Hoy nos toca rodar por la Ma-1, la única autopista mallorquina que aún no habíamos utilizado y que nos acercará al extremo suroccidental desde la misma bahía de Palma hasta el arranque sureño de la Sierra de la Tramuntana. Cuando termina aquella, de 30 kilómetros escasos, primero una carretera principal y luego una secundaria, estrecha y sinuosa, nos llevan en seguida a Sant Telm, nuestra primera parada. Es un pueblecito con cierto encanto, cuyas casas cuelgan sobre el acantilado bajando hasta el frente marino, donde destacan su paseo urbano y su pequeña cala de puerto y playa.

Cruzándolo, la pendiente nos anuncia que estamos entrando en las primeras estribaciones serranas. Desde el muelle se obtiene una buena vista de la pequeña y preciosa bahía, con el islote de Es Pantaleu, grande y casi a mano, y el de Sa Mitjana, pequeñísimo y con faro, ambos en primer plano; a la derecha, hacia el norte, asoma lo que parece un enorme cabo y que luego veremos que no es tal. Al final del pueblo, después de sobrepasar la playa de Punta Blanca, la carretera muere en lo alto, donde acaban los chalés.

Allí comienza la corona del acantilado, una zona bastante solitaria que se precipita peligrosamente sobre el agua, rocosa y algo arbolada, surcada por pistas de tierra en mal estado y con visos de ser urbanizada en el futuro, que nos sirve de alto mirador marino. En el mar abierto, descubrimos que el supuesto cabo no toca la costa, es la isla que veníamos buscando: la Dragonera. Alargada como un gigantesco reptil marino, es hoy un parque natural protegido en el que podemos distinguir, algo lejanos, sus tres faros, sus dos redondeadas elevaciones centrales y varias sendas de tierra que lo cruzan.

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Volvemos sobre nuestros pasos desandando el camino hasta la localidad interior de Andraitx, un pueblo largo que apenas ofrece, en el centro, dos calles de interés y la iglesia, y la sede del ayuntamiento en las afueras, un antiguo castillo con amplio patio central, muralla, torres almenadas y parque ajardinado, donde se ubica la oficina de información turística. Bajamos luego al fondo de la cerrada bahía, con parada en Port d’Andraitx, un precioso enclave marinero, donde destaca el largo y remozado paseo marítimo, con playa, muelle y puerto deportivo, cuajado de pesqueros, veleros, piraguas, bañistas y gaviotas, en un ambiente turístico de terrazas y tiendas, de paseantes, vehículos y gente.

Por calles pendientes y apretadas entre chalés y urbanizaciones sin tregua, subimos hasta la punta del cabo de Sa Mola, una muela muy poblada, donde las casas han ido sustituyendo al pinar hasta la misma corona, que aún conserva el pequeño faro, ahora cerrado a cal y canto. Continuamos, pegados a la costa, hasta Santa Ponça, donde los hoteles y edificios de apartamentos se suceden de tal manera que resulta difícil acceder a las calas. Cuando lo conseguimos y decidimos dar un paseo por el pedregoso borde costero, vemos que también sus terrazas llegan hasta el borde del agua, reduciendo el espacio público y dificultando el paso. Así que nos largamos sin más y cruzamos al otro lado, ya en la cara oeste de la bahía de Palma.

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Magaluf y Palmanova son dos almas gemelas que se suceden sin solución de continuidad, un conglomerado de complejos hoteleros, apartamentos en serie y todo tipo de establecimientos turísticos, chiringuitos, bares, restaurantes y demás atracciones; tampoco sus calles, sus paseos, sus playas se diferencian mucho, así que nos dejamos llevar sin rumbo fijo, deteniéndonos brevemente aquí o allí, absorbiendo el ambiente a grandes rasgos, con la sensación de estar de paso en algún punto playero anglosajón.

Por eso escapamos en busca de la cercana autopista hacia la capital, donde remataremos con una visita, esta sí más prometedora, al Castell de Bellver, fortaleza que, haciendo honor a su nombre, se ubica en un estratégico promontorio al suroeste del núcleo urbano, con estupendas vistas de la ciudad, su hermosa bahía y sus alrededores isleños. Al salir de la carretera, cruzamos hacia el norte el torrent des Mal Pas y, dejando el coche en la calle del Polvorín, subimos andando por un atajo empedrado que cruza el monte y, aunque durillo, supone un importante ahorro de distancia y tiempo, además de ser un paseo precioso y verde a través del pinar que rodea el monumento colgado en la cima, que se abre en senderos de tierra que hacen las delicias de visitantes, andarines, corredores, ciclistas (la alternativa es hacerlo por la carretera, andando o en coche, que atraviesa también el bosque dando un largo rodeo asfáltico).

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El castillo es de cuento gótico y piedra blanca, fortín macizo con amplia explanada exterior, foso, puente levadizo, muralla, torres, patio interior con fuente, dos alturas con corredor, capilla y salones varios y, lo más característico, planta totalmente circular. En distintas épocas sirvió de prisión, siendo uno de sus más ilustres inquilinos el ilustrado Jovellanos, que no perdió el tiempo lamentándose de su nada envidiable situación y aprovechó para el estudio del edificio y del terreno, la fauna y la flora que lo circundan.

Hoy funciona como centro cultural y alberga permanente el Museo de la Historia de la capital insular. Contábamos con una exhibición programada de deporte tradicional, suspendida finalmente, así que cambiamos sobre la marcha la destreza de los arqueros y de los honderos autóctonos que asombraron a Roma por un recitado de romances tradicionales dirigido a un público infantil. Otra vez será. Al iniciar la bajada, ahora ya por la carretera, medio en broma, medio en serio, nos da por hacer dedo. Operación que ya no se estila, a ver qué pasa. Pues pasan coches, qué va a pasar. Y uno de ellos, ante nuestro asombro, se detiene y se ofrece a bajarnos hasta el centro.

Y ni es grande ni va vacío: pareja joven con perro, qué amabilidad. Con las precauciones necesarias, como en todo, es lo más práctico para contactar con gente abierta, charlar un poco y enterarse de lo que se cuece en la ciudad y en toda la isla y de los atractivos interesantes que no suelen venir en las guías oficiales al uso. Y se hacen amigos. ¡Viva el auto-stop!

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Imagen: Flickr

por Santiago

Santi Somoza, de estirpe asturiana en la desembocadura del Eo, allí donde ástures y galaicos se dan la mano, aferrado siempre a su clan galego-forneiro, hipermétrope enjuto, jubiloso jubilado, maestro de nada y aprendiz de todo, pacífico y socarrón, descreído, escéptico, indignado, viajero letraherido y maratoniano corredor de fondo, ave nocturna y perpetrador de tangos, amigo de sus amigos, amante del buen vino y la poesía y, por encima de todo, de sus tres queridísimas mujeres.

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