Salimos de Palma con dirección sureste por la autovía Ma-19, que muere en la cercana Llucmajor. Continuamos hacia el sur, por carreteras cada vez más estrechas, para visitar la zona costera de Ses Salines, donde la sal ha sido explotada desde la época cartaginesa. La hermosa y tranquila playa de Es Trenc, junto con otras calas y zonas residenciales como la Colonia Sant Jordi, desde donde se divisa el parque nacional de la isla de Cabrera, conforman un área protegida donde brillan al sol los estanques alineados y las blanquísimas montañas de sal.
Una barrera con peaje, algo insólito en este camino angosto y maltratado que se abre paso entre ellas, nos obliga a volver dando un rodeo para observar todo el escenario de la bahía desde la pequeña y urbana playa de El Coto. Cruzamos vía Santanyí para remontar la costa oriental por Cales de Mallorca y llegar a Portocristo, donde nos esperan las famosas Coves del Drach.
La formación calcárea de estalactitas, estalacmitas, agujas, columnas, pozos, corredores y demás imaginables formas subterráneas es espectacular, impresión acentuada por una iluminación muy lograda; el viaje en barca por el gran lago central, tras la clásica audición musical en el silencio de la sala magna de la gruta, de gótica fantasmagoría, se hace un poco corto. Lo que no vimos fue al dragón, estaría dormitando en el oscuro fondo de sus aposentos.
Algo más arriba, a la entrada del pequeño núcleo turístico de S’Illot, pegado a la carretera, se encuentra unos de los poblados talayóticos más importantes. Al aire libre y de acceso abierto al público, el enorme conjunto megalítico se distribuye en varias zonas que contienen los restos de un núcleo de estancias comunales, alrededor del cual se distribuyen los diferentes habitáculos, algún santuario y la muralla perimetral en bastante buen estado de conservación. Una pasarela de madera, que remata en pequeños miradores elevados, preserva el yacimiento y permite contemplarlo todo y hacerse una idea, que no es fácil, de la vida en el período neolítico y posteriores.
Además, a lo largo del recorrido entre las monumentales piedras, hay oportunos paneles explicativos y, por si eso no fuera suficiente, un pequeño Museo aledaño completa la información. Abajo, el pueblo ofrece un hermoso paseo marítimo con senda incluida y una extensa panorámica costera. Como a Serrat, el juglar que mejor ha cantado la luz y los olores de este mare nostrum, a nosotros tampoco nos va mucho el vigía de Occidente y preferimos al farero de Capdepera, pueblo, cabo y faro que alcanzamos, siguiendo nuestra ruta, en la punta noreste de la isla.
Ya desde lejos, el caserío urbano, de color terroso y levantado a las faldas de una amplia colina, muestra su impronta árabe, más notoria aun en el estrecho laberinto de sus calles, que se empinan hasta la misma cima, donde se yergue, casi inexpugnable y dominante sobre todo el valle y las aguas que llevan a la isla de Menorca, su blanco castillo medieval, esbelto en sus torres y rodeado de un sólido recinto defensivo. Eso sí: mejor dejar el coche abajo para evitar problemas.
Tras la visita de rigor, salimos pitando hacia el cabo, haciendo una parada en Cala Ratjada, con un precioso puerto deportivo y una playa concurridísima, entre acantilados rocosos y pinares que llegan hasta el mar. Por fin, el Faro de Capdepera, blanco y teja sobre el enorme acantilado del cabo, con amplio paseo rocoso, pelado, y unos precipicios de vértigo. Por desgracia, el edificio está vallado y cerrado al público, no podemos saludar a nuestro farero preferido.
De regreso, bajamos a coger la carretera de Manacor, la Ma-15, desdoblada en gran parte como autovía de acceso a Palma desde el oriente, de ahí sus continuas rotondas. A la altura de Montuïri nos desviamos a la izquierda para acercarnos hasta Randa, un pueblo en cuesta cuya travesía descubre bellos rincones y edificios de piedra, y subir luego las empinadas curvas que trepan el macizo de Randa, la montaña sagrada y sola en el centro de la isla.
Pueblos, calas, monumentos
Arriba, en el Puig de Cura, a más de quinientos metros de altitud, se encuentra el Santuario de Nuestra Señora de Cura, lugar de peregrinaje, de recogimiento y de contacto con la Naturaleza. Erigido a partir de un pequeño oratorio de monjes eremíticos medievales, guarda el legado del gran Ramón Llull, cuya estatua preside el patio-jardín de la entrada y en cuyo nombre se creó allí una Escuela y un Aula de Gramática y Latín. Además de eso, de la iglesia y de un sencillo museo etnológico y misionero, el santuario funciona hoy como hospedería abierta al público que busque el aire puro, el silencio y la paz de este apartado rincón.
El conjunto, formado por sólidos edificios en piedra, está fortificado a su alrededor y rodeado de jardines, patios y terrazas exteriores que lo convierten en un mirador natural de excepción desde el que se abarca casi toda la isla por los cuatro puntos cardinales, toda una panorámica circular. En efecto, a vista de pájaro, muy abajo a nuestros pies, como si de un mapa en relieve se tratase, se extiende una inmensa planicie verde, Es Pla, que ocupa todo el centro, continúa por un lado hacia la suave sierra de Llevant en busca de las calas del este, sube por el otro hasta la capital y aun más allá hasta toparse con el suroccidente costero y solo se detiene a las puertas de la imponente muralla norteña que dibujan los altos picos de la recortada sierra de la Tramuntana.
Llanura tapizada de suaves colinas cubiertas de vegetación, de matorrales, huertas, praderas, árboles frutales, pinares y demás matas boscosas, donde compiten todos los matices del verde; de pueblos, pequeños y grandes, asentados aquí y allá, como manchas blancas más o menos difusas; de carreteras y caminos que se pierden a lo lejos, donde el mar y sus horizontes se visten de esmeraldas, cobaltos y escarlatas. Se echa de menos algún panel informativo que ayude a ubicar, al menos, los puntos principales del paisaje observable, pero esta vez vamos a tener suerte.
Justo a nuestro lado, un isleño que casualmente está explicando en voz alta el panorama a un grupo de amigos va desgranando lo que todos estamos viendo: inmediatamente debajo, los caseríos cercanos de Randa, Llucmajor, Montuïri y Algaida; más allá, más o menos vislumbrados con un fondo marino, Felanitx, Manacor, Alcúdia y la extensa área metropolitana de Palma; en la antesala serrana, Inca; y cerrando el contorno, sobre el agua, las islas de Cabrera y Dragonera.
Según nuestro involuntario guía, se pueden divisar desde estas alturas nada menos que ¡tres docenas de localidades isleñas! Y todo parece tan a mano, tan lejanamente cercano, como si se tratase de un puzzle geográfico de la isla con todas las piezas en su sitio. Una maravilla que no se puede perder. Y que, por si fuera poco, se completa con otros dos santuarios en la bajada de vuelta a Randa: el de la ermita de Sant Honorat, hoy iglesia, y, un poco más abajo, al abrigo del imponente barranco donde esta se asienta, el de Nostra Senyora de Gràcia, una imposible y maciza construcción incrustada en la pared rocosa a partir de la gruta original de los eremitas fundadores, que ofrece también un excelente panorama del valle pero unilateral y más bajo. Después de haber visitado las profundidades del subsuelo oscuro y calizo, nada mejor que recrear la vista y el espíritu en estas benéficas alturas. Mallorca da para todo.