo, nos pide disculpas y comprensión y nos despide educadamente. Así, la incontinente pareja policial, como en el soneto cervantino, “caló el chapeo, devolvió la cámara, /miró al soslayo, fuese y no hubo nada”; la cámara, sin embargo, seguirá muda hasta que encontremos un enchufe. Entramos en Portugal sin habernos repuesto del susto y con otra anécdota que contar, gajes del viajero. Queda inaugurado este pantano.
La carretera pasa por el mismo muro de la presa, asciende por entre el río y el alto acantilado rocoso y entra en la ciudad, que cuelga blanca y limpia sobre el Duero, encajonado mucho más abajo, apretada entre sus meandros y los del río Fresno, su afluente local por la derecha. Ya no es, claro está, el destino obligado de los españolitos que pasaban para llevarse a buen precio unas toallas, unos kilos de café o algún objeto de cerámica, pero aún conserva un empaque comercial y el atractivo añadido de ciertos productos específicamente lusos.
En realidad hay dos Mirandas: la nueva, abierta y florida, que nos recibe con rotondas y calles luminosas, abajo extramuros; y la vieja, encerrada en el antiguo recinto amurallado sobre la cima del altozano granítico, dédalo de coquetas placitas y callejuelas empedradas. En la primera, una buena ración de posta, carne mirandesa a la plancha, regada en tinto local, nos prepara para patear la segunda, el casco antiguo, que es la que nos interesa. Comenzamos el paseo subiendo hasta las ruinas del castillo-alcazaba. En la amplia plaza aledaña encontramos la primera sorpresa: la rotulación de los indicadores informativos, generalizada a toda la ciudad, incluido el nombre de las calles, exhibe un portugués bastante extraño. Y tanto, porque resulta que no es tal. Nos lo aclara un hombre bastante mayor que toma el sol en un banco público.
Se trata del mirandés, una lengua del nordeste de Portugal que, paradójicamente, pertenece al dominio lingüístico astur-leonés y no al galaico-portugués que le correspondería por su ámbito geográfico, caprichos de la Historia. El buen hombre nos dice que allí no la habla nadie, que si estamos interesados en ella tenemos que acercarnos a los pueblecitos vecinos del concejo, donde aún se conserva. No tenemos tiempo, pero sí para empaparnos de esa cultura peculiar, la mirandesa, que aquí en su capital, se cuida y se potencia con tanto mimo. Porque volviendo hacia el centro del laberinto callejero entramos en la Casa da Cultura Mirandesa, un palacete donde se pueden encontrar libros y discos en mirandés y disfrutar de exposiciones artísticas, en este caso la de un pintor local.
Y a unos pocos pasos, en la plaza principal, en el antiguo Palacio Municipal, regio edificio de columnatas neoclásicas levantadas sobre arcadas medievales, hoy sede del Museu Terra de Miranda, de carácter etnográfico, donde podemos observar cómo era la vida tradicional de la zona, desde la casa y su mobiliario hasta la ropa, las fiestas, la música, el trabajo, los aperos, la comida y demás aspectos y costumbres del lugar.
Enfrente, a la derecha, un monumental edificio barroco cierra la plaza y nos dirige a la Catedral, la Antiga Sé episcopal (dejó de serlo en favor de Bragança a finales del XVIII), imponente y renacentista. Algo más atrás, el otrora Palacio Episcopal, mole de piedra, muestra las ruinas de su Seminario y su Claustro de pérgolas y columnas con profuso ornato vegetal, agradable parque abierto al paseo. Volvemos por los jardines catedralicios, donde, por cierto, se erige el busto en bronce del padre Mourinho (nada que ver con ese popular coacher deportivo de malos modales), impulsor de la lhengua mirandesa y de su cultura popular. Bajando en dirección al río, alcanzamos el Postigo da Barca, una de las antiguas puertas de la ciudad, mirador de espectacular panorámica fluvial, y finalmente salimos de la ciudadela por la muralla prerrománica.
Saliendo de la ciudad, muy poco antes de alcanzar de nuevo la presa, se baja al embarcadero sobre el Duero, de donde salen los barcos turísticos de esa zona de Los Arribes. El nuestro es un llamado navío-aula, quizá por la pedagogía que el monitor rezuma en sus memorizadas explicaciones. Es difícil, empero, fijarse en los buitres o los cormoranes o en las matas de alisos y fresnos cuando uno se ve tan poca cosa sobre este mar tranquilo de aguas dulces y bajo la imponente amenaza de esta profunda garganta de altísimos bancales, de cortadas abruptas que parecen a punto de despeñarse sobre nosotros. Gracias que en las paradas temáticas uno se tranquiliza y puede disfrutar de las verdes terrazas cultivadas, de la huella aún visible de viejas sendas, de interesantes historias de contrabandistas, de antiguos embarcaderos y pasos del río. El agua, siempre el agua.